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La empujé hacia adentro y me adentré en el vestíbulo. La casa estaba en silencio.

– ¿Cristina?

Dejé las flores sobre la repisa del recibidor y me asomé al dormitorio. Cristina no estaba allí. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo. No había señal de su presencia. Me acerqué hasta la escalera del estudio y llamé desde allí en voz alta.

– ¿Cristina?

El eco me devolvió mi voz. Me encogí de hombros y consulté el reloj que había en una de las vitrinas de la biblioteca de la galería. Eran casi las nueve de la mañana. Supuse que Cristina habría bajado a la calle a buscar alguna cosa y que malacostumbrada por su existencia en Pedralbes a que negociar con puertas y cerrojos fueran cuestiones dirimidas por sirvientes, había dejado la puerta abierta al salir. Mientras esperaba decidí tumbarme en el sofá de la galería. El sol entraba por la cristalera, un sol limpio y brillante de invierno, e invitaba a dejarse acariciar. Cerré los ojos y traté de pensar en lo que iba a llevarme conmigo. Había vivido media vida rodeado de todos aquellos objetos y ahora, en el momento de decirles adiós, era incapaz de hacer una lista breve de los que consideraba imprescindibles. Poco a poco, sin darme cuenta, tendido bajo la cálida luz del sol y de aquellas tibias esperanzas, me fui quedando dormido plácidamente.

Cuando desperté y miré el reloj de la biblioteca eran las doce y media del mediodía. Faltaba apenas media hora para la salida del tren. Me incorporé de un salto y corrí hacia el dormitorio.

– ¿Cristina?

Esta vez recorrí la casa, habitación por habitación, hasta que llegué al estudio. No había nadie, pero me pareció percibir un olor extraño en el aire. Fósforo. La luz que penetraba por los ventanales atrapaba una tenue red de filamentos de humo azul suspendidos en el aire. Me adentré en el estudio y encontré un par de cerillas quemadas en el suelo. Sentí una punzada de inquietud y me arrodillé frente al baúl. Lo abrí y suspiré, aliviado. La carpeta con el manuscrito seguía allí. Me disponía a cerrar el baúl cuando lo advertí. El lazo de cordel rojo que cerraba la carpeta estaba deshecho. La tomé y la abrí. Repasé las páginas pero no eché de menos nada. Cerré de nuevo la carpeta, esta vez con doble nudo, y la devolví a su lugar. Cerré el baúl y bajé al piso de nuevo. Me senté en una silla en la galería, encarado al largo corredor que conducía a la puerta de entrada y dispuesto a esperar. Los minutos desfilaron con infinita crueldad.

Lentamente la conciencia de lo que había pasado se fue desplomando a mi alrededor y aquel deseo de creer y confiar se fue tornando hiél y amargura. Pronto escuché las campanas de Santa María redoblar las dos. El tren para París ya había dejado la estación y Cristina no había regresado. Comprendí entonces que se había ido, que aquellas horas breves que habíamos compartido habían sido un espejismo. Miré tras los cristales aquel día deslumbrante que ya no tenía color de buena suerte y la imaginé de vuelta en Villa Helius, buscando el abrigo de los brazos de Pedro Vidal. Sentí que el rencor me iba envenenando la sangre lentamente y me reí de mí mismo y de mis absurdas esperanzas. Me quedé, incapaz de dar un paso, contemplando la ciudad oscurecerse con el atardecer y las sombras alargarse sobre el suelo del estudio. Me levanté y me aproximé a la ventana. La abrí de par en par y me asomé. Una caída vertical de suficientes metros se abría ante mí. Suficientes para pulverizarme los huesos, para convertirlos en puñales que atravesaran mi cuerpo y lo dejasen apagarse en un charco de sangre en el patio. Me pregunté si el dolor sería tan atroz como imaginaba o si la fuerza del impacto bastaría para adormecer los sentidos y entregar una muerte rápida y eficiente.

