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«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él supongo…» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales, recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.

Pero todavía me resulta imposible mirar a Mardou directamente a los ojos, percibiendo, en el fondo de mi corazón, «¿Oh, por qué lo habrás hecho?», desesperado, la profecía de lo que habrá de ocurrir.

Como si no fuera suficiente, fue la noche de ese mismo día cuando tuvo lugar la gran fiesta en casa de Jones, o sea la noche que me escapé del taxi de Mardou y la abandoné a los azares de la guerra, la guerra que el hombre Yuri sostiene contra el hombre Leo, uno contra otro. Para empezar, Bromberg empieza a llamar por teléfono, a recolectar regalos de cumpleaños y a prepararse para tomar el autobús y alcanzar el viejo 151 de las 16.47 a San Francisco; Sand nos lleva en el coche (un grupo de lamentable aspecto, realmente) hasta la parada del autobús, donde bebemos una copa de despedida en el bar de enfrente, mientras Mardou, que ahora se avergüenza no sólo de su persona sino también de la mía, se queda en el asiento de atrás del coche (aunque exhausta) pero en la plena luz de la tarde, con la excusa de cerrar los ojos por lo menos un momento; pero en realidad, tratando de imaginarse cómo puede hacer para escapar de la trampa que la aprisiona, de la Cual yo podría ayudarla a librarse, sin embargo, si me dieran una oportunidad solamente; en el bar, me asombro entre paréntesis de oír a Bromberg que sigue, como si no pasara nada, con vociferantes e incesantes comentarios sobre pintura y literatura, y hasta (por increíble que parezca) anécdotas homosexuales, sin preocuparse de la presencia de la gente de campo, los adustos granjeros del valle de Santa Clara alineados delante del mostrador; este Bromberg no tiene la menor idea del fantástico efecto que produce entre la gente ordinaria; y Sand se divierte, en realidad también él es bastante llamativo; pero éstos son detalles sin importancia. Salgo a la calle para anunciarle a Mardou que hemos decidido tomar el tren siguiente, porque tenemos que volver a la casa a buscar un paquete olvidado, lo que para ella no es más que otra manifestación del círculo vicioso de inanidad en que giramos todos, y recibe la noticia con expresión solemne; ¡ah, mi amor, mi perdido tesoro! (una palabra pasada de moda); si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, en vez de volver al bar, para seguir conversando, en vez de mirarla con aire ofendido, etcétera, en vez de dejarla allí abandonada en el tétrico mar del tiempo, olvidada y no perdonada todavía por el pecado del mar del tiempo, habría entrado en el automóvil, le habría tomado la mano, le habría prometido mi vida y mi protección, «Porque te amo y por ningún otro motivo»; pero en realidad, muy lejos de haber comprendido completa y definitivamente este amor, todavía me encontraba en plena duda, empezaba apenas a emerger de la duda que me atenazaba. Por fin llegó el tren; era el 153 de las 17.31; después de todas nuestras demoras, subimos, e iniciamos el viaje hacia la ciudad, atravesando todo el barrio sur de San Francisco, pasando cerca de mi casa, de frente en nuestros asientos, mientras pasábamos junto a los grandes depósitos de Bayshore y yo alegremente (tratando de mostrarme alegre) les enseñaba un vagón de carga que golpeaba contra otro, y los desechos de lata temblando en la lejanía, qué divertido; pero el resto del tiempo iba tétrico y adusto bajo la mirada fija de mis dos compañeros, para decir por fin, «Realmente me parece que debo de tener una nariz cada vez más rara», cualquier cosa que me pasara por la imaginación, para aliviar la tensión de lo que en realidad me mantenía al borde de las lágrimas; aunque a grandes rasgos los tres estábamos tristes, viajando juntos en ese tren hacia el aturdimiento, el horror, la posible bomba de hidrógeno. Habiéndonos finalmente despedido de Austin en una esquina llena de gente y tráfico, en la calle Market, para perdernos Mardou y yo entre las vastas multitudes tristes y malhumoradas, en una masa confusa, como si de pronto nos hubiéramos perdido en la concreta manifestación física del estado mental en que ambos nos encontrábamos desde hacía dos meses, ni siquiera dándonos la mano pero abriéndonos paso ansiosamente a través de la muchedumbre (como si lo importante hubiera sido salir pronto de esa odiosa confusión) pero en realidad porque yo estaba demasiado «herido» para darle la mano y recordando (ahora más dolorosamente) su insistencia habitual en la conveniencia de no darle la mano en la calle porque la gente podía pensar que era una cualquiera; para terminar, en la triste y espléndida tarde perdida, doblando por la calle Price (¡oh, calle Price del destino!) en dirección a Heavenly Lañe, entre los niñitos, entre las jovencitas mexicanas flexibles y bonitas, cada una de las cuales me hacía pensar, con desdén «¡Ah!, como mujeres son casi todas mucho mejores que Mardou, me bastaría acercarme a una de éstas… pero ¡oh, oh!» Ninguno de los dos hablaba mucho, y en los ojos de Mardou se leía tanta pena, en esos mismos ojos en cuyo fondo, en otros tiempos, yo había vislumbrado ese calor de india que al principio me había inducido a decirle, una noche feliz a la luz de las velas: «Tesoro, lo que veo en tus ojos es una vida de cariño, no solamente por lo que hay en ti de india, sino también porque siendo en parte negra eres en cierto modo la mujer primera, esencial, y por lo tanto la más originalmente y la más completamente afectuosa y maternal»; en ellos leo ahora también la pena, que será una adición, un humor perdido, propio de la otra raza, la estadounidense. «El Edén está en África», yo le había dicho una vez; pero ahora, bajo el influjo de mi odio herido desviando de sus ojos la mirada, mientras recorremos la calle Price, cada vez que veo una muchacha mexicana o una negra me digo, «arrastradas, son todas iguales, siempre tratando de engañarnos y de robarnos», rememorando todas las relaciones que en el pasado he tenido con ellas; y Mardou intuye estas ondas de hostilidad que emergen de mi persona, y calla.

Y a quién encontramos en la cama, en el apartamento de Heavenly Lañe, sino al mismo Yuri, muy contento: «Qué tal, estuve todo el día trabajando; estaba tan cansado que no me quedó más remedio que volver y echarme a dormir otro rato.» Decido decirlo todo, trato de formar con los labios las palabras. Yuri me mira a los ojos, percibe la tensión; también Mardou la percibe, llaman a la puerta y entra John Golz (siempre románticamente interesado en Mardou, de la manera más inocente), percibe también la tensión, dice: «Vine a buscar un libro», con cara de pocos amigos, y recordando cómo lo humillé la otra vez con la cuestión de la selección, se va en seguida, con el libro; y Yuri, levantándose de la cama (mientras Mardou se esconde detrás del biombo para cambiarse el vestido de fiesta por los pantalones de andar por casa): «Leo, alcánzame mis pantalones.» «No hace falta que te los alcance, los tienes ahí al lado en la silla, levántate y pomelos, ella no te ve», una curiosa observación; me siento un poco ridículo y miro a Mardou que calla y se recoge en sí misma.

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