– Supongo que no -convine-.
– Conozco un pequeño hotel frente a los Jardines de Luxemburgo que alquila habitaciones por mes. Es un poco caro, pero… -añadió.
Preferí no preguntarle de qué conocía el hotel.
– El precio no importa, pero no hablo francés -apunté.
– Yo sí.
Bajé la mirada.
– Mírame a los ojos, David.
Alcé la vista a regañadientes.
– Si prefieres que me vaya…
Negué repetidamente. Me asió la mano y se la llevó a los labios.
– Saldrá bien. Ya lo verás -dijo-. Lo sé. Será la primera cosa en mi vida que salga bien.
La miré, una mujer rota en la penumbra con lágrimas en los ojos, y no deseé otra cosa en el mundo que poder devolverle lo que nunca había tenido.
Nos acostamos en el sofá de la galería al abrigo de un par de mantas, contemplando las brasas del fuego. Me dormí acariciando el pelo de Cristina y pensando que aquélla sería la última noche que pasaría en aquella casa, la prisión en la que había enterrado mi juventud. Soñé que corría por las calles de una Barcelona plagada de relojes cuyas agujas giraban en sentido inverso. Callejones y avenidas se torcían a mi paso como túneles con voluntad propia, conformando un laberinto vivo que burlaba todos mis intentos por avanzar. Al final, bajo un sol de mediodía que ardía en el cielo como una esfera de metal candente, conseguía llegar a la estación de Francia y me dirigía a toda prisa hacia el andén donde el tren empezaba a deslizarse. Corría tras él, pero el tren ganaba velocidad y pese a todos mis esfuerzos no conseguía más que rozarlo con la punta de los dedos. Seguía corriendo hasta perder el aliento y, al llegar al final del andén, caía al vacío. Cuando alzaba la vista, ya era tarde. El tren se alejaba en la distancia, el rostro de Cristina mirándome desde la última ventana.
Abrí los ojos y supe que Cristina no estaba allí. El fuego se había reducido a un puñado de cenizas que apenas chispeaban. Me incorporé y miré a través del ventanal. Amanecía. Pegué el rostro al cristal y advertí una claridad parpadeante en los ventanales del estudio. Me dirigí hacia la escalera de caracol que ascendía a la torre. Un resplandor cobrizo se derramaba sobre los peldaños. Subí lentamente. Al llegar al estudio me detuve en el umbral. Cristina estaba de espaldas, sentada en el suelo. El baúl junto a la pared estaba abierto. Cristina tenía la carpeta que contenía el manuscrito del patrón en las manos y estaba deshaciendo el lazo que la cerraba.
Al oír mis pasos se detuvo.
– ¿Qué haces aquí? -pregunté intentando ocultarla alarma en mi voz.
Cristina se volvió y sonrió.
– Fisgonear.
Siguió la línea de mi mirada hasta la carpeta que tenía en las manos y adoptó una mueca maliciosa.
– ¿Qué hay aquí dentro?
– Nada. Notas. Apuntes. Nada de interés…
– Mentiroso. Apuesto a que éste es el libro en que has estado trabajando -dijo, empezando a desanudar el lazo-. Me muero de ganas por leerlo…
– Preferiría que no lo hicieses -dije en el tono más relajado del que fui capaz.
Cristina frunció el entrecejo. Aproveché el momento para arrodillarme frente a ella y, delicadamente, arrebatarle la carpeta.
– ¿Qué pasa, David?
– Nada, no pasa nada -aseguré con una sonrisa estúpida estampada en los labios.
Até de nuevo el lazo de la carpeta y la volví a dejar en el baúl.
– ¿No vas a echarle la llave? -preguntó Cristina.
Me volví, dispuesto a ofrecerle una excusa, pero Cristina había desaparecido escaleras abajo. Suspiré y cerré la tapa del baúl.
Encontré a Cristina abajo, en el dormitorio. Por un instante me miró como si fuese un extraño. Me quedé en la puerta.
– Perdona -empecé-.
– No tienes por qué pedirme perdón -replicó-. No debería haber metido las narices donde nadie me llama.
– No es eso.
Me ofreció una sonrisa bajo cero y un gesto de despreocupación que cortaban el aire.
– No tiene importancia-dijo.
Asentí dejando el segundo asalto para otro momento.
– Las taquillas de la estación de Francia abren pronto -dije-. He pensado que voy a acercarme para estar allí en cuanto abran y compraré los billetes para hoy al mediodía. Luego iré al banco y sacaré dinero.
