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Un infinito silencio se apoderó del recinto cuando el párroco finalizó sus palabras y se retiró unos pasos, bendiciendo el ataúd y bajando la mirada. A una señal del jefe de los empleados de la funeraria, los enterradores se adelantaron y bajaron el féretro lentamente con unas cuerdas. Recuerdo el sonido del ataúd al tocar el fondo y los sollozos ahogados entre la gente. Recuerdo que me quedé allí, incapaz de dar un paso, viendo cómo los enterradores cubrían la tumba con la gran lámina de mármol en la que sólo se leía la palabra Semperey en la que yacía su esposa Diana desde hacía veintiséis años.

Lentamente, la congregación se fue retirando rumbo a las puertas del cementerio, donde se separaron en grupos sin saber adonde ir, porque nadie quería irse de allí y dejar atrás al pobre señor Sempere. Barceló e Isabella, uno a cada lado, se llevaron al hijo del librero. Me quedé allí hasta que todos se hubieron alejado y sólo entonces me atreví a acercarme hasta la tumba de Sempere. Me arrodillé y posé la mano sobre el mármol.

– Hasta pronto -murmuré.

Le oí acercarse y supe que era él antes de verle. Me levanté y me volví. Pedro Vidal me ofreció su mano y la sonrisa más triste que he visto.

– ¿No vas a estrecharme la mano? -preguntó.

No lo hice y unos segundos después Vidal asintió parit sí y la retiró.

– ¿Qué hace usted aquí? -espeté.

– Sempere también era mi amigo -replicó Vidal.-

– Ya. ¿Y viene solo?

Vidal me miró sin comprender.

– ¿Dónde está? -pregunté.

– ¿Quién?

Dejé escapar una risa amarga. Barceló, que nos había visto, se estaba aproximando con aire de consternación.

– ¿Qué le ha prometido ahora para comprarla?

La mirada de Vidal se endureció.

– No sabes lo que dices, David.

Me adelanté hasta sentir su aliento en el rostro.

– ¿Dónde está? -insistí.

– No lo sé -dijo Vidal.

– Claro -dije apartando la mirada.

Me di la vuelta, dispuesto a encaminarme hacia la salida, pero Vidal me asió del brazo y me retuvo.

– David, espera…

Antes de que me diese cuenta de lo que estaba haciendo, me volví y le golpeé con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló sobre su rostro y le vi caer hacia atrás. Vi que tenía sangre en la mano y oí pasos que se aproximaban a toda prisa. Unos brazos me sujetaron y me apartaron de Vidal.

– Por el amor de Dios, Martín… -dijo Barceló.

El librero se arrodilló junto a Vidal, que tenía la boca llena de sangre y jadeaba. Barceló le sostuvo la cabeza y me lanzó una mirada furiosa. Me fui de allí a toda prisa, cruzándome por el camino con algunos de los asistentes que se habían detenido a contemplar el altercado. No tuve el valor de mirarlos a la cara.

Pasé varios días sin salir de casa, durmiendo a deshora, sin apenas probar bocado. Por las noches me sentaba en la galería frente al fuego y escuchaba el silencio, esperando oír pasos en la puerta, creyendo que Cristina iba a volver, que tan pronto supiese de la muerte del señor Sempere volvería a mi lado, aunque sólo fuese por lástima, que para entonces ya me bastaba. Cuando hacía casi una semana de la muerte del librero y ya sabía que Cristina no iba a regresar, empecé a subir de nuevo al estudio. Rescaté el manuscrito del patrón del arcón y empecé a releerlo, saboreando cada frase y cada párrafo. La lectura me inspiró a la vez náusea y una oscura satisfacción. Cuando pensaba en los cien mil francos que tanto me habían parecido en un principio, sonreía para mí y me decía que aquel hijo de perra me había comprado muy barato. La vanidad empañaba la amargura y el dolor cerraba la puerta a la conciencia. En un acto de soberbia releí aquel Lux Aeterna de mi predecesor, Diego Marlasca, y luego lo entregué a las llamas del hogar. Donde él había fracasado, yo triunfaría. Donde él se había perdido por el camino, yo encontraría la salida al laberinto.

