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Por eso me he ido hoy de casa. Sin avisar. Ya sé que cuando vuelva vamos a tener fiesta en casa. Me he ido así y todo.

Primero he cogido el tren del pueblo. Pero es demasiado conocido, y moderno. Yo creo que si tengo que encontrar algo lo voy a encontrar en algún sitio raro, pero el tren del pueblo lo conozco mucho y es muy normal.

Se han sentado dos monjas enfrente de mí, y una de ellas quería recordarle a la otra un poema que había olvidado (no sé seguro si era un poema o una receta de cocina). Entonces he querido creer que sentía algo, pero no he sentido. He querido creer. Pero no ha habido ni impresión, ni zepelines, ni nada. Ha sido corriente y ha sido común. Ha sido sin más.

Después he cogido otro tren, el del sur, el que va hasta el final de la provincia. He mirado mucho por la ventana y he pensado, vete a saber por qué, en mis intestinos, en cómo estarían. Cuando en una estación se han ido todos los que estaban en el tren, me han entrado ganas de reír. Y me he reído. Sin sustancia. Entonces ha entrado un hombre joven al vagón, y no he podido aguantarme y me he seguido riendo. Pero menos, claro. El hombre llevaba gafas redondas y se peinaba como hace setenta años, y no tenía en la cara ni granos ni nada. Ahora estoy en casa. Y disfruto recordando el día, aunque no haya servido para mucho al final. Diría que hasta estoy a gusto. Si no fuera por la histeria de mi madre. Desde el baño se la oye menos. Ahora estoy encerrada en el baño. Porque en el baño se oye poco, si se quiere oír poco.

Marcos

Ha sido triste. Entrar a la biblioteca y, como siempre, mirar en todos los estantes, sin orden, de libro en libro, los leídos y los no leídos, y recordar qué era lo que había ido a buscar (Borges, Jorge Luis) y empezar a mirar metódicamente: Bor, Bor, Bor…, y en vez de Borges encontrar «Boralli, Ivan» y extrañarme, porque no conozco a Boralli de nada y porque he preguntado después a gente que sabe mucho de literatura y ellos tampoco, y coger el libro, Los diez anteojos, 1876, y ha sido triste: no porque yo o mis amigos o todas las enciclopedias del mundo o Internet no conozcamos a Boralli, sino porque el hijo de la hija de la hija del hijo del propio Boralli tampoco lo conoce; porque suficiente tiene con saber cómo se reenvía un mensaje de correo electrónico o con recordar el título de un libro escrito por un ex futbolista ex rumano. Ha sido triste, igualmente, sospechar que Ivan Boralli no haya sido más que un estorbo para encontrar lo que estaba buscando (Borges, Jorge Luis).

Luego me he acordado de lo que yo mismo llevo escrito hasta ahora. Y me he imaginado que mi nombre es Ivan Boralli, o algún otro más vulgar; que voy a ser un estorbo más en una biblioteca, dentro de ciento once años. Además, el verdadero Ivan Boralli sería, seguramente, notario de prestigio, y la gente le saludaría con nervios en las piernas, los domingos. Se sabe, por otra parte, que su erudición era enciclopédica y su carisma escandaloso.

Así que he reconocido que estoy diez puntos por debajo de Boralli. De hecho, ser notario son dos puntos, la erudición enciclopédica otros tres y el carisma cinco.

Y siempre que voy a la biblioteca me pasa lo mismo, con Ivan Boralli, con Antanas Dztnik o con Erhard Horel Beregor. Ellos son los viejos y yo soy el nuevo, y me puedo reír de lo que escribieron, y rara vez me contestan.

Pero esa impresión no sólo la tengo en la biblioteca; pienso lo mismo cuando veo astronautas. En ese caso, sin embargo, los astronautas son los nuevos y yo el viejo. Y son ellos los que se ríen de mí, y soy yo el que no puede contestar. O sí.

Al final no he cogido ningún libro de Borges. Dicen que la nariz de Borges era lo más parecido a una enciclopedia.

