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Las luces del quirófano se extinguieron y la sala quedó en penumbra. Regresé hacia la escalinata y ascendí los peldaños que me condujeron de nuevo a la sala. La luz del amanecer se filtraba en el agua y atrapaba mil partículas en suspensión. Estaba cansado. Más cansado de lo que lo había estado jamás en toda mi vida. Me arrastré hasta la butaca y me dejé caer. Mi cuerpo se desplomó lentamente y al quedar finalmente en reposo sobre la butaca pude ver que estelas de pequeñas burbujas empezaban a corretear por el techo. Una pequeña cámara de aire se formó en lo alto y comprendí que el nivel del agua empezaba a descender. El agua, densa y brillante como gelatina, se escapaba por las grietas de las ventanas a borbotones como si la casa fuese un sumergible que emergiese de las profundidades. Me acurruqué en la butaca, entregado a una sensación de ingravidez y paz que no deseaba abandonar jamás. Cerré los ojos y escuché el susurro del agua a mi alrededor. Abrí los ojos y vislumbré una lluvia de gotas que caían muy lentamente desde lo alto, como lágrimas que se podían detener al vuelo. Estaba cansado, muy cansado y sólo deseaba dormir profundamente.

Abrí los ojos a la intensa claridad de un mediodía cálido. La luz caía como polvo desde los ventanales. Lo primero que advertí fue que los cien mil francos seguían sobre la mesa. Me incorporé y me aproximé a la ventana. Corrí los cortinajes y un brazo de claridad cegadora inundó la sala. Barcelona seguía allí, ondulando como un espejismo de calor. Fue entonces cuando me di cuenta de que el zumbido de mis oídos, que los ruidos del día solían enmascarar, había desaparecido por completo. Escuché un silencio intenso, puro como agua cristalina, que no recordaba haber experimentado jamás. Me escuché a mí mismo reír. Me llevé las manos a la cabeza y palpé la piel.

No sentía presión alguna. Mi visión era clara y me pareció como si mis cinco sentidos acabasen de despertar. Pude oler la madera vieja del artesonado de techos y columnas. Busqué un espejo, pero no había ninguno en toda la sala. Salí en busca de un baño o de otra cámara donde encontrar un espejo en que comprobar que no me había despertado en el cuerpo de un extraño, que aquella piel que sentía y aquellos huesos eran míos. Todas las puertas de la casa estaban cerradas. Recorrí el piso entero sin poder abrir una sola. Volví a la sala y comprobé que donde había soñado una puerta que conducía al sótano había sólo un cuadro con la imagen de un ángel recogido sobre sí mismo en una roca que asomaba sobre un lago infinito. Me dirigí a las escaleras que ascendían a los pisos superiores, pero tan pronto enfilé el primer vuelo de peldaños me detuve. Una oscuridad pesada e impenetrable parecía habitar más allá de donde la claridad se desvanecía.

– ¿Señor Corelli? -llamé.

Mi voz se perdió como si hubiese impactado con algo sólido, sin dejar eco ni reflejo alguno. Regresé a la sala y observé el dinero sobre la mesa. Cien mil francos. Cogí el dinero y lo sopesé. El papel se dejaba acariciar. Me lo metí en el bolsillo y me encaminé de nuevo por el corredor que conducía a la salida. Las decenas de rostros de los retratos seguían contemplándome con la intensidad de una promesa. Preferí no enfrentarme a aquellas miradas y me dirigí a la salida, pero justo antes de salir advertí que entre todos los marcos había uno vacío, sin inscripción ni fotografía. Sentí un olor dulce y apergaminado y me di cuenta de que provenía de mis dedos. Era el perfume del dinero. Abrí la puerta principal y salí a la luz del día. La puerta se cerró pesadamente a mi espalda. Me volví para contemplar la casa, oscura y silenciosa, ajena a la claridad radiante de aquel día de cielos azules y sol resplandeciente. Consulté mi reloj y comprobé que pasaba de la una de la tarde. Había dormido más de doce horas seguidas en una vieja butaca y, sin embargo, no me había sentido mejor en toda mi vida. Me encaminé colina abajo de regreso a la ciudad con una sonrisa en el rostro y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida, el mundo me sonreía.