Volví al trabajo al séptimo día. Esperé a la medianoche y me senté al escritorio. Una página limpia en el tambor de la vieja Underwood y la ciudad negra tras las ventanas. Las palabras y las imágenes brotaron de mis manos como si hubieran estado esperando con rabia en la prisión del alma. Las páginas fluían sin conciencia ni mesura, sin más voluntad que la de embrujar y envenenar los sentidos y el pensamiento. Había ya dejado de pensar en el patrón, en su recompensa o sus exigencias. Por primera vez en mi vida escribía para mí y para nadie más. Escribía para prender fuego al mundo y consumirme con él. Trabajaba todas las noches hasta caer exhausto. Golpeaba las teclas de la máquina hasta que los dedos me sangraban y la fiebre me nublaba la vista.

Una mañana de enero en que había ya perdido la noción del tiempo escuché que llamaban a la puerta. Estaba tendido en la cama, la vista perdida en la vieja fotografía de Cristina de niña caminando de la mano de un extraño en aquel muelle que se adentraba en un mar de luz, aquella imagen que ya me parecía lo único bueno que me quedaba y la llave de todos los misterios. Ignoré los golpes durante varios minutos, hasta que oí su voz y supe que no iba a rendirse.

– Abra de una puñetera vez. Sé que está ahí y no pienso irme hasta que me abra la puerta o la eche yo abajo.

Cuando abrí la puerta, Isabella dio un paso atrás y me contempló horrorizada.

– Soy yo, Isabella.

Isabella me hizo a un lado y fue directa a la galería, a abrir las ventanas de par en par. Luego se dirigió al baño y empezó a llenar la bañera. Me tomó del brazo y me arrastró hasta allí. Me hizo sentarme en el borde y me miró a los ojos, alzándome los párpados con los dedos y negando por lo bajo. Sin decir palabra empezó a quitarme la camisa.

– Isabella, no estoy de humor.

– ¿Qué son esos cortes? ¿Pero qué se ha hecho?

– Son sólo unos rasguños.

– Quiero que le vea un médico.

– No.

– A mí no se atreva a decirme que no -replicó con dureza-. Ahora se va usted a meter en esa bañera y se va a dar con agua y jabón y se va a afeitar. Tiene dos opciones: lo hace usted o lo hago yo. No se crea que me da reparo.

Sonreí.

– Ya sé que no.

– Haga lo que le digo. Yo mientras voy a buscar un médico.

Iba a decir algo, pero alzó la mano y me silenció.

– No diga ni una palabra. Si se cree que usted es el único al que le duelen las cosas, se equivoca. Ysi no le importa dejarse morir como un perro, al menos tenga la decencia de recordar que a otros sí nos importa, aunque la verdad no sé por qué.

– Isabella…

– Al agua. Y haga el favor de quitarse los pantalones y los calzones.

– Sé bañarme.

– Cualquiera lo diría.

Mientras Isabella iba a buscar un médico me rendí a sus órdenes y me sometí a un bautismo de agua fría y jabón. No me había afeitado desde el entierro y mi aspecto en el espejo era lobuno. Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel de un pálido enfermizo. Me enfundé ropas limpias y me senté a esperar en la galería. Isabella regresó a los veinte minutos en compañía de un galeno que me había parecido ver alguna vez por el barrio.

– Éste es el paciente. De lo que él le diga, ni caso, porque es un embustero -anunció Isabella.

El doctor me echó un vistazo, calibrando mi grado de hostilidad.

– Usted mismo, doctor -invité-. Como si yo no estuviese.

El médico empezó el sutil ritual de medición de presión, auscultamientos varios, examen de pupilas, boca, preguntas de índole misteriosa y miradas de soslayo que constituyen la base de la ciencia médica. Cuando me examinó los cortes que Irene Sabino me había hecho con una navaja en el pecho, enarcó una ceja y me miró.

– ¿Y esto?

– Es largo de explicar, doctor.

– ¿Se lo ha hecho usted?,Negué.

– Le voy a dejar una pomada, pero me temo que le quedará la cicatriz.

– Creo que ésa era la idea.

El doctor siguió con su reconocimiento. Yo me sometí a todo, dócil, contemplando a Isabella, que miraba ansiosa desde el umbral. Comprendí lo mucho que la había echado de menos y cuánto apreciaba su compañía.

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