Cristina se limitó a asentir. -
Muy bien.
– ¿Por qué no preparas una bolsa con algo de ropa mientras tanto? Yo estaré de vuelta en un par de horas como máximo.
Cristina sonrió débilmente.
– Aquí estaré.
Me aproximé a ella y le tomé el rostro en las manos.
– Mañana por la noche, estaremos en París -le dije-.
La besé en la frente y me fui.
El vestíbulo de la estación de Francia tendía un espejo a mis pies en el que se reflejaba el gran reloj suspendido del techo. Las agujas marcaban las siete y treinta y cinco minutos de la mañana, pero las taquillas seguían cerradas. Un ordenanza armado de un escobón y un espíritu preciosista sacaba lustre al firme silbando una copla y, dentro de lo que le permitía su cojera, meneando las caderas con cierto garbo. A falta de otra cosa que hacer me dediqué a observarle. Era un hombrecillo menudo al que el mundo parecía haber arrugado sobre sí mismo hasta quitarle todo menos la sonrisa y el placer de poder limpiar aquella parcela de suelo como si se tratase de la Capilla Sixtina. No había nadie más en el recinto, y finalmente cayó en la cuenta de que estaba siendo observado. Cuando su quinta pasada transversal le llevó a cruzar frente a mi puesto de vigilancia en uno de los bancos de madera que bordeaban el vestíbulo, el ordenanza se detuvo y, apoyándose en el mocho con ambas manos, se animó a mirarme abiertamente.
– Nunca abren a la hora que dicen -explicó haciendo un gesto hacia las taquillas.
– ¿Y entonces para qué ponen un cartel que dice que abren a las siete?
El hombrecillo se encogió de hombros y suspiró con talante filosófico.
– Bueno, también ponen horarios a los trenes y en los quince años que llevo aquí no he visto ni uno solo que llegase o saliese a la hora prevista -ofreció.
El ordenanza siguió con su barrido en profundidad y quince minutos más tarde oí cómo se abría la ventanilla de la taquilla. Me aproximé y sonreí al encargado.
– Creí que abrían ustedes a las siete -dije.
– Eso dice el cartel. ¿Qué quiere?
– Dos billetes de primera clase a París en el tren del mediodía.
– ¿Para hoy?
– Si no le supone una gran molestia.
La expedición de los billetes le llevó casi quince minutos. Una vez hubo finalizado su obra maestra, los dejó caer sobre el mostrador con desgana.
– A la una. Andén cuatro. No se retrase.
Pagué y, al no retirarme, fui obsequiado con una mirada hostil e inquisitiva.
– ¿Algo más?
Le sonreí y negué, oportunidad que aprovechó para cerrar la ventanilla en mis narices. Me volví y crucé el vestíbulo inmaculado y reluciente por cortesía del ordenanza, que me saludó de lejos y me deseó bon voy age.
La oficina central del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella hacía pensar en un templo. Un gran pórtico daba paso a una nave flanqueada de estatuas que se extendía hasta una fila de ventanillas dispuestas como un altar. A ambos lados, a modo de capillas y confesionarios, mesas de roble y butacones de mariscal, todo ello atentido por un pequeño ejército de interventores y empleados pulcramente trajeados y armados de sonrisas cordiales. Retiré cuatro mil francos en efectivo y recibí las instrucciones sobre cómo retirar fondos en la oficina que el banco tenía en el cruce de la rué de Rennes y el boulevardRa.spa.il en París, cerca del hotel que había mencionado Cristina. Con aquella pequeña fortuna en el bolsillo me despedí desoyendo los consejos del apoderado respecto a lo imprudente de circular con semejante cantidad en metálico por las calles.
El sol se alzaba sobre un cielo azul con el color de la buena fortuna y una brisa limpia traía el olor del mar. Caminaba a paso ligero, como si me hubiese desprendido de una tremenda carga, y empecé a pensar que la ciudad había decidido dejarme ir sin rencor. En el paseo del Born me detuve a comprar unas flores para Cristina, rosas blancas anudadas con un lazo rojo. Subí las escaleras de la casa de la torre de dos en dos, con una sonrisa estampada en los labios y la certeza de que aquél sería el primer día de una vida que había creído ya perdida para siempre. Estaba a punto de abrir cuando, al introducir la llave en la cerradura, la puerta cedió. Estaba abierta.