Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Guarda usted todo ese dinero en un cajón y deja su puerta abierta? -pregunté.

– Puede contarlo. Si le parece insuficiente, mencione la cifra. Ya le dije que no iba a discutir de dinero con usted.

Miré aquel pedazo de fortuna durante un largo instante, y finalmente negué. Al menos lo había visto. Era real. La oferta y la vanidad que me compraba en aquellos momentos de miseria y desesperanza eran reales.

– No puedo aceptarlo -dije.

– ¿Cree que es dinero sucio?

– Todo el dinero es sucio. Si estuviese limpio nadie lo querría. Pero ése no es el problema.

– ¿Entonces?

– No puedo aceptarlo porque no puedo aceptar su oferta. No podría aunque quisiera.

Corelli sopesó mis palabras.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Porque me estoy muriendo, señor Corelli. Porque me quedan sólo semanas de vida, tal vez días. Porque no me queda nada que ofrecer.

Corelli bajó la mirada y se sumió en un largo silencio. Escuché el viento arañar las ventanas y reptar sobre la casa.

– No me diga que no lo sabía usted -añadí.

– Lo intuía.

Corelli permaneció sentado, sin mirarme.

– Hay muchos otros escritores que pueden escribir ese libro para usted, señor Corelli. Le agradezco su oferta. Más de lo que imagina. Buenas noches.

Me encaminé hacia la salida.

– Digamos que pudiera ayudarle a superar su enfermedad -dijo.

Me detuve a medio pasillo y me volví. Corelli estaba apenas a dos palmos de mí y me miraba fijamente. Me pareció que era más alto que cuando le había visto por primera vez en el corredor y que sus ojos eran más grandes y oscuros. Pude ver mi reflejo en sus pupilas encogiéndose a medida que éstas se dilataban.

– ¿Le inquieta mi aspecto, amigo Martín?

Tragué saliva.

– Sí -confesé

– Por favor, vuelva a la sala y siéntese. Déme la oportunidad de explicarle más. ¿Qué tiene que perder?

– Nada, supongo.

Me puso la mano sobre el brazo con delicadeza. Tenía los dedos largos y pálidos.

– No tiene nada que temer de mí, Martín. Soy su amigo.

Su tacto era reconfortante. Me dejé guiar de nuevo a la sala y tomé asiento dócilmente, como un niño esperando las palabras de un adulto. Corelli se arrodilló junto a la butaca y posó su mirada sobre la mía. Me tomó la mano y la apretó con fuerza.

– ¿Quiere usted vivir?

Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y poder salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando.

Asentí.

– Voy a ayudarle, amigo Martín. Sólo le pido que confíe en mí. Acepte mi oferta. Déjeme ayudarle. Déjeme que le entregue lo que más desea. Ésa es mi promesa.

Asentí de nuevo.

– Acepto.

Corelli sonrió y se inclinó sobre mí para besarme en la mejilla. Tenía los labios fríos como el hielo.

– Usted y yo, amigo mío, vamos a hacer grandes cosas juntos. Ya lo verá -murmuró.

Me brindó un pañuelo para que me secase las lágrimas. Lo hice sin sentir la vergüenza muda de llorar frente a un extraño, algo que no había hecho desde que murió mi padre.

– Está usted agotado, Martín. Quédese aquí a pasar la noche. En esta casa sobran las habitaciones. Le aseguro que mañana se encontrará mejor y verá las cosas con más claridad.

Me encogí de hombros, aunque comprendí que Corelli tenía razón. Apenas me tenía en pie y tan sólo deseaba dormir profundamente. No me veía con ánimos ni de levantarme de aquella butaca, la más cómoda y acogedora en la historia universal de todas las butacas.

– Si no le importa, prefiero quedarme aquí.

– Por supuesto. Le voy a dejar descansar. Muy pronto se sentirá mejor. Le doy mi palabra.

Corelli se aproximó a la cómoda y apagó la lámpara de gas. La sala se sumergió en la penumbra azul. Se me desplomaban los párpados y una sensación de embriaguez me inundaba la cabeza, pero atiné a ver la silueta de Corelli cruzar la sala y desvanecerse en la sombra. Cerré los ojos y escuché el susurro del viento tras los cristales.

