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– Que sin embargo devino en una velada en el domicilio de este caballero.

– Mi contrato no me impide hablar con terceras personas. Ni pasar la noche fuera de mi casa. Soy libre de dormir donde quiera y hablar con quien quiera de lo que quiera.

– Por supuesto. No pretendía insinuar lo contrario, pero gracias por aclararme este punto.

– ¿Puedo aclararle algo más?

– Sólo un pequeño matiz. En el supuesto de que fallecido el señor Barrido y, Dios no lo quiera, el señor Escobillas no se recuperase de sus heridas y falleciese también, la editorial quedaría disuelta y otro tanto ocurriría con su contrato. ¿Me equivoco?

– No estoy seguro. No sé exactamente en qué régimen estaba constituida la empresa.

– Pero ¿es probable que así fuera, diría usted?

– Es posible. Tendría que preguntárselo al abogado de los editores.

– De hecho ya se lo he preguntado. Y me ha confirmado que, de suceder lo que nadie quiere que suceda y el señor Escobillas pasara a mejor vida, así sería.

– Entonces ya tiene usted su respuesta.

– Y usted su plena libertad para aceptar la oferta del señor…

– …Corelli.

– Dígame, ¿la ha aceptado ya?

– ¿Puedo preguntarle qué relación tiene eso con las causas del incendio? -espeté.

– Ninguna. Es una simple curiosidad.

– ¿Es todo? -pregunté.

Grandes miró a sus colegas y luego a mí.

– Por mi parte, sí.

Hice ademán de levantarme. Los tres policías permanecieron clavados en sus asientos.

– Señor Martín, antes de que se me olvide -dijo Grandes-, ¿puede confirmarme si recuerda que hace una semana los señores Barrido y Escobillas le visitaron en su domicilio en el número treinta de la calle Flassaders en compañía del antes citado abogado?

– Lo hicieron.

– ¿Se trataba de una visita social o de cortesía?

– Los editores vinieron a expresarme sus deseos de que me reintegrase al trabajo en una serie de libros que había dejado de lado para dedicarme unos meses a otro proyecto.

– ¿Calificaría usted la conversación de cordial y distendida?

– No recuerdo que nadie levantase la voz.

– ¿Y tiene usted memoria de haberles respondido, y cito textualmente, que “en una semana estarán ustedes muertos”? Sin levantar la voz, por supuesto.

Suspiré.

– Sí -admití.

– ¿A qué se refería?

– Estaba enojado y dije lo primero que se me pasó por la cabeza, inspector. Eso no significa que hablase en serio. Aveces se dicen cosas que uno no siente.

– Gracias por su sinceridad, señor Martín. Nos ha sido usted de gran ayuda. Buenos días.

Me fui de allí con las tres miradas clavadas como puñales en la espalda y la certeza de que si hubiese respondido a cada cuestión del inspector con una mentira no me habría sentido tan culpable.

El mal sabor de boca de mi encuentro con Víctor Grandes y la pareja de basiliscos que llevaba por escolta apenas sobrevivió a cien metros de paseo al sol caminando en un cuerpo que apenas reconocía: fuerte, sin dolor ni náusea, sin silbidos en los oídos ni punzadas de agonía en el cráneo, sin fatiga ni sudores fríos. Sin memoria alguna de la certeza de una muerte segura que me asfixiaba hacía apenas veinticuatro horas. Algo me decía que la tragedia acaecida aquella noche, incluyendo la muerte de Barrido y la práctica defunción en ciernes de Escobillas, debería haberme llenado de pesar y congoja, pero entre mi conciencia y yo fuimos incapaces de sentir algo más allá de la más placentera indiferencia. Aquella mañana de julio la Rambla era una fiesta y yo su príncipe.

Dando un paseo me acerqué hasta la calle Santa Ana, dispuesto a hacerle una visita sorpresa al señor Sempere. Cuando entré en la librería, Sempere padre andaba tras el mostrador cuadrando cuentas mientras su hijo se había aupado a una escalera y estaba reordenando los estantes. Al verme, el librero me brindó una sonrisa cordial y me di cuenta de que, por un instante, no se había dado cuenta de quién era yo. Un segundo más tarde se le borró la sonrisa y, boquiabierto, rodeó el mostrador para abrazarme.

