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– Gracias, don Gustavo.

El librero lanzó una mirada a su viejo amigo y sonrió entre lágrimas.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora que el viejo nos ha dejado solos? -dijo.

– No lo sé…

Uno de los empleados de la funeraria carraspeó discretamente, indicando que tenía algo que comunicar.

– Si les parece a ustedes bien, mi compañero y yo iremos a buscar ahora la caja y…

– Haga lo que tenga que hacer -corté.

– ¿Alguna preferencia en lo relativo a los últimos ritos?

Le miré sin comprender.

– ¿El difunto era creyente?

– El señor Sempere creía en los libros -dije.

– Entiendo -respondió retirándose.

Miré a Barceló, que se encogió de hombros.

– Deje que le pregunte al hijo -añadí.

Regresé a la parte delantera de la librería. Isabella me lanzó una mirada inquisitiva y se levantó del lado de Sempere hijo. Se me acercó y le murmuré mis dudas.

– El señor Sempere era buen amigo del párroco de aquí al lado, en la iglesia de Santa Ana. Se rumorea que los del arzobispado hace años que quieren echarlo por rebelde y díscolo, pero como es tan viejo han preferido esperar a que se muera solo porque no pueden con él.

– Es el hombre que necesitamos -dije.

– Ya hablaré yo con él -dijo Isabella.

Señalé a Sempere hijo.

– ¿Cómo está?

Isabella me miró a los ojos.

– ¿Y usted?

– Yo estoy bien -mentí-. ¿Quién se va a quedar con él esta noche?

– Yo -dijo sin dudarlo un instante.

Asentí y la besé en la mejilla antes de regresar a la trastienda. Allí Barceló se había sentado frente a su viejo amigo y, mientras los dos empleados de la funeraria tomaban medidas y preguntaban por trajes y zapatos, sirvió dos copas de brandy y me tendió una. Me senté a su lado.

– A la salud del amigo Sempere, que nos enseñó a todos a leer, cuando no a vivir -dijo.

Brindamos y bebimos en silencio. Nos quedamos allí hasta que los empleados de la funeraria regresaron con el ataúd y las ropas con las que Sempere iba a ser enterrado.

– Si les parece bien, de éstos nos encargamos nosotros -sugirió el que parecía más espabilado. Asentí. Antes de pasar a la parte delantera de la librería tomé aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que nunca había vuelto a recoger y se lo puse en las manos al señor Sempere.

– Para el viaje -dije.

A los quince minutos, los empleados de la funeraria sacaron el féretro y lo depositaron sobre una gran mesa que había quedado dispuesta en el centro de la librería. Una multitud de personas se había ido congregando en la calle y esperaba en profundo silencio. Me acerqué a la puerta y la abrí. Uno a uno, los amigos de Sempere e Hijos fueron desfilando al interior de la tienda para ver al librero. Más de uno no podía contener las lágrimas y, ante el espectáculo, Isabella cogió de la mano al hijo del librero y se lo llevó al piso, justo encima de la librería, en que había vivido con su padre toda su vida. Barceló y yo nos quedamos allí, acompañando al viejo Sempere mientras la gente acudía a despedirse. Algunos, los más allegados, se quedaban. El velatorio duró toda la noche. Barceló estuvo hasta las cinco de la mañana y yo me quedé hasta que Isabella bajó del piso poco después del alba y me ordenó que me fuese a casa, aunque sólo fuera para cambiarme de ropa y asearme.

Miré al pobre Sempere y le sonreí. No podía creer que nunca más volvería a cruzar aquellas puertas y encontrarle detrás del mostrador. Recordé la primera vez que había visitado la librería, cuando apenas era un chiquillo, y el librero me había parecido alto y fuerte. Indestructible. El hombre más sabio del mundo.

– Vayase a casa, por favor -susurró Isabella.

– ¿Para qué?

– Por favor…

Me acompañó hasta la calle y me abrazó.

– Sé lo mucho que le apreciaba y lo que significaba para usted -me dijo.

Nadie lo sabía, pensé. Nadie. Pero asentí, y tras besarla en la mejilla empecé a caminar sin rumbo, recorriendo calles que me parecían más vacías que nunca, creyendo que si no me detenía, si seguía caminando, no me daría cuenta de que el mundo que creía conocer ya no estaba allí.