Marías. Cartas

Ya lo ha decidido mi padre: voy a ser abogado. Voy a estudiar en Madrid, en una pensión, y voy a tener buenas calificaciones. Después voy a poner un despacho allí mismo, en algún sitio céntrico, voy a trabajar hasta las nueve de la noche y voy a casarme enseguida. Voy a tener cuatro hijos, y un señor, de nombre Pedro, me llamará abuelo antes de que me dé cuenta de que tengo setenta y tres años.

Estoy muy contento, Lucas. Mi vida no tiene agujeros; para eso está mi padre. Pero vamos a imaginar, por un momento, que no me disgustan los agujeros, y que hace tiempo que han debido de marcharse de Madrid las cosas que me gustan a mí. Porque es imposible pensar que en Madrid queden todavía, por ejemplo, ranas. Y eso es lo que me gusta a mí a veces: ir a donde las ranas. Y en Madrid no podría ir a donde las ranas, ni a dónde Juan, ni a donde Tomás, ni a donde ti.

Tú eres un poco igual que yo, y te gusta más hacer regalos que trabajar. Y en vez de hacer muebles para vender, pasas más tiempo haciendo relojes para los amigos, para regalar. A mí también me gustaría cerrar el taller a las seis (o antes), para ir a pasear con Juan, o con Ángel, o con Tomás, o con todos. O, mejor, con aquella chica que conociste el otro día (Rosa creo que se llamaba).

También iría a gusto a Madrid. Pero no así. Algo ya aprendería en Madrid. Madrid es un sitio interesante; no para un abogado, sino para alguien que le guste ir a donde las ranas, porque en Madrid sentiría nostalgia de las ranas, que es la nostalgia más noble. Ya iré algún día a Madrid. No ahora. Ahora he hecho las pruebas para conductor de tranvía.

Lucas. Ejercicios

El mercurio por ejemplo. Imagina una gota de mercurio encima de una mesa de mármol. Luego levanta la mesa y deja resbalar al mercurio. Es como agua pero más perfecto, porque es metal y porque no se seca. Si tiras agua por un cristal, se esparce y se derrite. Y se seca además. El mercurio no. El mercurio es la gota más perfecta que existe. Y aunque el acero sea muy espectacular, el mercurio es más espectacular que el acero, porque es líquido, y frío. El mercurio es una cosa curiosa.

Una vez le hice un reloj de cuco a un cliente. Por fuera era normal. De buena madera pero normal. Lo diferente era el cuco. La mitad era de madera (de haya) y la otra mitad de cristal. La parte de cristal la hice vacía. Después la rellené con mercurio. Quedó elegante. Quedó como para vivir con él. Creo que le gustó al cliente. Era médico. Don Álvaro. El único médico entonces. Hoy todo el mundo es médico.

Tomo demasiadas pastillas. Siete, nueve, diez. Más igual. Todos, todos los días. Unas son rojas y otras son marrones. Otras son blancas y se deshacen en la boca. Tengo la impresión de que me como piedra caliza, con las pastillas blancas. Casi todas las pastillas son desagradables, menos las de las diez de la noche. De un día para otro no soy capaz de acordarme de las horas de las pastillas (tengo un cuaderno). Pero de la pastilla de las diez sí me acuerdo, porque es la de después de estar hablando con Marcos y con María, cuando el día empieza a dejar de ser día, que es como solemos llamar a esa hora en esta casa. La pastilla de las diez es verde y amarilla y, aunque es más grande que las demás, la suelo tragar bastante cómodo.

Marcos nos dijo ayer que quiere encontrar un trabajo un poco más serio. Dice que es economista, que acabó la carrera hace unos años. Y que empezó otra carrera también, pero que la dejó en cuarto curso. No he entendido muy bien por qué dejó la carrera. Roma es agradable. Creo que a don Rodrigo también le gusta. Roma Malo. Dentistas de mucha fama su padre y su abuelo. Don Roberto y don Julián Malo. Roma es pelirroja.

Hoy ha sido la tercera vez que he mojado los pantalones.

María ha dicho que mañana tenemos que ir al médico. Se me había olvidado. Si lo he sabido alguna vez.

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