SEGUNDO ACTO. LUX AETERNA

Celebré mi retorno al mundo de los vivos rindiendo pleitesía en uno los templos más influyentes de toda la ciudad: las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella. A la vista de los cien mil francos, el director, los interventores y todo un ejército de cajeros y contables entraron en éxtasis y me elevaron a los altares reservados a aquellos clientes que inspiran una devoción y una simpatía rayana en la santidad. Solventado el trámite con la banca, decidí vérmelas con otro caballo del apocalipsis y me aproximé a un quiosco de prensa de la plaza Urquinaona. Abrí un ejemplar de La Voz de la Industria por la mitad y busqué la sección de sucesos que en su día había sido mía. La mano experta de don Basilio se olfateaba todavía en los titulares y reconocí casi todas las firmas, como si apenas hubiera pasado el tiempo. Los seis años de tibia dictadura del general Primo de Rivera habían traído a la ciudad una calma venenosa y turbia que no le sentaba del todo bien a la sección de crímenes y espantos. Apenas venían ya historias de bombas o tiroteos en la prensa. Barcelona, la temible “Rosa de Fuego”, empezaba a parecer más una olla a presión que otra cosa. Estaba por cerrar el periódi co y recoger mi cambio cuando lo vi. Era apenas un breve en una columna con cuatro sucesos destacados en la última página de sucesos.

UN INCENDIO A MEDIANOCHE EN EL RAVAL DEJA UN MUERTO Y DOS HERIDOS GRAVES

Joan Marc Huguet / Redacción. Barcelona

En la madrugada del viernes se produjo un grave incendio en el número 6 de la plaza deis Ángels, sede de la editorial Barrido y Escobillas, en el que resultó fallecido el gerente de la empresa, Sr. D. José Barrido, y gravemente heridos su socio, Sr. D. José Luis López Escobillas, y el trabajador Sr. Ramón Guzmán, que fue alcanzado por las llamas cuando intentaba auxiliar a los dos responsables de la empresa. Los bomberos especulan con que la causa de las llamas pudiera haber sido la combustión de un material químico que estaba siendo empleado en la renovación de las oficinas. No se descartan por el momento otras causas, ya que testigos presenciales afirman haber visto salir a un hombre instantes antes de que se declarase el incendio. Las víctimas fueron trasladadas al Hospital Clínico, donde una ingresó cadáver y las otras dos permanecen ingresadas con pronóstico muy grave.

Llegué tan rápido como pude. El olor a quemado se podía apreciar desde la Rambla. Un grupo de vecinos y curiosos se habían congregado en la plaza frente al edificio. Briznas de humo blanco ascendían de un montón de escombros apilados a la entrada. Reconocí a varios empleados de la editorial intentando salvar de entre las ruinas lo poco que había quedado. Cajas con libros chamuscados y muebles mordidos por las llamas se amontonaban en la calle. La fachada había quedado ennegrecida, los ventanales reventados por el fuego. Rompí el círculo de mirones y entré. Un intenso hedor se me prendió en la garganta. Algunos de los trabajadores de la editorial que se afanaban por rescatar sus pertenencias me reconocieron y me saludaron cabizbajos.

– Señor Martín… una gran desgracia -murmuraban.

Atravesé lo que había sido la recepción y me dirigí a la oficina de Barrido. Las llamas habían devorado las alfombras y reducido los muebles a esqueletos de brasa. El artesonado se había desplomado en una esquina, abriendo una vía de luz al patío trasero. Un haz intenso de ceniza flotante atravesaba la sala. Una silla había sobrevivido milagrosamente al fuego. Estaba en el centro de la sala y en ella estaba la Veneno, que lloraba con la mirada caída. Me arrodillé frente a ella. Me reconoció y sonrió entre lágrimas.

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