– ¿Ves esa enorme roca de ahí delante? -Miré y entre la niebla vi una roca gris semejante a una mortaja allí mismo delante de nosotros. Happy dijo entonces-: Está a más de trescientos metros, aunque creas que puedes tocarla ya. Cuando lleguemos allí casi habremos terminado. Sólo quedará otra media hora.
Un minuto después me gritó:
– ¿Estás seguro de que no te has traído una botellita extra de brandy, muchacho?
Estaba empapado y hecho una pena, pero no le importaba y pude oírle cantar en el viento. Poco a poco íbamos subiendo prácticamente por encima del nivel de los árboles; el prado dejó paso a rocas y, de pronto, en el suelo había nieve a derecha e izquierda y los caballos hundían las patas en ella casi hasta el corvejón. Podían verse los agujeros con agua que dejaban sus cascos. De hecho, ya estábamos muy arriba. Con todo, alrededor no conseguía distinguir nada, excepto niebla y blanca nieve y jirones de neblina que pasaban rápidamente. En un día despejado habría visto los profundos precipicios a uno de los lados del sendero y sin duda me habría asustado temiendo que el caballo resbalara y cayera. Pero ahora lo único que veía abajo eran leves sugerencias de copas de árboles que parecían matas de arbustos.
"¡Oh, Japhy! -pensé-. ¡Y tú surcando el océano en un barco seguro, caliente en tu camarote, escribiendo cartas a Psyche, a Sean y a Christine!"
La nieve se hizo más profunda y el granizo empezó a azotar nuestros rostros enrojecidos por la intemperie, y por fin Happy gritó desde adelante:
– ¡Ya casi hemos llegado!
Yo tenía frío y estaba calado. Me bajé de la yegua y me limité a conducirla por la senda mientras el animal lanzaba una especie de gruñido de alivio al sentirse liberado de la carga y me seguía obedientemente. Aun sin mí, iba bastante cargado.
– ¡Ahí está! -gritó Happy, y entre la niebla que se arremolinaba en aquel techo del mundo, vi una curiosa cabaña con tejado en punta, de aspecto casi chino, entre puntiagudos abetos y rocas, encima de una gran piedra desnuda y rodeada de campos nevados y manchas de hierba empapada y de florecillas.
Tragué saliva. Resultaba demasiado lóbrego y triste para que me gustara.
– ¿Va a ser esto mi casa y refugio durante todo el verano?
Avanzamos trabajosamente hasta el corral de troncos construido por algún viejo vigilante de los años treinta y atamos a los animales y descargamos los bultos. Happy subió y quitó la puerta protectora y sacó las llaves y abrió; dentro estaba oscuro, y el suelo cubierto de barro y las paredes húmedas y en un siniestro camastro de madera había un somier hecho de cuerda (así no atraía los rayos) y las ventanas eran opacas a causa del polvo, y lo peor de todo, el suelo estaba cubierto de revistas rotas y roídas por los ratones y de restos de comida también y de innumerables bolitas de las cagadas de los ratones.
– Bien -dijo Wally, enseñando sus grandes dientes-, te va a llevar bastante tiempo limpiar todo esto, ¿verdad? Puedes empezar ahora mismo retirando todas esas latas viejas del estante y pasando una bayeta mojada por encima para quitar la suciedad.
Y lo hice, y tenía que hacerlo, estaba a sueldo.
Pero el bueno de Happy encendió un alegre fuego en la rechoncha estufa y puso sobre ella un cacharro con agua y echó dentro media lata de café y gritó:
– No hay nada como un café realmente fuerte. En esta región, chico, nos gusta que el café ponga los pelos de punta. Miré por la ventana: niebla.
– ¿A qué altura estamos?
– A dos mil metros, más o menos.
– ¿Y cómo voy a distinguir los incendios? Ahí fuera sólo hay niebla.
– Dentro de un par de días la barrerá el viento y podrás ver cientos de kilómetros, no te preocupes.
Pero no le creí. Recordé a Han Chan hablando de la niebla de Montaña Fría, una niebla que nunca se iba; empecé a apreciar la osadía de Han Chan. Happy y Wally salieron conmigo y pasamos cierto tiempo colocando el mástil del anemómetro y haciendo otras tareas. Luego Happy entró y preparó una cena estupenda en el hornillo: jamón y huevos, acompañados de un café muy fuerte. Wally desempaquetó el aparato de radio receptor-emisor que funcionaba con baterías de coche y se puso en contacto con las balsas del Ross. Después, desenrollaron sus sacos de dormir disponiéndose a pasar la noche en el suelo, mientras yo dormí en el húmedo camastro metido en mi propio saco.
Por la mañana todavía nos rodeaba una niebla gris y hacía viento. Prepararon los animales y antes de irse se volvieron y me dijeron:
– Bien, ¿qué te parece el pico de la Desolación? Happy añadió:
– No olvides lo que te dije de responder a tus propias preguntas. Y si se acerca un oso y mira por la ventana, limítate a cerrar los ojos.
Las ventanas aullaban mientras se alejaban fuera de mi vista entre la niebla y los retorcidos árboles de la cumbre, y en seguida dejé de verlos y ya estaba solo en el pico de la Desolación, y me parecía que por toda la eternidad, convencido de que no saldría vivo de allí. Trataba dé distinguir las montañas, pero los ocasionales huecos que se abrían entre la niebla sólo revelaban unas formas vagas y distantes. Renuncié a ver nada y entré y me pasé el día entero limpiando la cabaña.
Por la noche me puse el impermeable encima de la chaqueta y la ropa de abrigo y salí a meditar en el brumoso techo del mundo. Aquí estaba la Gran Nube de la Verdad, Dharmamega, el fin último. Empecé a ver mi primera estrella a eso de las diez; de pronto se disipó parte de la niebla y creí ver montañas, inmensas e imponentes formas que cerraban el paso, negras y blancas con nieve en la cima y, tan cerca que casi di un salto. A las once pude ver el lucero de la tarde por encima del Canadá, hacia el norte, y creí distinguir una franja naranja de puesta de sol detrás de la niebla, pero todo esto se me fue de la cabeza ante el ruido que hacían las ratas arañando la puerta del sótano. En el desván, los ratones corrían sobre sus patitas negras entre granos de arena y arroz y trastos dejados allí por generaciones enteras de perdedores del Desolación.
"Vaya, vaya -pensé-, ¿conseguiré que me llegue a gustar? Y si no, ¿cómo me las arreglaré para largarme?"
Lo mejor sería irse a la cama y hundir la cabeza dentro del saco.
En mitad de la noche, mientras estaba medio dormido, abrí los ojos un poco, y de repente me desperté con los pelos de punta: acababa de ver un enorme monstruo negro ante mi ventana. Lo miré y vi que tenía una estrella encima. Era el monte Hozomeen que estaba a muchos kilómetros de distancia, en el Canadá, y se inclinaba sobre mi cabaña para atisbar por la ventana. La niebla había desaparecido por completo y era una noche estrellada. ¡Joder con la montaña! Tenía la misma forma inolvidable de una torre de brujas que Japhy la había dado con su pincel cuando la dibujó en aquel cuadro que colgaba de la arpillera de las paredes de Corte Madera. Era una elevación de rocas que daban vueltas y vueltas en espiral hasta alcanzar la cumbre donde una perfecta torre de brujas terminada en punta señalaba al infinito. Hozomeen, Hozomeen, la montaña más siniestra que había visto nunca. Y la más hermosa también en cuanto llegué a conocerla bien y vi detrás de ella la Aurora Boreal reflejándose en todo el hielo del Polo Norte desde el otro lado del mundo.