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Todas mis lágrimas no eran en vano. Al fin todo funcionaba.

Después callejeé y compré una especie de rosquilla caliente, luego dos naranjas a una chica, y volví a cruzar el puente al caer la tarde y me dirigí contento a la frontera. Pero allí me detuvieron tres desagradables guardias norteamericanos y registraron hoscos toda la mochila.

– ¿Qué ha comprado en México?

– Nada.

No me creían. Siguieron registrando. Después de manosear los paquetes de patatas fritas de Beaumont que me habían sobrado y las uvas pasas y los cacahuetes y las zanahorias, y las latas de cerdo y judías compradas para el camino, y los bollos de pan integral, se asquearon y me dejaron seguir. Era divertido, de verdad; esperaban encontrar una mochila llena de opio de Sinaloa, seguro, o yerba de Mazatlán, o heroína de Panamá. A lo mejor creían que venía caminando desde Panamá. No conseguían situarme.

Fui a la estación de los autobuses Greyhound y compré un billete hasta El Centro y la autopista principal. Pensaba coger el Fantasma de Medianoche para Arizona y estar en Yuma aquella misma noche y dormir en el cauce del Colorado, que hacía tiempo que me atraía. Pero las cosas se estropearon; en El Centro fui a la estación y anduve por allí, y por fin hablé con un maquinista que hacía señales a una máquina en maniobras.

– ¿Dónde está el Silbador?

– No pasa por El Centro.

Me sorprendió mi estupidez.

– El único mercancías que puedes coger pasa antes por México, luego por Yuma, pero te encontrarán y te echarán a patadas y terminarás en un calabozo mexicano, tío.

– Ya tengo bastante de México, gracias.

Así que me fui al cruce del pueblo donde los coches doblan hacia el este, camino de Yuma, y empecé a hacer autostop. Durante una hora no tuve suerte. De repente, un gran camión se paró al lado; el chófer se bajó y se puso a rebuscar en una maleta.

– ¿Va hacia el este? -pregunté.

– En cuanto me divierta un poco en Mexicali. ¿Conoces algo de México?

– Viví allí años.

Me miró de arriba abajo. Era un buen tipo, gordo, alegre, del Medio Oeste. Le gusté.

– ¿Qué te parece si me enseñas algo de Mexicali esta noche y luego te llevo a Tucson?

– ¡Estupendo!

Subimos al camión y volvimos directamente a Mexicali por la carretera que acababa de recorrer en autobús. Pero merecía la pena llegar hasta Tucson. Aparcamos el camión en Calexico, que ahora estaba tranquilo, eran las once, v pasamos a Mexicali y le aparté de las casas de putas para turistas y le llevé a los auténticos y viejos salones mexicanos donde había chicas que bailaban por un peso y tequila de verdad v diversión a montones. Fue una noche estupenda; el camionero bailó y se divirtió, se hizo una foto con una chica y se bebió unos veinte tequilas. En un determinado momento de la noche se nos unió un tío de color que era algo marica pero terriblemente divertido y nos llevó a una casa de putas, y luego, cuando salíamos, un policía mexicano le quitó su navaja automática.

– Es la tercera navaja que estos hijoputas me quitan este mes -dijo.

Por la mañana, Beaudrv (el camionero) y yo volvimos al camión con los ojos hinchados y resaca y él no perdió tiempo v se dirigió directamente -a Yuma sin volver a El Centro por la estupenda autopista 98 sin tráfico y recta durante más de ciento cincuenta kilómetros llegando a Gray Wells a ciento treinta por hora. En seguida llegaríamos a Tucson. Habíamos tomado un almuerzo ligero en las afueras de Yuma y ahora decía que tenía ganas de una buena chuleta.

– Lo malo es que en estos sitios para camioneros nunca tienen las grandes chuletas que a mí me gustan.

– Bueno, pues sólo tienes que aparcar el camión delante de uno de esos supermercados de Tucson que hay junto a la autopista y te compro una chuleta de cinco centímetros de grosor y nos paramos en el desierto y enciendo una hoguera y te preparo la mejor chuleta de tu vida.

No me creía, pero así lo hice. Dejadas atrás las luces de Tucson en un atardecer rojo fuego sobre el desierto, se detuvo y encendí una hoguera con ramas de mezquite, añadiendo ramas mayores y luego troncos según se iba haciendo de noche, v cuando las brasas estuvieron listas traté de poner la carne encima sujeta en un espetón, pero éste se quemó, así que freí las enormes chuletas en su propia grasa en mi maravillosa sartén nueva y le di mi navaja y se la zampaba diciendo:

– Ñam, ñam, es la mejor chuleta que he comido en mi vida.

También había comprado leche, así que teníamos sólo chuletas y leche, un gran banquete de proteínas, sentados allí en la arena mientras los coches pasaban zumbando por la autopista junto a nuestra pequeña hoguera.

– ¿Dónde aprendiste todas estas cosas tan divertidas? -me dijo, riendo-. Bueno, va sabes que cuando digo divertidas no las desprecio para nada, sé lo que valen. Aquí me tienes matándome con este trasto yendo y viniendo de Ohio a Los Ángeles y gano más de lo que tú has tenido en toda tu vida de vagabundo, pero eres el único que disfruta la vida Y, no sólo eso, además lo haces sin trabajar ni necesitar un montón de dinero. Vamos a ver, ¿quién es más listo, tú o yo?

Y tenía una preciosa casa en Ohio, y mujer, hija, árbol de Navidad, dos coches, garaje, césped, cortadora de césped, pero no podía disfrutar de nada de eso porque de hecho no era libre. Era la triste verdad. No quiero decir que yo fuera mejor que él, nada de eso, era un tipo estupendo y yo le gustaba y él me gustaba y dijo:

– Bien, voy a decirte una cosa, ¿qué te parece si te llevo hasta Ohio?

– ¡Estupendo! Así casi me dejarás en casa. Voy al sur de allí, a Carolina del Norte.

– Al principio dudaba en proponértelo por los tipos del seguro Markell, ¿sabes que si te encuentran viajando conmigo perderé mi empleo?

– Vaya, coño… Es algo realmente jodido.

– Sin duda lo es, pero te digo una cosa, después de esta chuleta que me has preparado, aunque haya tenido que pagarla yo, pero que tú has cocinado y aquí estás lavando los platos con arena, sólo puedo decirte que se metan el empleo en el culo, pues ahora eres mi amigo y tengo derecho a llevar a un amigo en el camión.

– De acuerdo -dije-, y rezaré para que no nos paren esos tipos del seguro Markell.

– Si tenemos buena suerte no lo harán, pues ahora es sábado y estaremos en Springfield, Ohio, hacia el amanecer del martes si piso a fondo este trasto y eso es más o menos lo que dura su fin de semana.

¡Y vaya si pisó a fondo el trasto! Desde aquel desierto de Arizona zumbamos a través de Nuevo México, tomamos el atajo que lleva de Las Cruces a Alamogordo, donde hicieron explotar la primera bomba atómica y donde yo tuve una extraña visión cuando pasábamos a toda velocidad: al ver las nubes por encima de las montañas de Alamogordo parecía que tenían impresas en el cielo estas palabras: "Esto es la Imposibilidad de la existencia de todo."

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