Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Cristina, mira quién ha venido -dijo el doctor.

Tomé la mano de Cristina y me acerqué a ella.

– Háblele -dijo el doctor.

Asentí, perdido en aquella mirada ausente, sin encontrar palabras. El doctor se incorporó y nos dejó a solas. Le vi desaparecer en el interior del sanatorio, no sin antes indicar a una de las enfermeras que no nos quitase ojo de encima. Ignoré la presencia de la enfermera y acerqué la silla a Cristina. Le aparté el pelo de la frente y sonrió.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

Podía ver mi reflejo en sus ojos, pero no sabía si me veía o si podía oír mi voz.

– El doctor me dice que pronto te vas a recuperar y que podremos irnos a casa. Adonde tú quieras. He pensado que voy dejar la casa de la torre y que nos marcharemos muy lejos, como tú querías. Donde nadie nos conozca y a nadie le importe quiénes somos ni de dónde venimos.

Le habían cubierto las manos con guantes de lana, que enmascaraban las vendas que llevaba en los brazos. Había perdido peso y tenía líneas profundas en la piel, los labios quebrados y los ojos apagados y sin vida. Me limité a sonreír y a acariciarle la cara y la frente, hablando sin parar, contándole lo mucho que la había echado en falta y que la había buscado por todas partes. Pasamos así un par de horas, hasta que el doctor regresó con una enfermera y se la llevaron al interior. Me quedé allí sentado en el jardín, sin saber adonde ir, hasta que vi aparecer de nuevo al doctor Sanjuán en la puerta. Se acercó y tomó asiento a mi lado.

– No ha dicho palabra -dije-. No creo que se haya dado ni cuenta de que yo estaba aquí…

– Se equivoca, amigo mío -repuso-. Éste es un proceso lento, pero le aseguro que su presencia la ayuda, y mucho.

Asentí a las limosnas y mentiras piadosas del doctor.

– Mañana volveremos a intentarlo -dijo.

Apenas eran las doce del mediodía.

– ¿Y qué voy a hacer hasta mañana? -pregunté.

– ¿No es usted escritor? Escriba. Escriba algo para ella.

Regresé hacia el hotel bordeando el lago. El conserje me indicó cómo encontrar la única librería del pueblo, donde pude comprar cuartillas y una estilográfica que llevaba allí desde tiempos inmemoriales. Una vez armado, me encerré en la habitación. Desplacé la mesa frente a la ventana y pedí un termo con café. Pasé casi una hora mirando el lago y las montañas en la lejanía antes escribir una sola palabra. Recordé la vieja fotografía que Cristina me había regalado, aquella imagen que mostraba a una niña adentrándose en un muelle de madera tendido hacia el mar y cuyo misterio había eludido siempre su memoria. Imaginé que me adentraba en aquel muelle, que mis pasos me llevaban tras ella y lentamente las palabras empezaron a fluir y el armazón de una pequeña historia se insinuó en el trazo. Supe que iba a escribir la historia que Cristina nunca pudo recordar, la historia que la había llevado de niña a caminar sobre aquellas aguas relucientes de la mano de un extraño. Escribiría la historia de aquel recuerdo que nunca fue, la memoria de una vida robada. Las imágenes y la luz que asomaban entre las frases me llevaron de nuevo a aquella vieja Barcelona de tinieblas que nos había hecho a ambos. Escribí hasta que se puso el sol y no quedó ni gota de café en el termo, hasta que el lago helado se encendió con la luna azul y me dolieron los ojos y las manos. Dejé caer la pluma y aparté las cuartillas de la mesa. Cuando el conserje llamó a la puerta para preguntarme si iba a bajar a cenar, no le oí. Había caído profundamente dormido, por una vez soñando y creyendo que las palabras, incluso las mías, tenían el poder de curar.

Pasaron cuatro días al son de la misma rutina. Me despertaba con el alba y salía al balcón de la habitación para ver el sol teñir de rojo el lago a mis pies. Llegaba al sanatorio a eso de las ocho y media de la mañana y acostumbraba a encontrar al doctor Sanjuán sentado en los peldaños de la entrada, contemplando el jardín con una taza de café humeante en las manos.

– ¿Nunca duerme, doctor? -le preguntaba.

– No más que usted -replicaba.

