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Los perros también meditaban. Todos estábamos absolutamente quietos. El campo entero estaba helado y silencioso a la luz de la luna, no había ni siquiera los leves ruidos de los conejos o los mapaches. Un frío silencio absoluto. Quizá un perro ladraba a unos ocho kilómetros hacia Sandy Cross. Sólo llegaba el débil, debilísimo ruido de enormes camiones rodando en la noche por la 301, a unos veinte kilómetros, y por supuesto el rumor ocasional de las máquinas diesel de la Atlantic Coast Line, con pasajeros o mercancías, yendo hacia el norte y el sur, a Nueva York y Florida. Una noche bendita. Inmediatamente caí en un trance carente de pensamientos donde de nuevo se me reveló: "Este pensar ha cesado."

Y suspiré porque ya no tenía que pensar y sentí que todo mi cuerpo se sumergía en una bienaventuranza en la que no podía dejar de creer, completamente relajado y en paz con todo el efímero mundo del sueño y del que sueña y del propio soñar. Acudían además a mí todo tipo de pensamientos, como: "Un hombre que practica la bondad en el campo merece todos los templos que levanta este mundo."

Y alargué la mano y acaricié al viejo Bob, que me miró contento.

"Todas las cosas vivas y muertas como estos perros y yo van y vienen sin ninguna duración o sustancia propia, Dios mío, y con todo, posiblemente ni existamos. ¡Qué extraño, qué valioso, qué bueno para nosotros! ¡Qué horror si el mundo hubiera sido real, porque si fuera real, sería inmortal!"

Mi impermeable de nailon me protegía del frío, como una tienda de campaña a la medida, y me quedé mucho tiempo allí sentado, con las piernas cruzadas, en los bosques invernales de medianoche, por lo menos una hora. Luego volví a casa, me calenté con el fuego del cuarto de estar mientras los demás dormían, después me metí en el saco que estaba en el porche y me quedé dormido.

La noche siguiente era Nochebuena y la pasé con una botella de vino delante de la televisión disfrutando del programa y de la misa de gallo de la catedral de San Patricio, en Nueva York, con obispos oficiando, y ceremonias resplandecientes y fieles; los sacerdotes con sus vestiduras de encaje blanco como la nieve ante grandes altares que no eran ni la mitad de grandes que mi lecho de paja de debajo del pequeño pino, me imaginé. Luego, a medianoche, muy silenciosos, los pequeños padres, mi hermana y mi cuñado, pusieron los regalos bajo el árbol, y aquello resultó más glorioso que todos los Gloria in Excelsis Deos de la Iglesia de Roma y de todos sus obispos.

"Pues, después de todo -pensé-, Agustín era un eunuco y Francisco mi hermano idiota."

Mi gato Davey, de repente, me bendijo, dulce gato, al saltar a mi regazo. Cogí la Biblia y leí un poco de San Pablo junto a la estufa caliente y las luces del árbol:

"Dejad que se vuelva necio para que pueda volverse sabio."

Y pensé en el bueno de Japhy y deseé que estuviera disfrutando de la Nochebuena conmigo.

"Ahora ya estáis colmados -dice San Pablo-, ya os habéis vuelto ricos. Los santos juzgarán el mundo."

Luego, en una explosión de hermosa poesía, más hermosa que todas las lecturas de poesía de todos los Renacimientos de San Francisco, añade:

"Alimentos para el vientre, y el vientre para los alimentos; pero Dios reducirá a nada a ambos."

"Sí -pensé-. Se paga con el hocico lo que tiene una vida tan corta…"

Esa semana me quedé solo en casa, pues mi madre tuvo que ir a Nueva York a un funeral y los otros trabajaban. Todas las tardes iba al pinar con los perros, y leía, estu diaba, meditaba bajo el cálido sol del invierno sureño, y luego volvía y preparaba la cena para todos al atardecer. Además, instalé una cesta y practicaba el baloncesto a la puesta del sol. Por la noche, una vez que se habían acostado, volvía al bosque bajo la luz de las estrellas e incluso bajo la lluvia con mi impermeable. El bosque me aceptaba. Me divertía escribiendo poemas al estilo de Emily Dickinson, como:

"Enciende una hoguera, combate a los mentirosos. ¿Qué diferencia hay en la existencia?" O: "Una semilla de sandía produce una necesidad, grande y jugosa, igual que la autocracia." "Que todo florezca y haya bienaventuranza por siempre jamás", rezaba en el bosque por la noche. Seguía componiendo nuevas y mejores oraciones. Y más poemas, como cuando cae la nieve:

"No frecuente, la sagrada nieve, tan suave, la sagrada fuente." Y en cierta ocasión escribí: "Los Cuatro Inevitables: 1. Libros Mohosos. 2. Naturaleza sin Interés. 3. Existencia Insulsa. 4. Nirvana Vacío; ¡cómpralos, muchacho!"

O escribía en tardes aburridas cuando ni el budismo ni la poesía ni el vino ni la soledad ni el baloncesto conseguían dominar mi perezosa pero inquieta carne:

"Nada que hacer, ¡oh, vaya! Prácticamente sólo tristeza." Una tarde contemplaba a los patos en la zona de los cerdos del otro lado de la carretera, y era domingo, y los predicadores gritaban por radio Carolina y escribí: "Imaginaos a todos los gusanos eternos vivos y muertos y los patos se los comen…, ahí tenéis el sermón de la escuela dominical."

En un sueño oía las palabras:

"El dolor no es sino el soplo de una concubina." Pero en Shakespeare eso se diría: "¡Ay, a fe mía que suena demasiado frío."

Y entonces, de repente, una noche después de cenar, cuando paseaba por la fría y ventosa oscuridad del patio, me sentí tremendamente deprimido y me tiré al suelo y grité: "¡Voy a morir!" porque no había nada más que hacer en la fría soledad de esta dura tierra inhóspita, y al momento la suave bendición de la iluminación fue como leche en mis párpados y me sentí confortado. Y me di cuenta de que ésta era la verdad que Rosie conocía, y también todos los demás muertos, mi padre muerto y mi hermano muerto y los tíos y tías y primos muertos, la verdad que se realiza en los huesos del muerto y que está más allá del Árbol de Buda y de la Cruz de Jesús. Cree que el mundo es una flor etérea y vive. ¡Yo sabía esto! También sabía que yo era el peor vagabundo del mundo. La luz del diamante estaba en mis ojos.

Mi gato maulló junto a la nevera, ansioso de ver qué maravilloso deleite contenía. Le di de comer.

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