El gentío se había reunido a las puertas del cementerio a esperar la llegada del carruaje. Nadie se atrevía a hablar. Se oía el rumor del mar en la distancia y el eco de un tren de carga deslizándose hacia la ciudad de fábricas que se extendía a espaldas del camposanto. Hacía frío y briznas de nieve flotaban en el viento. Poco después de las tres de la tarde, el carruaje, tirado por caballos negros, enfiló una avenida de Icaria flanqueada de cipreses y viejos almacenes. El hijo de Sempere e Isabella viajaban con él. Seis colegas del gremio de libreros de Barcelona, don Gustavo entre ellos, alzaron el féretro en hombros y lo entraron en el recinto. La gente les siguió, formando una comitiva silenciosa que recorrió las calles y pabellones del cementerio bajo un manto de nubes bajas que ondulaban como una lámina de mercurio. Oí que alguien decía que el hijo del librero parecía haber envejecido quince años en una noche. Se referían a él como el señor Sempere, porque ahora él era el responsable de la librería y durante cuatro generaciones aquel bazar encantado de la calle Santa Ana nunca había cambiado de nombre y siempre había estado al mando de un señor Sempere. Isabella le llevaba del brazo y me pareció que, de no estar ella allí, él se hubiera desplomado como un títere sin hilos.

El párroco de la iglesia de Santa Ana, un veterano de la edad del difunto, esperaba al pie del sepulcro, una lámina de mármol sobria y sin adornos que casi pasaba desapercibida. Los seis libreros que habían portado el féretro lo dejaron descansar frente a la tumba. Barceló, que me había visto, me saludó con la cabeza. Preferí quedarme atrás, no sé si por cobardía o por respeto. Desde allí podía ver la tumba de mi padre, a una treintena de metros. Una vez la congregación se hubo dispuesto alrededor del féretro, el párroco alzó la vista y sonrió.

– El señor Sempere y yo fuimos amigos durante casi cuarenta años, y en todo ese tiempo sólo hablamos de Dios y los misterios de la vida en una ocasión. Casi nadie lo sabe, pero el amigo Sempere no había pisado una iglesia desde el funeral de su esposa Diana, a cuyo lado le acompañamos hoy para que yazcan el uno junto al otro para siempre. Quizá por eso todos le tomaban por un ateo, pero él era un hombre de fe. Creía en sus amigos, en la verdad de las cosas y en algo a lo que no se atrevía a poner nombre ni cara porque decía que para eso estábamos los curas. El señor Sempere creía que todos formábamos parte de algo, y que al dejar este mundo nuestros recuerdos y nuestros anhelos no se perdían, sino que pasaban a ser los recuerdos y anhelos de quienes venían a ocupar nuestro lugar. No sabía si habíamos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza o si él nos había creado a nosotros sin saber muy bien lo que hacía. Creía que Dios, o lo que fuese que nos había traído aquí, vivía en cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras, y se manifestaba en todo aquello que nos hacía ser algo más que simples figuras de barro. El señor Sempere creía que Dios vivía un poco, o mucho, en los libros y por eso dedicó su vida a compartirlos, a protegerlos y a asegurarse de que sus páginas, como nuestros recuerdos y nuestros anhelos, no se perdieran jamás, porque creía, y me hizo creer a mí también, que mientras quedase una sola persona en el mundo capaz de leerlos y vivirlos, habría un pedazo de Dios o de vida. Sé que a mi amigo no le hubiese gustado que nos despidiésemos de él con oraciones y cantos. Sé que le hubiese bastado con saber que sus amigos, tantos como hoy han venido aquí a despedirle, nunca le olvidarían. No me cabe duda de que el Señor, aunque el viejo Sempere no se lo esperaba, acogerá a su lado a nuestro querido amigo y sé que vivirá para siempre en los corazones de todos los que estamos hoy aquí, de todos los que algún día descubrieron la magia de los libros gracias a él y de todos los que, incluso sin conocerle, algún día cruzarán las puertas de su pequeña librería, donde, como a él le gustaba decir, la historia acaba de empezar. Descanse en paz, amigo Sempere, y que Dios nos dé a todos la oportunidad de honrar su recuerdo y agradecer el privilegio de haberle conocido.

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