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– Márchese -grité, sin fuerza en la voz.

Escuché entonces aquel llanto al otro lado y bajé el arma. Abrí la puerta a la oscuridad y la encontré allí. Tenía la ropa empapada y estaba temblando. Su piel estaba helada. Al verme estuvo a punto de desplomarse en mis brazos. La sostuve y, sin encontrar palabras, la abracé con fuerza. Me sonrió débilmente y cuando llevé mi mano a su mejilla la besó cerrando los ojos.

– Perdóname -murmuró Cristina.

Abrió los ojos y me ofreció aquella mirada herida y rota que me hubiera perseguido hasta el infierno. Le sonreí.

– Bien venida a casa.

La desnudé a la luz de una vela. Le quité los zapatos impregnados de agua encharcada, el vestido empapado y las medias rayadas. Le sequé el cuerpo y el pelo con una toalla limpia. Todavía temblaba de frío cuando la acosté en el lecho y me tendí junto a ella abrazándola para darle calor. Permanecimos así durante un largo rato, en silencio, escuchando la lluvia. Lentamente sentí cómo su cuerpo se hacía tibio bajo mis manos y empezaba a respirar profundamente. Creía que se había dormido cuando la oí hablar en la penumbra.

– Tu amiga vino a verme.

– Isabella.

– Me contó que te había escondido mis cartas. Que no lo hizo por mala fe. Creía que lo hacía por tu bien y a lo mejor tenía razón.

Me incliné sobre ella y busqué sus ojos. Le acaricié los labios y por primera vez sonrió débilmente.

– Pensaba que te habías olvidado de mí -dijo.

– Lo he intentado.

Tenía el rostro marcado de cansancio. Los meses de ausencia habían dibujado líneas sobre su piel y su mirada tenía un aire de derrota y vacío.

– Ya no somos jóvenes -dijo, leyéndome el pensamiento.

– ¿Cuándo hemos sido jóvenes tú y yo?

Eché la manta a un lado y contemplé su cuerpo desnudo tendido sobre la sábana blanca. Le acaricié la garganta y el pecho, rozando apenas su piel con la yema de los dedos. Dibujé círculos en su vientre y tracé el contorno de los huesos que se insinuaban bajo las caderas. Dejé que mis dedos jugueteasen en el vello casi transparente entre sus muslos.

Cristina me observaba en silencio, con su sonrisa rota y los ojos entreabiertos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó.

Me incliné sobre ella y la besé en los labios. Me abrazó y nos quedamos tendidos mientras la luz de la vela se extinguía lentamente.

– Algo se nos ocurrirá -murmuró.

Poco después del alba desperté y descubrí que estaba solo en la cama. Me incorporé de golpe, temiendo que Cristina se hubiese marchado de nuevo en mitad de la noche. Vi entonces que su ropa y sus zapatos seguían sobre la silla y respiré hondo. La encontré en la galería, envuelta en una manta y sentada en el suelo frente al hogar, donde un tronco en brasas desprendía un aliento de fuego azul. Me senté a su lado y la besé en el cuello.

– No podía dormir -dijo, la mirada clavada en el fuego.

– Haberme despertado.

– No me he atrevido. Tenías cara de haberte dormido por primera vez en meses. He preferido explorar tu casa.

– ¿Y?

– Esta casa está embrujada de tristeza -dijo-. ¿Por qué no le prendes fuego?

– ¿Y dónde íbamos a vivir?

– ¿En plural?

– ¿Por qué no?

– Creía que ya no escribías cuentos de hadas.

– Es como ir en bicicleta. Una vez se aprende…

Cristina me miró largamente.

– ¿Qué hay en esa habitación al final del pasillo?

– Nada. Trastos viejos.

– Está cerrada con llave.

– ¿Quieres verla?

Negó.

– Es sólo una casa, Cristina. Un montón de piedras y recuerdos. Nada más.

Cristina asintió con escaso convencimiento.

– ¿Por qué no nos vamos? -preguntó.

– ¿Adonde?

– Lejos.

No pude evitar sonreír, pero ella no me correspondió.

– ¿Hasta dónde? -pregunté.

– Hasta donde nadie sepa quiénes somos ni les importe.

– ¿Es eso lo que quieres? -pregunté.

– ¿Y tú no?

Dudé un instante.

– ¿YPedro? -pregunté, casi atragantándome con las palabras.

Dejó caer la manta que le cubría los hombros y me miró desafiante.

