– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
El niño sonrió y me señaló con el dedo. Quise dar un paso en su dirección pero echó a correr y le vi perderse por el paseo del Born.
Al regresar al portal encontré un sobre encajado en la puerta. El sello de lacre rojo con el ángel todavía estaba tibio. Miré a un lado y otro de la calle, pero no vi a nadie. Entré y cerré el portón a mi espalda con doble vuelta. Me detuve al pie de la escalera y abrí el sobre.
Querido amigo:
Lamento profundamente que no pudiese usted acudir a nuestra cita de anoche. Confío en que esté usted bien y no se haya producido ninguna emergencia o contratiempo. Siento no haber podido disfrutar del placer de su compañía en esta ocasión, pero espero y deseo que sea lo que fuese lo que le impidiera reunirse conmigo, la cuestión tenga una pronta y favorable resolución y que la próxima vez sea más propicia a facilitar nuestro encuentro. Tengo que ausentarme de la ciudad por unos días, pero tan pronto esté de vuelta le haré llegar mis noticias. A la espera de saber de usted y de sus progresos en nuestro común proyecto, le saluda como siempre con afecto su amigo,
ANDREAS CORELLI
Apreté la carta en el puño y me la metí en el bolsillo. Entré en el piso con sigilo y acompañé la puerta con suavidad. Me asomé al dormitorio y comprobé que Cristina seguía dormida. Fui a la cocina y empecé a preparar café y un pequeño almuerzo. A los pocos minutos oí los pasos de Cristina a mi espalda. Me observaba desde el umbral enfundada en un viejo jersey mío que le llegaba a medio muslo. Llevaba el pelo revuelto y tenía los ojos hinchados. Tenía marcas oscuras de los golpes en labios y pómulos, como si la hubiese abofeteado con fuerza. Rehuía mi mirada.
– Perdona -murmuró.
– ¿Tienes hambre? -pregunté.
Negó, pero ignoré su gesto y le indiqué que se sentase a la mesa. Le serví una taza de café con leche y azúcar y una rodaja de pan recién horneado con queso y un poco de jamón. No hizo ademán de tocar el plato.
– Sólo un bocado -sugerí.
Tonteó con el queso sin ganas y me sonrió Débilmente.
– Está bueno -dijo.
– Cuando lo pruebes te parecerá mejor.
Comimos en silencio. Cristina, para mi sorpresa, apuró la mitad de su plato. Luego se escondió tras la taza de café y me observó de refilón.
– Si quieres, me iré hoy -dijo al fin-. No te preocupes. Pedro me dio dinero y…
– No quiero que te vayas a ninguna parte. No quiero que vuelvas a irte nunca más. ¿Me oyes?
– No soy buena compañía, David.
– Ya somos dos.
– ¿Lo decías de verdad? ¿Lo de irnos lejos?
Asentí.
– Mi padre solía decir que la vida no da segundas oportunidades.
– Sólo se las da a aquellos a los que nunca les dio una primera. En realidad son oportunidades de segunda mano que alguien no ha sabido aprovechar, pero son mejores que nada.
Sonrió débilmente.
– Llévame de paseo -dijo de pronto.
– ¿Adonde quieres ir?
– Quiero despedirme de Barcelona.
A media tarde el sol despuntó bajo el manto de nubes que había dejado la tormenta. Las calles relucientes de lluvia se transformaron en espejos sobre los que caminaban los paseantes y se reflejaba el ámbar del cielo. Recuerdo que anduvimos hasta el pie de la Rambla, donde la estatua a Colón asomaba entre la bruma. Caminábamos en silencio, contemplando las fachadas y el gentío como si fuesen un espejismo, como si la ciudad estuviese ya desierta y olvidada. Barcelona nunca me pareció tan hermosa y tan triste como aquella tarde. Cuando empezaba a anochecer nos acercamos hasta la librería de Sempere e Hijos. Nos apostamos en un portal al otro lado de la calle, donde nadie podía vernos. El escaparate de la vieja librería proyectaba un soplo de luz sobre los adoquines húmedos y brillantes. En el interior se podía ver a Isabella aupada a una escalera ordenando libros en el último estante, mientras el hijo de Sempere hacía como que repasaba un libro de contabilidad tras el mostrador y le miraba los tobillos de refilón. Sentado en un rincón, viejo y cansado, el señor Sempere les observaba a ambos con una sonrisa triste.
