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María puso todas las fotografías encima de las piernas: casi todas en blanco y negro, de cuando Lucas y María eran otra cosa. Roma estaba en una silla porque no cabían los cuatro en el sofá; Marcos le pasaba las fotografías de una en una, y era María quien daba las explicaciones, de una en una también. Las explicaciones tenían sesenta años la más joven.
Y las fotografías suelen ser aburridas. Pero siempre hay una que no es aburrida. Y esta vez era una de un tío de Lucas y de María la fotografía que no era aburrida. El tío de Lucas y María tenía los ojos rectangulares; es posible que los más rectangulares del mundo. Y se llamaba Ezequiel o Zacarías o Celerino. Marcos no podía recordar todos los nombres (ni los de la única fotografía no aburrida); Roma tampoco. Y María les explicó que querían mucho al tío y que era rico y curioso; que fumaba en pipa, como Ángel, como Matías; que tenía doce hijas, y que cuando la compañía del ferrocarril cambió el tren viejo por el nuevo, le dolió mucho, o eso era lo que él decía, y que compró un vagón del tren viejo y lo puso al lado de su casa, y que se pasó tres domingos limpiándolo y dejándolo como para que volviese a andar. Y que en aquel vagón jugaba todo el que quería jugar en un vagón de tren, que era todo el mundo o casi todo el mundo.
Que hubo una temporada que estuvo el tío bastante flojo, con una gripe fuerte, y que un día se levantó de la cama con fiebre y le dio fuego al vagón. Pero que cuando murió treinta años después, seguía arrepentido por haber quemado el vagón, y les seguía pidiendo perdón a sus hijas, que estaban ya casadas todas menos dos, y les pedía perdón a todos los que habían jugado en el vagón y le pedía perdón, también, a María. De eso se acordaba María: de su tío muriéndose y pidiéndole perdón, y de que nunca habían jugado tan perfecto como cuando subían al vagón y se iban hasta Bagdad, hasta Nueva Zelanda o, incluso, hasta Madrid.
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POSOLOGÍA. El tratamiento deberá iniciarse con 40 mg al día los dos primeros días, administrados en una sola dosis o en dosis divididas. Para el siguiente periodo de tratamiento de 7 a 14 días, la dosis deberá reducirse a 20 mg diarios.
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En la televisión apareció un pequeño grupo de chinos: unos doscientos mil. Encima de una alfombra roja, las cámaras enfocaron al presidente de China; chino también. De los allí reunidos, muy pocos tuvieron la suerte de ver al presidente, porque era un presidente mínimo; pero los que le pudieron ver eran, ante todo, chinos. Sin embargo, parecía que entre la multitud había un relojero croata nacido en Liechtenstein. O eso fue, al menos, lo que dijo el presidente en su discurso. La gente no entendió lo del relojero, pero pensó que sería una parábola, o que, quizá, el presidente no había dicho nada de eso; de hecho, el habla del presidente tenía un toque retorcidamente dialectal para el 73% de los chinos.
El presidente iba a visitar un templo budista. Era una visita oficial pero, en la siguiente escena, dentro del templo, parecía un creyente de verdad el presidente. Marcos, cómo no, se angustió.
Y siempre que en la televisión hablan sobre China, se suele mencionar el Nepal, o al revés. Y siempre que se menciona el Nepal aparecen imágenes de los ochomiles. Imágenes de archivo. Y Lucas agradeció las imágenes, pero también se empezó a marear un poco, y a desasosegarse, porque no recordaba ningún nombre. De ningún ochomil.
Y siempre que en la televisión dan noticias del mundo, suelen hacer un esfuerzo para hablar de África. Y Etiopía igual, o Sierra Leona si no. Y en Sierra Leona los escolares que mutilaban los soldados. Y entre los escolares una niña, y «yo les pedí a los soldados que sólo me cortasen la mano izquierda, que la otra, la derecha, la necesitaba para escribir, que me gusta mucho escribir, y los soldados me cortaron las dos, por hablar demasiado, porque dicen los soldados que no es bueno hablar tanto».
