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– Pero ¿qué entiendes tú por Dios?

– Simplemente Tathagata, si quieres.

– Bueno, pues en los sutras dice que Dios, o Tathagata, no creó el mundo a partir de sus entrañas, sino que apareció debido a la ignorancia de los seres vivos.

– Pero él también creó a esos seres vivos y a su ignorancia. Es una pena todo esto. No descansaré hasta que averigüe por qué, Japhy, por qué.

– ¡Oye! ¡No inquietes tanto la esencia de tu mente! Recuerda que en la pura esencia mental, Tathagata nunca se hace la pregunta por qué; ni tan siquiera le proporciona sentido.

– Bien, entonces en realidad nunca pasa nada. Me tiró un palo y me dio en un pie.

– Bien, eso no ha pasado -dije.

– En realidad, no lo sé, Ray, pero comprendo que te entristezca el mundo. Sin duda es muy triste. Fíjate en la fiesta de la otra noche. Todos querían pasarlo bien e hicieron esfuerzos para conseguirlo, y, sin embargo, al día siguiente nos despertamos bastante tristes y alejados unos de otros. ¿Qué piensas de la muerte, Ray?

– Creo que la muerte es nuestra recompensa. Cuando uno muere va directamente al Cielo del nirvana, y se acabó lo que se daba.

– Pero supón que renacieras en el infierno y que los demonios te meten bolas de acero al rojo vivo por la boca. -La vida ya me ha metido mucho acero por la boca. Pero creo que eso sólo es un sueño preparado por unos cuantos monjes histéricos que no entendían la serenidad del Buda bajo el Árbol Bo, o ni siquiera la de Cristo mirando desde lo alto a sus torturadores y perdonándolos.

– ¿De verdad que te gusta Cristo?

– Claro que sí. Y, a fin de cuentas, hay un montón de gente que dice que es Maitreya, el Buda que se había profetizado que aparecería después de Sakyamuni. ¿Sabes? Maitre va en sánscrito significa "Amor", y Cristo todo el tiempo habla de amor.

– ¡No empieces a predicar el cristianismo! Ya te estoy viendo en tu lecho de muerte besando un crucifijo lo mismo que el viejo Karamazov o como nuestro viejo amigo Dwight Goddard que fue budista toda su vida y de repente, en sus últimos días, volvió al cristianismo. ¡Nunca me pasará una cosa así! Quiero estar todas las horas del día en un templo solitario meditando delante de una estatua de Kwannon que está encerrada porque no la puede ver nadie: es demasiado poderosa. ¡Dale duro, viejo diamante!

– Ya verás lo que pasa cuando baje la marea.

– ¿Te acuerdas de Rol Sturlason, aquel amigo mío que fue a Japón a estudiar las rocas de Ryoanji? Fue en un mercante que se llamaba Serpiente Marina, así que pintó una serpiente marina con sirenas en una mampara del comedor y la tripulación quedó encantada y todos querían convertirse en Vagabundos del Dharma inmediatamente. Ahora anda subiendo el sagrado monte Hiei, de Kioto, seguramente con medio metro de nieve, pero sigue sin desviarse por donde no hay senderos, paso a paso, atravesando espesos bambúes y pinos retorcidos como los de los dibujos. Los pies húmedos y sin acordarse de comer. Así es como hay que escalar.

– Por cierto, ¿qué ropa vas a llevar en el monasterio? -¡Hombre! Lo adecuado. Prendas al estilo de la Dinastía Tang. Un largo hábito negro con amplias mangas y extraños pliegues. Para sentirme así oriental de verdad.

– Alvah dice que mientras hay gente como nosotros que anda muy excitada queriendo parecer orientales, ahora los orientales se dedican a leer a los surrealistas y a Charles Darwin, y que están locos por vestirse a la moda occidental.

– En cualquier caso, Oriente se funde con Occidente. Piensa en la gran revolución mundial que se producirá cuando el Oriente se funda de verdad con el Occidente. Y son los tipos como nosotros los que inician el proceso. Piensa en los millones de tipos del mundo entero que andan por ahí con mochilas a la espalda en sitios apartados, o viajando en autostop.

– Eso suena a los primeros días de las Cruzadas, con Walter el Mendigo y Pedro el Ermitaño encabezando grupos harapientos de creyentes camino de Tierra Santa.