Escuché entonces los golpes en la puerta. Uno, dos, tres. Una llamada insistente. Me volví, aturdido todavía por aquellos pensamientos. La llamada de nuevo. Había alguien abajo, golpeando mi puerta. El corazón me dio un vuelco y me lancé escaleras abajo, convencido de que Cristina había regresado, que algo había sucedido por el camino y la había retenido, que mis miserables y despreciables sentimientos de recelo habían sido injustificados, que aquél era, después de todo, el primer día de aquella vida prometida. Corrí hasta la puerta y la abrí. Estaba allí, en la penumbra, vestida de blanco. Quise abrazarla, pero entonces vi su rostro lleno de lágrimas y comprendí que aquella mujer no era Cristina.

– David -murmuró Isabella con la voz rota-. El señor Sempere ha muerto.

TERCER ACTO. EL JUEGO DEL ÁNGEL

Cuando llegamos a la librería ya había anochecido. Un resplandor dorado rompía el azul de la noche a las puertas de Sempere e Hijos, donde un centenar de personas se habían reunido portando velas en las manos. Algunos lloraban en silencio, otros se miraban entre ellos sin saber qué decir. Reconocí algunos de los rostros, amigos y clientes de Sempere, gentes a las que el viejo librero había regalado libros, lectores que se habían iniciado en la lectura con él. A medida que la noticia se esparcía por el barrio, llegaban otros lectores y amigos que no podían creer que el señor Sempere hubiera muerto.

Las luces de la librería estaban prendidas y en su interior se podía ver a don Gustavo Barceló abrazando con fuerza a un hombre joven que apenas podía sostenerse en pie. No me di cuenta de que era el hijo de Sempere hasta que Isabella me apretó la mano y me guió al interior de la librería. Al verme entrar, Barceló alzó la mirada y me ofreció una sonrisa vencida. El hijo del librero lloraba en sus brazos y no tuve valor de acercarme a saludarle. Fue Isabella quien se aproximó hasta él y le posó la mano en la espalda. Sempere hijo se volvió y pude ver su rostro hundido. Isabella le guió hasta una silla y le ayudó a sentarse. El hijo del librero cayó desplomado en la silla como un muñeco roto. Isabella se arrodilló a su lado y lo abrazó. Nunca me había sentido tan orgulloso de nadie como lo estuve en aquel momento de Isabella, que ya no me parecía una muchacha sino una mujer más fuerte y más sabia que ninguno de los que estábamos allí.

Barceló se aproximó a mí y me tendió la mano, que estaba temblando. Se la estreché.

– Ha sido hace un par de horas -explicó con la voz ronca-. Se había quedado solo un momento en la librería y cuando su hijo ha vuelto… Dicen que estaba discutiendo con alguien… No sé. El doctor ha dicho que ha sido el corazón.

Tragué saliva.

– ¿Dónde está?

Barceló señaló con la cabeza a la puerta de la trastienda. Asentí y me dirigí hacia allí. Antes de entrar respiré hondo y apreté los puños. Crucé el umbral y le vi. Estaba tendido en una mesa, con las manos cruzadas sobre el vientre. Tenía la piel blanca como el papel y los rasgos de su rostro parecían haberse hundido como si fuesen de cartón. Todavía tenía los ojos abiertos. Me di cuenta de que me faltaba el aire y sentí como si algo me golpease con enorme fuerza en el estómago. Me apoyé en la mesa y respiré profundamente. Me incliné sobre él y le cerré los párpados. Le acaricié la mejilla, que estaba fría, y miré alrededor, a aquel mundo de páginas y sueños que él había creado. Quise creer que Sempere seguía allí, entre sus libros y sus amigos. Escuché unos pasos a mi espalda y me volví. Barceló escoltaba a un par de hombres de semblante sombrío vestidos de negro cuya profesión no ofrecía duda.

– Estos señores vienen de la funeraria -dijo Barceló.

Ambos asintieron su saludo con gravedad profesional y se aproximaron a examinar el cuerpo. Uno de ellos, alto y enjuto, realizó una estimación sumarísima e indicó algo a su compañero, que asintió y anotó las indicaciones en un pequeño cuaderno de notas.

– En principio el entierro sería mañana por la tarde, en el cementerio del Este -dijo Barceló-. He preferido hacerme yo cargo del asunto porque el hijo está destrozado, ya lo ve usted. Y estas cosas, cuanto antes…

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