Marcos pensó que la palabra mutilare es puro latín y que tiene unas vocales largas y otras cortas.
María. Ficciones
Hace siete días ya que llegué aquí. Hace siete días que me dije voy a salir de la estación. Y no me he arrepentido. Bueno, ahora sí estoy empezando a arrepentirme un poco. Ésta es una ciudad grande, y lo que son grandes son sobre todo las calles, y los palacios también. También tiene un río, bastante ancho. Y puentes, claro. Eso es lo primero que vi. Un puente de hierro. Vi el puente antes de ver el río. Es de hierro, pero tiene el suelo de madera y se ve el río por los agujeros del suelo de madera. Aparte de eso es un puente normal.
No había nadie en el puente cuando llegué, el primer día. Puede que por el frío. O por la niebla. La cosa es que no había nadie en el puente y que yo me puse en la mitad del puente. O por lo menos calculé que era la mitad. Después miré hacia una parte del río y hacia la otra. Hacia una parte y hacia la otra. Desde el puente se veía el río, y una isla encima del río, y más puentes. Y fue allí donde me volvió a pasar lo de la impresión, lo de los zepelines y todo lo demás, lo que me tenía que pasar en los trenes. Lo que estaba buscando que me pasara en los trenes me pasó allí, en un puente. Entonces me quedé tranquila, y contenta, porque no tenía que seguir buscando, porque los trenes se mueven pero los puentes no. Porque a partir de entonces podría ir al puente siempre que quisiera, a disfrutar y a estar en la mitad del puente. Más o menos.
Estuve casi hora y media allí, y empezó a pasar gente, mirándome con gestos, pero yo estaba a gusto allí, hasta que empecé a temblar. Luego vine a este hostal.
Volví al día siguiente y sentí algo parecido. No tanto como en la víspera. No. Además, no estuve ni media hora, porque la lluvia era fría y con gotas gordas.
Pero volví por la tarde al puente, y también por la noche. Y la cosa es que no sentí nada ya. Tampoco al tercer día, ni al cuarto. Hace siete días que salí de la estación, y he ido veintitrés veces al puente. Y ya nada.
Ahora estoy empezando a arrepentirme. Creo que quiero ir a casa, porque me acuerdo de mi madre y me acuerdo del cuarto de baño y de los cuadernos y de los gatos. Pero de sobra sé, y eso es lo más curioso, que cuando llegue a casa me acordaré de todos los trenes que he cogido y, sobre todo, del puente con el suelo de madera con agujeros y de hierro negro.
5 de abril
Marcos
Ya sé por qué no me gusta el jazz. He hecho un esfuerzo muy grande para que me guste el jazz. Imposible. De hecho, es bien elegante decir «Yo escucho, sobre todo, jazz». Hay que decir sobre todo y hay que decir escuchar, no otro verbo. Acto seguido, para ilustrar ese efusivo comentario, conviene nombrar tres o cuatro músicos de Nueva Orleans, o de Filadelfia como mínimo, tres muertos y uno vivo (siempre en esa proporción).
Por eso he hecho yo un gran esfuerzo para que me guste el jazz. Me he pasado días enteros escuchando jazz. Pero ahora sé por qué no me gusta: por la trompeta. La trompeta es un ser bastante antipático.
Mucho más cariñosos que las trompetas son, quién va a empezar a negarlo ahora, los violines y los banjos. Pero, claro, no tiene ni gota de categoría decir «Yo escucho, sobre todo, música celta». Y mucho menos si, acto seguido, se nombran tres o cuatro cantantes antiestéticos, todos vivos además. Pero casi nadie conoce el libro que escribió Robert McKenna en 1926. Lo único que hizo Robert McKenna en su vida fue tocar el banjo (una vez cantó), y, ya de viejo, escribir un libro. Y la pena es que no escribiera diez. Cada cuatro o cinco páginas, McKenna escribía esto (siempre igual): «He visto gente escuchando música. He visto gente que no muere. Como si no fuera lo mismo».