– Sí, pero aquello tenía la siniestrez y miseria europeas. Quiero que mis Vagabundos del Dharma lleven la primavera en el corazón con todo él florecido y los pájaros dejando caer sus pequeños excrementos y sorprendiendo a los gatos que hace un momento querían comerlos.

– ¿En qué estás pensando?

– Me limito a hacer poemas mentales mientras trepo hacia el monte Tamalpais. Mira allí arriba, es un monte maravilloso, el más hermoso del mundo. ¡Qué forma tan bella! Me gusta el Tamalpais de verdad. Dormiremos allí esta noche. Nos llevará hasta última hora de la tarde alcanzarlo. La zona de Marin era mucho más frondosa y amena que la áspera zona de la sierra por donde trepamos el otoño anterior: todo eran flores, árboles, matorrales, pero al lado de la senda también había gran cantidad de ortigas. Cuando llegamos al final del alto camino polvoriento, de repente nos encontramos en un denso bosque de pinos y seguimos un oleoducto a través de la espesura, tan umbría que el sol de la mañana penetraba con dificultad y hacía fresco y estaba húmedo. Pero el olor era puro: a pinos y madera húmeda. Japhy no paró de hablar en toda la mañana. Ahora que estaba una vez más en pleno monte, se comportaba como un chiquillo.

– Lo único malo de ese asunto del monasterio japonés es que, a pesar de toda su inteligencia y sus buenas intenciones, los norteamericanos de allí saben muy poco de lo que pasa en Norteamérica y de los que estudiamos budismo por aquí. Y, además, no les interesa la poesía.

– ¿Quiénes dices?

– Pues los que me mandan allí y pagan los gastos. Gastan mucho dinero preparando elegantes escenas de jardines y editando libros de arquitectura japonesa, y toda esa porque ría que no le gusta a nadie y que sólo les resulta útil a las divorciadas norteamericanas ricas en gira turística por Japón. En realidad, lo que debían de hacer era construir o comprar una vieja casa japonesa y tener una huerta y un sitio donde estar y ser budista, es decir, algo auténtico y no uno de esos bodrios habituales para la clase media norteamericana con pretensiones. De todos modos, tengo muchas ganas de encontrarme allí. Chico, hasta me puedo ver por la mañana sentado en la estera con una mesa baja al lado, escribiendo en mi máquina portátil, y con el hibachi cerca y un cacharro de agua caliente y todos mis papeles y mapas, la pipa y la linterna, todo muy ordenado; y afuera ciruelos y pinos con nieve en las ramas, y arriba el monte Heizan con la nieve espesándose, y sugi e hinoki alrededor, y los pinos, chico, y los cedros… Templos escondidos que se encuentran al bajar por senderos pedregosos; sitios fríos muy antiguos con musgo donde croan las ranas, y dentro estatuillas y lámparas colgantes y lotos dorados y pinturas y olor a incienso y arcones lacados con estatuas. -Su barco zarpaba dentro de un par de días-. Pero me da pena dejar California… a lo mejor por eso quiero echarle una ojeada final hoy, Ray.

Desde el umbrío bosque de pinos subimos a un camino donde había un refugio de montaña. Luego cruzamos el camino, y después de andar entre maleza cuesta abajo, llega mos a un sendero que probablemente no conocía nadie, a excepción de unos cuantos montañeros y, de pronto, ya estábamos en los bosques del Muir. Era un extenso valle que se abría varios kilómetros ante nosotros. Seguimos tres kilómetros por una vieja pista forestal y entonces Japhy subió por la ladera hasta otra pista que nadie habría imaginado que se encontraba allí. Seguimos por ella, subiendo y bajando a lo largo de un torrente con troncos caídos que nos permitían cruzarlo y, de vez en cuando, puentes que, según Japhy, habían construido los boys scouts: eran árboles serrados por la mitad con la parte plana hacia arriba sobre la que se podía caminar. Luego trepamos por una empinada ladera cubierta de pinos y salimos a la carretera. Subimos una loma con hierba y salimos a una especie de anfiteatro de estilo griego con asientos de piedra alrededor de algo parecido a un escenario también de piedra dispuesto como para hacer representaciones tetra dimensionales de Esquilo y Sófocles. Bebimos agua y nos sentamos y nos quitamos las botas y contemplamos la silenciosa obra de teatro desde los asientos de piedra. A lo lejos, se veía el puente del Golden Gate y San Francisco todo blanco.

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