– ¿Te hace falta su permiso para acostarte conmigo?

Me mordí la lengua. Cristina me miraba con lágrimas en los ojos.

– Perdona -murmuró-. No tenía derecho a decir eso.

Tomé la manta del suelo e intenté cubrirla, pero se echó a un lado y rechazó mi gesto.

– Pedro me ha dejado -dijo con voz quebrada-. Se fue ayer al Ritz a esperar a que yo me hubiese ido. Me dijo que sabía que no le quiero, que me casé con él por gratitud o por lástima. Me dijo que no desea mi compasión, que cada día que paso a su lado fingiendo quererle le hago daño. Me dijo que hiciese lo que hiciese él me querría siempre y que por eso no deseaba volver a verme.

Le temblaban las manos.

– Me ha querido con toda su alma y yo sólo he sido capaz de hacerle desgraciado -murmuró.

Cerró los ojos y su rostro se torció en una máscara de dolor. Un instante después dejó escapar un gemido profundo y empezó a golpearse el rostro y el cuerpo con los puños. Me abalancé sobre ella y la rodeé en mis brazos, inmovilizándola. Cristina forcejeaba y gritaba. La presioné contra el suelo, sujetándola por las manos. Se rindió lentamente, exhausta, el rostro cubierto de lágrimas y saliva, los ojos enrojecidos. Permanecimos así casi media hora, hasta que sentí que su cuerpo se relajaba y se sumía en un largo silencio. La cubrí con la manta y la abracé por detrás, ocultándole mis propias lágrimas.

– Nos iremos lejos -le murmuré al oído sin saber si podía oírme o entenderme-. Nos iremos lejos donde nadie sepa quiénes somos ni les importe. Te lo prometo.

Cristina ladeó la cabeza y me miró. Tenía la expresión robada, como si le hubiesen roto el alma a martillazos. La abracé con fuerza y la besé en la frente. La lluvia seguía azotando tras los cristales, y atrapados en aquella luz gris y pálida del alba muerta pensé por primera vez que nos hundíamos.

Abandoné el trabajo para el patrón aquella misma mañana. Mientras Cristina dormía subí al estudio y guardé la carpeta que contenía todas las páginas, notas y apuntes del proyecto en un viejo baúl que había junto a la pared. Mi primer impulso había sido prenderle fuego, pero no tuve el valor. Toda mi vida había sentido que las páginas que iba dejando a mi paso eran parte de mí. La gente normal trae hijos al mundo; los novelistas traemos libros. Estamos condenados a dejarnos la vida en ellos, aunque casi nunca lo agradezcan. Estamos condenados a morir en sus páginas y a veces hasta a dejar que sean ellos quienes acaben por quitarnos la vida. Entre todas las extrañas criaturas de papel y tinta que había traído a este miserable mundo, aquélla, mi ofrenda mercenaria a las promesas del patrón, era sin duda la más grotesca. No había nada en aquellas páginas que mereciese otra cosa que el fuego y, sin embargo, no dejaba de ser sangre de mi sangre y no tenía el coraje de destruirla. La abandoné en el fondo de aquel baúl y salí del estudio apesadumbrado, casi avergonzado de mi cobardía y de la turbia sensación de paternidad que me inspiraba aquel manuscrito de tinieblas. Probablemente el patrón hubiese sabido apreciar la ironía de la situación. A mí, simplemente, me inspiraba náusea.

Cristina durmió hasta bien entrada la tarde. Aproveché para acercarme a una vaquería junto al mercado para comprar algo de leche, pan y queso. La lluvia había cesado por fin, pero las calles estaban encharcadas y la humedad se palpaba en el aire como si fuese un polvo frío que calaba en la ropa y los huesos. Mientras esperaba turno en la vaquería, tuve la impresión de que alguien me estaba observando. Al salir de nuevo a la calle y cruzar el paseo del Born miré a mi espalda y comprobé que un niño de no más de cinco años me seguía. Me detuve y le miré. El niño se paró y me sostuvo la mirada.

– No tengas miedo -le dije-. Acércate.

El niño se aproximó unos pasos y se detuvo a un par de metros. Tenía la piel pálida, casi azulada, como si nunca hubiese visto la luz del sol. Vestía de negro y llevaba zapatos de charol nuevos y relucientes. Tenía los ojos oscuros y las pupilas tan grandes que apenas se veía el blanco de sus ojos.

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