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Todo era blanco. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco inmaculado. Cortinas de seda blancas. Un lecho pequeño cubierto de lienzos blancos. Una alfombra blanca. Estanterías y armarios blancos. Después de la penumbra que reinaba en toda la casa, aquel contraste me nubló la vista durante unos segundos. La estancia parecía sacada de una visión de ensueño, una fantasía de cuento de hadas. Habíajuguetes y libros de cuentos en los estantes. Un arlequín de porcelana de tamaño real estaba sentado frente a un tocador, mirándose al espejo. Un móvil de aves blancas pendía del techo. A simple vista parecía la habitación de un niño consentido, Ismael Marlasca, pero tenía el aire opresivo de una cámara mortuoria.

Me senté sobre el lecho y suspiré. Sólo entonces advertí que había algo allí que parecía fuera de lugar. Empezando por el olor. Un hedor dulzón flotaba en el aire. Me incorporé y miré a mi alrededor. Sobre una cajonera había un plato de porcelana con una vela de color negro, la cera caída en un racimo de lágrimas oscuras. Me volví. El olor parecía provenir de la cabecera de la cama. Abrí el cajón de la mesita de noche y encontré un crucifijo quebrado en tres partes. Sentí el hedor más próximo. Di un par de vueltas por la habitación, pero fui incapaz de encontrar la fuente de aquel olor. Fue entonces cuando lo vi. Había algo debajo de la cama. Me arrodillé y miré bajo el lecho. Una caja de latón, como la que los niños emplean para guardar sus tesoros de infancia. Saqué la caja y la coloqué encima del lecho. El hedor ahora era mucho más claro y penetrante. Ignoré la náusea y abrí la caja. En el interior había una paloma blanca con el corazón atravesado por una aguja. Di un paso atrás, tapándome la boca y la nariz, y retrocedí hasta el pasillo. Los ojos del arlequín con su sonrisa de chacal me observaban desde el espejo. Corrí de regreso a la escalinata y me lancé escaleras abajo, buscando el corredor que conducía a la sala de lectura y la puerta que había conseguido abrir en fl jardín. En algún momento creí que me había perdido y que la casa, como una criatura capaz de desplazar sus pasillos y salones a voluntad, no quería dejarme escapar. Finalmente avisté la galería acristalada y corrí hacia la puerta. Sólo entonces, mientras forcejeaba con el cerrojo, escuché aquella risa maliciosa a mi espalda y supe que no estaba solo en la casa. Me volví un instante y pude apreciar una silueta oscura que me observaba desde el fondo el pasillo portando un objeto reluciente en la mano. Un cuchillo.

La cerradura cedió bajo mis manos y abrí la puerta de un empujón. El impulso me hizo caer de bruces sobre las losas de mármol que rodeaban la piscina. Mi rostro quedó a apenas un palmo de la superficie y sentí el hedor de las aguas corrompidas. Por un instante escruté la tiniebla que se entreveía en el fondo de la piscina. Un claro se abrió entre las nubes y la luz del sol se deslizó a través de las aguas, barriendo el fondo de mosaico desprendido. La visión apenas duró un instante. La silla de ruedas estaba caída hacia adelante, varada en el fondo. La luz siguió su recorrido hacia la parte más honda de la piscina y fue allí donde la encontré. Apoyado contra la pared yacía lo que me parecía un cuerpo envuelto en un vestido blanco deshilachado. Pensé que se trataba de una muñeca, los labios escarlata carcomidos por el agua y los ojos brillantes como zafiros. Su pelo rojo se mecía lentamente en las aguas putrefactas y tenía la piel azul. Era la viuda Marlasca. Un segundo después, el claro en el cielo se cerró y las aguas volvieron a transformarse en un espejo oscuro en el que sólo atiné a ver mi rostro y una silueta materializándose en el umbral de la galería a mi espalda con el cuchillo en la mano. Me levanté rápidamente y eché a correr hacia el jardín, cruzando la arboleda, arañándome la cara y las manos con los arbustos hasta ganar el portón metálico y salir al callejón. Seguí corriendo y no me detuve hasta llegar a la carretera de Vallvidrera. Una vez allí, sin aliento, me volví y comprobé que Casa Marlasca había quedado de nuevo oculta tras el callejón, invisible al mundo.

