Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Estás bien? -pregunté.

Asintió.

– Me dijo que me fuese a casa, ¿sabes?, que ya era tarde y que fuera a descansar porque hoy íbamos a tener un día muy largo. Estábamos cerrando toda la contabilidad del mes… si me hubiese quedado un minuto más…

– ¿Qué es lo que pasó, Herminia?

– Estuvimos trabajando hasta tarde. Era casi medianoche cuando el señor Barrido me dijo que me fuese a casa. Los editores estaban esperando a un caballero que venía a verlos…

– ¿A medianoche? ¿Qué caballero?

– Un extranjero, creo. Tenía algo que ver con una oferta, no lo sé. Me hubiese quedado de buena gana, pero era muy tarde y el señor Barrido me dijo…

– Herminia, ese caballero, ¿recuerdas su nombre?

La Veneno me miró con extrañeza.

– Todo lo que recuerdo ya se lo he contado al inspector que ha venido esta mañana. Me ha preguntado por ti.

– ¿Un inspector? ¿Por mí?

– Están hablando con todo el mundo.

– Claro.

La Veneno me miraba fijamente, con desconfianza, como si tratase de leer mis pensamientos.

– No saben si saldrá vivo -murmuró, refiriéndose a Escobillas-. Se ha perdido todo, los archivos, los contratos… todo. La editorial se acabó.

– Lo siento, Herminia.

Una sonrisa torcida y maliciosa afloró en sus labios.

– ¿Lo sientes? ¿No es esto lo que querías?

– ¿Cómo puedes pensar eso?

La Veneno me miró con recelo.

– Ahora eres libre.

Hice ademán de tocarle el brazo pero Herminia se incorporó y retrocedió un paso, como si mi presencia le produjese miedo.

– Herminia…

– Vete -dijo.

Dejé a Herminia entre las ruinas humeantes. Al salir a la calle me tropecé con un grupo de chiquillos que estaban hurgando entre las pilas de escombros. Uno de ellos había desenterrado un libro de entre las cenizas y lo examinaba con una mezcla de curiosidad y desdén. La cubierta había quedado velada por las llamas y el reborde de las páginas ennegrecido, pero por lo demás el libro estaba intacto. Supe por el grabado en el lomo que se trataba de una de las entregas de La Ciudad de los Malditos.

– ¿Señor Martín?

Me volví para encontrarme con tres hombres ataviados con trajes de saldo que no acompañaban al calor húmedo y pegajoso que flotaba en el aire. Uno de ellos, que parecía el jefe, se adelantó un paso y me ofreció una sonrisa cordial, de vendedor experto. Los otros dos, que parecían tener la constitución y el temperamento de una prensa hidráulica, se limitaron a clavarme una mirada abiertamente hostil.

– Señor Martín, soy el inspector Víctor Grandes y éstos son mis colegas, los agentes Marcos y Gástelo, del cuerpo de investigación y vigilancia. Me pregunto si sería usted tan amable de dedicarnos unos minutos.

– Por supuesto -respondí.

El nombre de Víctor Grandes me sonaba de mis años en la sección de sucesos. Vidal le había dedicado alguna de sus columnas y recordé particularmente una en la que lo calificaba como el hombre revelación del cuerpo, un valor sólido que confirmaba la llegada a la fuerza de una nueva generación de profesionales de élite mejor formados que sus predecesores, incorruptibles y duros como el acero. Los adjetivos y la hipérbole eran de Vidal, no míos. Supuse que el inspector Grandes no habría hecho sino escalar posiciones en Jefatura desde entonces y que su presencia allí evidenciaba que el cuerpo se tomaba en serio el incendio de Barrido y Escobillas.

– Si no tiene inconveniente podemos acércanos a un café donde hablar sin interrupciones -dijo Grandes sin aflojar un ápice la sonrisa de servicio.

– Como gusten.

Grandes me condujo hasta un pequeño bar que quedaba en la esquina de las calles Doctor Dou y Pintor Fortuny. Marcos y Gástelo caminaban a nuestra espalda, sin quitarme los ojos de encima. Grandes me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Volvió a guardar la cajetilla. No despegó los labios hasta que llegamos al café y me escoltaron a una mesa, al fondo, donde los tres se apostaron a mi alrededor. Si me hubiesen llevado a un calabozo oscuro y húmedo me hubiera parecido que el encuentro era más amigable.

