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– Creía que no vendría.

– Yo también.

– Entonces permítame que le invite a una copa de vino para brindar por nuestros errores.

Le seguí hasta una gran sala con amplios ventanales orientados hacia la ciudad. Corelli me indicó que tomase asiento en una butaca y procedió a servir dos copas de una botella de cristal que había sobre una mesa. Me tendió la copa y tomó asiento en la butaca opuesta.

Probé el vino. Era excelente. Lo apuré casi de un sorbo y pronto sentí que la calidez que me descendía por la garganta me templaba los nervios. Corelli olfateaba su copa y me observaba con una sonrisa serena y amigable.

– Tenía usted razón -dije.

– Suelo tenerla -replicó Corelli-. Es un hábito que raramente me proporciona alguna satisfacción. A veces pienso que pocas cosas me agradarían más que tener la certeza de haberme equivocado.

– Eso tiene fácil arreglo. Pregúnteme a mí. Yo siempre me equivoco.

– No, no se equivoca. Me parece que ve usted las cosas casi tan claras como yo y que eso tampoco le reporta satisfacción alguna.

Escuchándole se me ocurrió que en aquel instante lo único que me podía proporcionar alguna satisfacción era prenderle fuego al mundo entero y arder con él. Corelli, como si hubiese leído mi pensamiento, sonrió enseñando los dientes y asintió.

– Yo puedo ayudarle, amigo mío.

Me sorprendí a mí mismo esquivando su mirada y concentrándome en aquel pequeño broche con un ángel de plata en su solapa.

– Bonito broche -dije, señalándolo.

– Recuerdo de familia -respondió Corelli.

Me pareció que ya habíamos intercambiado suficientes gentilezas y trivialidades para toda la velada.

– Señor Corelli, ¿qué estoy haciendo aquí?

Los ojos de Corelli brillaban con el mismo color del vino que se mecía lentamente en su copa.

– Es muy sencillo. Está usted aquí porque por fin ha entendido que éste es su lugar. Está usted aquí porque hace un año le hice una oferta. Una oferta que en aquel momento no estaba usted preparado para aceptar, pero que no ha olvidado. Y yo estoy aquí porque sigo pensando que usted es la persona que busco y por eso he preferido esperar doce meses antes de pasar de largo.

– Una oferta que nunca llegó usted a detallar -recordé.

– De hecho, lo único que le di fueron los detalles.

– Cien mil francos por trabajar un año entero para usted escribiendo un libro.

– Exactamente. Muchos pensarían que eso era lo esencial. Pero no usted.

– Me dijo que cuando me explicase qué clase de libro quería que escribiese para usted, lo haría incluso si no me pagaba.

Corelli asintió.

– Tiene usted buena memoria.

– Tengo una memoria excelente, señor Corelli, tanto que no recuerdo haber visto, leído u oído hablar de ningún libro editado por usted.

– ¿Duda de mi solvencia?

Negué intentando disimular el anhelo y la codicia que me corroían por dentro. Cuanto más desinterés mostraba, más tentado por las promesas del editor me sentía.

– Simplemente me intrigan sus motivos -apunté.

– Como debe ser.

– En cualquier caso le recuerdo que tengo un contrato en exclusiva con Barrido y Escobillas por cinco años más. El otro día recibí una visita muy ilustrativa de su parte en compañía de un abogado de aspecto expeditivo. Pero supongo que tanto da, porque un lustro es demasiado tiempo y si algo tengo claro es que lo que menos tengo es tiempo.

– No se preocupe por los abogados. Los míos tienen un aspecto infinitamente más expeditivo que los de ese par de pústulas y nunca pierden un caso. Deje los detalles legales y la litigación de mi cuenta.

Por el modo en que sonrió al pronunciar aquellas palabras pensé que más me valía no tener nunca una entrevista con los consejeros legales de Editions de la Lumiére.