– ¿Martín? ¿Es usted? ¡Santa Madre de Dios… si está usted irreconocible! Me tenía preocupadísimo. Fuimos varias veces a su casa, pero no contestaba usted. He estado preguntando en hospitales y comisarías.

Su hijo se me quedó mirando desde lo alto de la escalera, incrédulo. Tuve que recordar que apenas una semana antes me habían visto en un estado que no desmerecía el de los inquilinos de la morgue del distrito quinto.

– Lamento haberles dado un susto. Me ausenté unos días por un asunto de trabajo.

– Pero ¿qué? Me hizo usted caso y fue al médico, ¿verdad?

Asentí.

– Resultó ser una tontería. Cosas de la tensión. Unos días tomando un tónico y como nuevo.

– Pues ya me dirá el nombre del tónico, a ver si me doy una ducha con él… ¡Qué gusto y qué alivio verle así!

La euforia se desinfló rápidamente al desplomarse la noticia del día.

– ¿Ha oído lo de Barrido y Escobillas? -preguntó el librero.

– De allí vengo. Cuesta creerlo.

– Quién lo iba a decir. No es que me inspirasen ninguna simpatía, pero de ahí a algo así… Y, dígame, todo esto a usted, a efectos legales, ¿cómo le deja? Disculpe lo crudo de la pregunta.

– La verdad es que no lo sé. Creo que los dos socios ostentaban la titularidad de la sociedad. Habrá herederos, supongo, pero es posible que, si ambos fallecen, la sociedad como tal se disuelva. Y mi vínculo con ellos también. O eso creo.

– O sea, que si Escobillas, que Dios me perdone, también palma, es usted un hombre libre.

Asentí.

– Menudo dilema… -murmuró el librero.

– Que sea lo que Dios quiera -aventuré.

Sempere asintió, pero advertí que algo en todo aquello le inquietaba y prefería cambiar de tema.

– En fin. El caso es que me viene de perlas que se haya pasado por aquí porque quería pedirle un favor.

– Está hecho.

– Le advierto que no le va a gustar.

– Si me gustase no sería un favor, sería un placer. Y si el favor es para usted, lo será.

– De hecho no es para mí. Yo se lo cuento y usted decide. Sin compromiso, ¿de acuerdo?

Sempere se apoyó sobre el mostrador y adoptó el aire narrativo que me traía tantos recuerdos de infancia pasados en aquella tienda.

– Es una muchacha, Isabella. Debe de tener diecisiete años. Lista como el hambre. Viene siempre por aquí y le presto libros. Me cuenta que quiere ser escritora.

– Me suena la historia -dije.

– El caso es que hace una semana me dejó uno de sus relatos, nada, veinte o treinta páginas, y me pidió mi opinión.

– ¿Y?

Sempere bajó el tono, como si lo que me estaba contando fuese una confidencia de secreto de sumario.

– Magistral. Mejor que el noventa y nueve por ciento de lo que he visto publicado en los últimos veinte años.

– Espero que me cuente usted en el restante uno por ciento o daré mi vanidad por pisoteada y apuñalada a la trapera.

– Ahí es adonde iba yo. Isabella le adora.

– ¿Me adora? ¿A mí?

– Sí, como si fuese usted la Moreneta y el Niño Jesús a una. Se ha leído La Ciudad de los Malditos entera diez veces y cuando le dejé Los Pasos del Cielo me dijo que si ella pudiera escribir un libro así ya se podría morir tranquila.

– Esto me suena a encerrona.

– Ya sabía yo que se me iba a escabullir usted.

– No me escabullo. No me ha dicho usted en qué consiste el favor.

– Imagíneselo.

Suspiré. Sempere chasqueó la lengua.

– Le dije que no le iba a gustar.

– Pídame otra cosa.

– Sólo tiene que hablar con ella. Darle ánimos, consejos… escucharla, leerse alguna cosa y orientarla. No le costará tanto. La chica tiene la cabeza rápida como una bala. Le va a caer a usted divinamente. Se harán amigos. Y ella puede trabajar como su ayudante.

– No necesito una ayudante. Y menos una desconocida.

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