A eso de las nueve, el doctor me acompañaba hasta la habitación de Cristina y me abría la puerta. Nos dejaba a solas. Siempre la encontraba sentada en la misma butaca frente a la ventana. Acercaba una de las sillas y le tomaba la mano. Apenas reconocía mi presencia. Luego empezaba a leer las páginas que había escrito para ella la noche anterior. Cada día empezaba a leer desde el principio. A veces interrumpía la lectura y al alzar la vista me sorprendía al descubrir el asomo de una sonrisa en sus labios. Pasaba el día con ella hasta que el doctor regresaba al anochecer y me pedía que me marchase. Luego me arrastraba por las calles desiertas bajo la nieve y regresaba al hotel, cenaba algo y subía a mi habitación para seguir escribiendo hasta que me vencía la fatiga. Los días dejaron de tener nombre.

Al quinto día entré en la habitación de Cristina como todas las mañanas para encontrar vacía la butaca en la que siempre me esperaba. Alarmado, busqué alrededor y la encontré acurrucada en el suelo, hecha un ovillo contra un rincón, abrazándose las rodillas y con el rostro lleno de lágrimas. Al verme sonrió y comprendí que me había reconocido. Me arrodillé junto a ella y la abracé. No creo haber sido tan feliz como en aquellos míseros segundos en que sentí su aliento en la cara y vi que una brizna de luz había regresado a sus ojos.

– ¿Dónde has estado? – preguntó.

Aquella tarde el doctor Sanjuán me dio permiso para sacarla de paseo durante una hora. Caminamos hasta el lago y nos sentamos en un banco. Empezó a hablarme de un sueño que había tenido, la historia de una niña que vivía en una ciudad laberíntica y oscura cuyas calles y edificios estaban vivos y se alimentaban de las almas de sus habitantes. En su sueño, como en el relato que le había estado leyendo durante días, la niña conseguía escapar y llegaba a un muelle tendido sobre un mar infinito. Caminaba de la mano de un extraño sin nombre ni rostro que la había salvado y que la acompañaba ahora hasta el fin de aquella plataforma de maderos tendida sobre las aguas donde alguien la esperaba, alguien que nunca llegaba a ver, porque su sueño, como la historia que le había estado leyendo, estaba inacabado.

Cristina recordaba vagamente Villa San Antonio y al doctor Sanjuán. Se sonrojó al contarme que creía que él le había propuesto matrimonio la semana anterior. El tiempo y el espacio se confundían en sus ojos. A veces creía que su padre estaba ingresado en una de las habitaciones y que ella había venido a visitarle. Un instante después no recordaba cómo había llegado hasta allí y en ocasiones ni se lo preguntaba. Recordaba que yo había salido a comprar unos billetes de tren y, a ratos, se refería a aquella mañana en que había desaparecido como si eso hubiese ocurrido el día anterior. A veces me confundía con Vidal y me pedía perdón. En otras ocasiones el miedo ensombrecía su rostro y se echaba a temblar.

– Se acerca -decía-. Tengo que irme. Antes de que te vea.

Entonces se sumía en un largo silencio, ajena a mi presencia o al mundo, como si algo la hubiese arrastrado a algún lugar remoto e inalcanzable. Pasados unos días, la certeza de que Cristina había perdido la razón empezó a calarme hondo. La esperanza del primer momento se tino de amargura y en ocasiones, al regresar a aquella celda en mi hotel por la noche, sentía abrirse dentro de mí aquel viejo abismo de oscuridad y de odio que creía olvidado. El doctor Sanjuán, que me observaba con la misma paciencia y tenacidad que reservaba a sus pacientes, me había advertido que aquello iba a suceder.

– No tiene usted que perder la esperanza, amigo mío -decía-. Estamos haciendo grandes progresos. Tenga confianza.

Yo asentía dócil y regresaba día tras día al sanatorio para llevar a Cristina de paseo hasta el lago, para escuchar aquellos recuerdos soñados que me había relatado decenas de veces pero que ella volvía a descubrir de nuevo cada día. Todos los días me preguntaba dónde había estado, por qué no había regresado a buscarla, por qué la había dejado sola. Todos los días me miraba desde su jaula invisible y me pedía que la abrazase. Todos los días, al despedirme de ella, me preguntaba si la quería y yo siempre le respondía lo mismo.

89
{"b":"100566","o":1}