– Le creo. Supongo que eso deja entonces la cuestión de cuáles son los otros detalles de su oferta, los esenciales.

– No hay un modo sencillo de decir esto, así que lo mejor será que le hable sin ambages.

– Por favor.

Corelli se inclinó hacia adelante y me clavó los ojos.

– Martín, quiero que cree una religión para mí.

Al principio pensé que no le había oído bien.

– ¿Cómo dice?

Corelli me sostuvo aquella mirada con sus ojos sin fondo.

– He dicho que quiero que cree una religión para mí.

Le contemplé durante un largo instante, mudo.

– Me está tomando el pelo.

Corelli negó, saboreando su vino con deleite.

– Quiero que reúna todo su talento y que se dedique en cuerpo y alma durante un año a trabajar en la historia más grande que haya usted creado: una religión.

No pude más que echarme a reír.

– Está usted completamente loco. ¿Esa es su oferta? ¿Ése es el libro que quiere que le escriba?

Corelli asintió serenamente.

– Se ha equivocado de escritor. Yo no sé nada de religión.

– No se preocupe por eso. Yo sí. Lo que busco no es un teólogo. Busco un narrador. ¿Sabe usted lo que es una religión, amigo Martín?

– A duras penas recuerdo el Padrenuestro.

– Una oración preciosa y bien trabajada. Poesía aparte, una religión viene a ser un código moral que se expresa mediante leyendas, mitos o cualquier tipo de artefacto literario a fin de establecer un sistema de creencias, valores y normas con los que regular una cultura o una sociedad.

– Amén -repliqué.

– Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido -continuó Corelli.

– Me está usted diciendo que una doctrina viene a ser un cuento.

– Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado. No me diga que no le tienta la idea.

– No.

– ¿No le tienta crear una historia por la que los hornbres sean capaces de vivir y morir, por la que sean capaces de matar y dejarse matar, de sacrificarse y condenarse, de entregar su alma? ¿Qué mayor desafío para su oficio que crear una historia tan poderosa que trascienda la ficción y se convierta en verdad revelada?

Nos miramos en silencio durante varios segundos.

– Creo que ya sabe cuál es mi respuesta -dije finalmente.

Corelli sonrió.

– Yo sí. El que creo que no lo sabe todavía es usted.

– Gracias por la compañía, señor Corelli. Y por el vino y los discursos. Muy provocativos. Ándese con ojo a quién se los suelta. Le deseo que encuentre a su hombre y que el panfleto sea todo un éxito.

Me incorporé y me dispuse a marcharme.

– ¿Le esperan en algún sitio, Martín?

No contesté pero me detuve.

– ¿No siente uno rabia cuando sabe que podría haber tantas cosas por las que vivir, con salud y fortuna, sin ataduras? -dijo Corelli a mi espalda-. ¿No siente uno rabia cuando se las arrancan de las manos?

Me volví lentamente.

– ¿Qué es un año de trabajo frente a la posibilidad de que todo cuanto uno desea se haga realidad? ¿Qué es un año de trabajo frente a la promesa de una larga existencia de plenitud?

Nada, dije para mis adentros, a mi pesar. Nada.

– ¿Es ésa su promesa?

– Ponga usted el precio. ¿Quiere prenderle fuego al mundo y arder con él? Hagámoslo juntos. Usted fija el precio. Yo estoy dispuesto a darle aquello que usted más quiera.

– No sé qué es lo que más quiero.

– Yo creo que sí lo sabe.

El editor sonrió y me guiñó un ojo. Se incorporó y se aproximó a una cómoda sobre la que reposaba una lámpara. Abrió el primer cajón y extrajo un sobre de pergamino. Me lo tendió, pero no lo acepté. Lo dejó sobre la mesa que había entre nosotros y se sentó de nuevo, sin decir palabra. El sobre estaba abierto y en su interior se entreveía lo que parecían varios fajos de billetes de cien francos. Una fortuna.

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