Soñé que la casa se hundía lentamente. Al principio, pequeñas lágrimas de agua oscura empezaron a brotar de las grietas de las baldosas, de los muros, de los relieves de la techumbre, de las esferas de las lámparas, de los orificios de las cerraduras. Era un líquido frío que se arrastraba lenta y pesadamente, como gotas de mercurio, y que paulatinamente iba formando un manto que cubría el suelo y escalaba las paredes. Sentí que el agua me cubría los pies y que iba ascendiendo rápidamente. Permanecí en la butaca, viendo cómo el nivel del agua me cubría la garganta y cómo en apenas unos segundos llegaba hasta el techo. Me sentí flotar y pude ver que luces pálidas ondulaban tras los ventanales. Eran figuras humanas suspendidas a su vez en aquella tiniebla acuosa. Fluían atrapadas por la corriente y alargaban las manos hacia mí, pero yo no podía ayudarlas y el agua las arrastraba sin remedio. Los cien mil francos de Corelli flotaban a mi alrededor, ondulando como peces de papel. Crucé la sala y me aproximé a una puerta cerrada que había en el extremo. Un hilo de luz emergía de la cerradura. Abrí la puerta y vi que daba a unas escaleras que caían hacia lo más profundo de la casa. Bajé.

Al final de la escalera se abría una sala oval en cuyo centro se distinguía un grupo de figuras congregadas en círculo. Al advertir mi presencia se volvieron y vi que vestían de blanco y portaban máscaras y guantes. Intensas luces blancas ardían sobre lo que me pareció una mesa de quirófano. Un hombre cuyo rostro no tenía facciones ni ojos ordenaba las piezas sobre una bandeja de instrumentos quirúrgicos. Una de las figuras me tendió una mano, invitándome a acercarme. Me aproximé y sentí que me tomaban la cabeza y el cuerpo y me acomodaban sobre la mesa. Las luces me cegaban, pero alcancé a ver que todas las figuras eran idénticas y tenían el rostro del doctor Trías. Me reí en silencio. Uno de los doctores sostenía una jeringuilla en las manos y procedió a inyectármela en el cuello. No sentí punzada alguna, apenas una placentera sensación de aturdimiento y calidez esparciéndose por mi cuerpo. Dos de los doctores me colocaron la cabeza sobre un mecanismo de sujeción y procedieron a ajustar la corona de tornillos que sostenían una placa acolchada en el extremo. Sentí que me sujetaban brazos y piernas con unas correas. No ofrecí ningún tipo de resistencia. Cuando todo mi cuerpo estuvo inmovilizado de pies a cabeza, uno de los doctores tendió un bisturí a otro de sus gemelos y éste se inclinó sobre mí. Sentí que alguien me asía de la mano y me la sostenía. Era un niño que me miraba con ternura y que tenía el mismo rostro que yo había tenido el día que mataron a mi padre.

Vi el filo del bisturí descender en la tiniebla líquida y sentí cómo el metal hacía un corte sobre mi frente. No experimenté dolor. Sentí que algo emanaba del corte y vi cómo una nube negra sangraba lentamente de la herida y se esparcía por el agua. La sangre ascendía en volutas hacia las luces, como humo, y se torcía en formas cambiantes. Miré al niño, que me sonreía y me sostenía la mano con fuerza. Lo noté entonces. Algo se movía dentro de mí. Algo que hasta apenas hacía un instante estaba aferrado como una tenaza alrededor de mi mente. Sentí que algo se retiraba, como un aguijón clavado hasta la médula que se extrae con tenazas. Sentí pánico y quise levantarme, pero estaba inmovilizado. El niño me miraba fijamente y asentía. Creí que me iba a desvanecer, o a despertar, y entonces la vi. La vi reflejada en las luces que había sobre la mesa del quirófano. Un par de filamentos negros asomaban de la herida, reptando sobre mi piel. Era una araña negra del tamaño de un puño. Corrió sobre mi rostro y antes de que pudiese saltar de la mesa uno de los cirujanos la ensartó con un bisturí. La alzó a la luz para que pudiese verla. La araña agitaba las patas y sangraba contra las luces. Una mancha blanca cubría su caparazón y sugería una silueta de alas desplegadas. Un ángel. Al rato, sus patas quedaron inermes y su cuerpo se desprendió. Quedó flotando y cuando el niño alzó la mano para tocarla se deshizo en polvo. Los doctores desligaron mis ataduras y aflojaron el mecanismo de sujeción que me había atenazado el cráneo. Con la ayuda de los doctores me incorporé sobre la camilla y me llevé la mano a la frente. La herida se estaba cerrando. Cuando volví a mirar a mi alrededor me di cuenta de que estaba solo.

32
{"b":"100566","o":1}