– Éste es el lugar donde he encontrado casi todas las cosas buenas de mi vida -dije sin pensar-. No le quiero decir adiós.
Cuando volvimos a la casa de la torre ya había oscurecido. Al entrar nos recibió el calor del fuego que había dejado encendido antes de salir. Cristina se adelantó por el corredor y, sin mediar palabra, se fue desnudando y dejando un rastro de ropa en el suelo. La encontré tendida en el lecho, esperando. Me tendí a su lado y dejé que guiase mis manos. Mientras la acariciaba vi cómo los músculos de su cuerpo se tensaban bajo la piel. En sus ojos no había ternura sino un anhelo de calor y de urgencia. Me abandoné en su cuerpo, embistiéndola con rabia mientras sentía sus uñas en mi piel. La escuché gemir de dolor y de vida, como si le faltase el aire. Finalmente caímos exhaustos y cubiertos de sudor el uno junto al otro. Cristina apoyó la cabeza sobre mi hombro y buscó mi mirada.
– Tu amiga me dijo que te habías metido en un lío.
– ¿Isabella?
– Está muy preocupada por ti.
– Isabella tiene tendencia a creer que es mi madre.
– No creo que los tiros vayan por ahí.
Evité sus ojos.
– Me contó que estabas trabajando en un libro nuevo, un encargo de un editor extranjero. Ella le llama el patrón. Dice que te paga una fortuna, pero que tú te sientes culpable por haber aceptado el dinero. Dice que tienes miedo de ese hombre, el patrón, y que hay algo turbio en ese asunto.
Suspiré irritado.
– ¿Hay algo que Isabella no te haya contado?
– Lo demás quedó entre nosotras -replicó guiñándome un ojo-. ¿Acaso mentía?
– No mentía, especulaba.
– ¿Y de qué trata el libro?
– Es un cuento para niños.
– Isabella ya me dijo que dirías eso.
– Si Isabella ya te dio todas las respuestas, ¿para qué me preguntas?
Cristina me miró con severidad.
– Para tu tranquilidad, y la de Isabella, he abandonado el libro. C’estfini-aseguré.
– ¿Cuándo?
– Esta mañana, mientras dormías.
Cristina frunció el entrecejo, escéptica.
– ¿Y ese hombre, el patrón, lo sabe?
– No he hablado con él. Pero supongo que se lo imagina. Y si no, lo va hacer muy pronto.
– ¿Le tendrás que devolver el dinero, entonces?
– No creo que el dinero le importe lo más mínimo.
Cristina se sumió en un largo silencio.
– ¿Puedo leerlo? -preguntó al fin.
– No.
– ¿Por qué no?
– Es un borrador y no tiene ni pies ni cabeza. Es un montón de ideas y notas, fragmentos sueltos. Nada que sea legible. Te aburriría.
– Igualmente me gustaría leerlo.
– ¿Por qué?
– Porque lo has escrito tú. Pedro dice siempre que la única manera de conocer realmente a un escritor es a través del rastro de tinta que va dejando, que la persona que uno cree ver no es más que un personaje hueco y que la verdad se esconde siempre en la ficción.
– Eso debió de leerlo en una postal.
– De hecho lo sacó de uno de tus libros. Lo sé porque yo también lo he leído.
– El plagio no lo eleva del rango de bobada.
– Yo creo que tiene sentido.
– Entonces será verdad.
– ¿Lo puedo leer entonces?
– No.
Cenamos lo que quedaba del pan y el queso de aquella mañana, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina, mirándonos ocasionalmente. Cristina masticaba sin apetito, examinando cada bocado de pan a la luz del candil antes de llevárselo a la boca.
– Hay un tren que sale de la estación de Francia para París mañana al mediodía -dijo-. ¿Es demasiado pronto?
No podía quitarme de la cabeza la imagen de Andreas Corelli ascendiendo las escaleras y llamando a mi puerta en cualquier momento.