VÍ a casa en el mismo tranvía, recorriendo la:iudad que se oscurecía a cada minuto bajo un viento helado que levantaba la hojarasca de las calles. Al apearme en la plaza Palacio escuché a dos marineros que venían de los muelles hablar de una tormenta que se acercaba desde el mar y que golpearía la ciudad antes del anochecer. Levanté la vista y vi que el cielo empezaba a cubrirse de un manto de nubes rojas que se esparcían sobre el mar como sangre derramada. En las calles que rodeaban el Born las gentes se afanaban a asegurar puertas y ventanas, los tenderos cerraban sus comercios antes de hora y los niños salían a la calle para jugar contra el viento, alzando los brazos en cruz y riendo ante el estruendo de truenos lejanos. Los faroles parpadeaban y el destello de los relámpagos velaba de luz blanca las fachadas. Me apresuré hasta el portal de la casa de la torre y subí las escaleras a toda prisa. El rumor de la tormenta se sentía tras los muros, aproximándose.

Hacía tanto frío dentro de la casa que podía ver el contorno de mi aliento en el pasillo al entrar. Fui directo al cuarto donde había una vieja estufa de carbón que sólo había usado cuatro o cinco veces desde que vivía allí y la encendí con un pliego de periódicos viejos y secos. Prendí también la hoguera de la galería y me senté en el suelo frente a las llamas. Me temblaban las manos y no sabía si era de frío o de miedo. Esperé a entrar en calor, contemplando la retícula de luz blanca que dejaban los rayos sobre el cielo.

La lluvia no llegó hasta el anochecer y cuando empezó a caer se desplomó en cortinas de gotas furiosas que en apenas unos minutos cegaron la noche y anegaron tejados y callejones bajo un manto negro que golpeaba con fuerza paredes y cristales. Poco a poco, entre la estufa de carbón y la hoguera, la casa se fue caldeando, pero yo seguía teniendo frío. Me levanté y fui hasta el dormitorio en busca de mantas con que envolverme. Abrí el armario y empezé a urgar en los dos grandes cajones de la parte inferior. El estuche seguía allí, escondido al fondo. Lo cogí y lo coloqué sobre el lecho.

Lo abrí y contemplé el viejo revólver de mi padre, cuanto me quedaba de él. Lo sostuve, acariciando el gatillo con el índice. Abrí el tambor e introduje seis balas de la caja de munición que había en el doble fondo del estuche. Dejé la caja sobre la mesita de noche y me llevé el revólver y una manta a la galería. Una vez allí me tumbé en el sofá envuelto en la manta con el revólver sobre el pecho y abandoné la mirada a la tormenta tras los ventanales. Podía oír el sonido del reloj que reposaba en la repisa de la hoguera. No me hacía falta mirarlo para saber que quedaba apenas una media hora para mi encuentro con el patrón en el salón de billares del Círculo Ecuestre.

Cerré los ojos y le imaginé recorriendo las calles de la ciudad, desiertas y anegadas de agua. Le imaginé sentado en la parte de atrás de la cabina de su coche, sus ojos dorados brillando en la oscuridad y el ángel de plata sobre el capó del Rolls-Royce abriéndose camino en la tormenta. Le imaginé inmóvil como una estatua, sin respiración ni sonrisa, sin expresión alguna. Al rato escuché el rumor de la leña arder y la lluvia tras los cristales, me dormí con el arma en las manos y la certeza de que no iba a acudir a la cita.

Poco después de medianoche abrí los ojos. La hoguera estaba casi extinguida y la galería yacía sumida en la penumbra ondulante que proyectaban las llamas azules que apuraban las últimas brasas. Seguía lloviendo intensamente. El revólver estaba todavía en mis manos, tibio. Permanecí allí tendido unos segundos, sin apenas pestañear. Supe que había alguien a la puerta antes de oír el golpe. Aparté la manta y me incorporé. Oí de nuevo la llamada. Nudillos sobre la puerta de la casa. Me levanté con el arma en la mano y me dirigí hasta el corredor. De nuevo la llamada. Di unos pasos en dirección a la puerta y me detuve. Le imaginé sonriendo en el rellano, el ángel en su solapa brillando en la oscuridad. Tensé el percutor del arma. De nuevo el sonido de una mano golpeando la puerta. Quise dar la luz, pero no había electricidad. Seguí avanzando hasta llegar a la puerta. Iba a deslizar la mirilla, pero no me atreví. Me quedé allí inmóvil, casi sin respirar, sosteniendo el arma en alto apuntando hacia la puerta.

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