– Señor Martín, creo que ya habrá tenido conocimiento de lo sucedido esta madrugada.

– Sólo lo que he leído en el periódico. Y lo que me ha contado la Veneno…

– ¿ La Veneno?

– Perdón. La señorita Herminia Duaso, adjunta a la dirección.

Marcos y Gástelo intercambiaron una mirada impagable. Grandes sonrió.

– Interesante mote. Dígame, señor Martín, ¿dónde se encontraba usted ayer por la noche?

Bendita ingenuidad, la pregunta me pilló de sorpresa.

– Es una pregunta rutinaria -aclaró Grandes-. Estamos intentando establecer la presencia de todas las personas que pudieran haber tenido relación con las víctimas en los últimos días. Empleados, proveedores, familiares, conocidos…

– Estaba con un amigo.

Tan pronto abrí la boca lamenté la elección de mis palabras. Grandes lo advirtió.

– ¿Un amigo?

– Más que un amigo se trata de una persona relacionada con mi trabajo. Un editor. Ayer por la noche tenía concertada una entrevista con él.

– ¿Podría decir hasta qué hora estuvo usted con esta persona?

– Hasta tarde. De hecho, acabé pasando la noche en su casa.

– Entiendo. ¿Y la persona que usted define como relacionada con su trabajo se llama?

– Corelli. Andreas Corelli. Un editor francés.

Grandes anotó el nombre en un pequeño cuaderno.

– Parecería que el apellido fuese italiano -comentó.

– La verdad es que no sé con exactitud cuál es su nacionalidad.

– Es comprensible. Y este señor Corelli, sea cual sea su ciudadanía, ¿podría corroborar que ayer por la noche se encontraba con usted?

Me encogí de hombros. f- -Supongo que sí.

– ¿Lo supone?

– Estoy seguro de que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?

– No lo sé, señor Martín. ¿Hay algún motivo por el cual usted cree que no fuera a hacerlo?

– No.

– Tema zanjado, entonces.

Marcos y Gástelo me miraban como si no me hubiesen oído pronunciar más que embustes desde que nos habíamos sentado.

– Para acabar, ¿podría usted aclararme la naturaleza de la reunión que mantuvo usted ayer noche con este editor de nacionalidad indeterminada?

– El señor Corelli me había citado para formularme una oferta.

– ¿Una oferta de qué índole?

– Profesional.

– Ya veo. ¿Para escribir un libro, tal vez?

– Exactamente.

– Dígame, ¿es habitual que tras una reunión de trabajo se quede usted a pasar la noche en el domicilio de la, digamos, parte contratante?

– No.

– Pero me dice usted que se quedó a pasar la noche en el domicilio de este editor.

– Me quedé porque no me encontraba bien y no creí que pudiese llegar a mi casa.

– ¿Le sentó mal la cena, quizá?

– He tenido algunos problemas de salud últimamente.

Grandes asintió con aire de consternación.

– Mareos, dolores de cabeza… -completé.

– ¿Pero es razonable asumir que ya se encuentra usted mejor?

– Sí. Mucho mejor.

– Lo celebro. Lo cierto es que tiene usted un aspecto envidiable. ¿No es así?

Gástelo y Marcos asintieron lentamente.

– Cualquiera diría que se ha quitado usted un gran peso de encima -apuntó el inspector.

– No le entiendo.

– Me refiero a los mareos y las molestias.

Grandes manejaba aquella farsa con un dominio del tempo exasperante.

– Disculpe mi ignorancia respecto a los pormenores de su ámbito profesional, señor Martín, ¿pero no es cierto que tenía usted suscrito un contrato con los dos editores que no expiraba hasta dentro de seis años?

– Cinco.

– ¿Y no le ligaba ese contrato en exclusiva, por así decirlo, a la editorial de Barrido y Escobillas?

– Ésos eran los términos.

– Entonces, ¿por qué motivo habría usted de discutir una oferta con un competidor si su contrato le impedía aceptarla?

– Era una simple conversación. Nada más.

34
{"b":"100566","o":1}