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– Tonterías. Y, además, conocerla, ya la conoce. O eso dice ella. Dice que le conoce a usted desde hace años, pero que seguramente usted no se acuerda. Al parecer, el par de benditos que üene por padres están convencidos de que esto de la literatura la va a condenar al infierno o a una soltería laica y dudan entre meterla a monja o casarla con algún cretino para que le haga ocho hijos y la entierre para siempre entre sartenes y cacerolas. Si no hace usted algo para salvarla, es el equivalente a un asesinato.

– No dramatice, señor Senipere.

– Mire, no se lo pediría porque ya sé que a usted esto del altruismo le va tanto como lo de bailar sardanas, pero cada vez que la veo entrar aquí y mirarme con esos ojillos que se le salen de inteligencia y de ganas y pienso en el porvenir que le espera se me parte el alma. Lo que yo podía enseñarle ya se lo he enseñado. La chica aprende rápido, Martín. Si me recuerda a alguien es a usted de chaval.

Suspiré.

– ¿Isabella que más?

– Gispert. Isabella Gispert.

– No la conozco. No he oído ese nombre en mi vida.

Le han colocado a usted un embuste.

El librero negó por lo bajo.

– Isabella dijo que diría usted exactamente eso.

– Talentosa y adivina. ¿Y qué más le dijo?

– Dijo que sospecha que es usted bastante mejor escritor que persona.

– Un cielo, esta Isabelita.

– ¿Puedo decirle que le vaya a ver? ¿Sin compromiso?

Me rendí y asentí. Sempere sonrió triunfante y quiso sellar el pacto con un abrazo, pero me di a la fuga antes de que el viejo librero pudiese completar su misión de intentar hacerme sentir buena persona.

– No se arrepentirá, Martín -le oí decir cuando salía por la puerta.

Al llegar a casa me encontré al inspector Víctor Grandes sentado en el escalón del portal saboreando un cigarrillo con calma. Al verme me sonrió con aquel donaire de galán de sesión de tarde, como si fuese un viejo amigo en visita de cortesía. Me senté a su lado y me ofreció la pitillera abierta. Gitanes, advertí. Acepté.

– ¿Y Hansel y Gretel?

– Marcos y Gástelo no han podido venir. Hemos tenido un chivatazo y han ido a recoger a un viejo conocido al Pueblo Seco que probablemente precisaba de cierta persuasión para refrescar la memoria.

– Pobre diablo.

– Si les hubiese dicho que venía a verle a usted seguro que se apuntaban. Les ha caído usted divinamente.

– Un auténtico flechazo, ya lo he notado. ¿Qué puedo hacer por usted, inspector? ¿Le puedo invitar a un café arriba?

– No osaría invadir su intimidad, señor Martín. De hecho sólo quería darle la noticia en persona antes de que se enterase por otros medios.

– ¿Qué noticia?

– Escobillas ha muerto esta tarde a primera hora en el Hospital Clínico.

– Dios. No lo sabía -dije.

Grandes se encogió de hombros y siguió fumando en silencio.

– Se veía venir. ¿Qué le vamos a hacer?

– ¿Ha podido averiguar algo de las causas del incendio? -pregunté.

El inspector me miró largamente y luego asintió.

– Todo parece indicar que alguien derramó gasolina encima del señor Barrido y le prendió fuego. Las llamas se propagaron cuando él, presa del pánico, intentó escapar de su despacho. Su socio y el otro trabajador que acudió en su ayuda quedaron atrapados por el fuego.

Tragué saliva. Grandes sonrió tranquilizadoramente.

– Me comentaba esta tarde el abogado de los editores que, dada la vinculación personal que existía en el redactado del contrato que tenía usted suscrito con ellos, al fallecimiento de los editores éste queda disuelto, aunque los herederos mantienen los derechos sobre la obra ya publicada con anterioridad. Supongo que le escribirá a usted una carta informándole, pero he pensado que le gustaría saberlo antes, por si tiene que tomar alguna decisión respecto a la oferta de ese editor que mencionó.

– Gracias.

– No se merecen.

Grandes apuró su cigarrillo y lanzó la colilla al suelo. Me sonrió afablemente y se incorporó. Me dio una palmada en el hombro y se alejó rumbo a la calle Princesa.

– ¿Inspector? -llamé.

Grandes se detuvo y se volvió.

– No pensará usted…

El inspector me ofreció una sonrisa cansina. -Cuídese, Martín.

Me fui a dormir temprano y me desperté de golpe creyendo que ya era el día siguiente para comprobar acto seguido que apenas pasaban unos minutos de las doce de la noche.

En sueños había visto a Barrido y Escobillas atrapados en su despacho. Las llamas ascendían por sus ropas hasta cubrir cada centímetro de sus cuerpos. Tras la ropa, su piel se caía a tiras y los ojos prendidos de pánico se quebraban debido al fuego. Sus cuerpos se sacudían en espasmos de agonía y terror hasta caer derribados en los escombros mientras la carne se desprendía de sus huesos como cera fundida y formaba a mis pies un charco humeante en el que veía reflejado mi propio rostro sonriendo al tiempo que soplaba el fósforo que sostenía entre los dedos.

Me levanté para buscar un vaso de agua y, suponiendo que ya se me había escapado el tren del sueño, subí al estudio y extraje del cajón del escritorio el libro que había rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados. Encendí el flexo y torcí el brazo que sostenía la lámpara para que enfocase directamente sobre el libro. Lo abrí por la primera página y empecé a leer.

Lux Aeterna D.M.

A primera vista, el libro ofrecía una colección de textos y plegarias que no alumbraba sentido alguno. La pieza era un original, un puñado de páginas mecanografiadas y encuadernadas en piel sin excesivo mimo. Seguí leyendo y al rato me pareció intuir cierto método en la secuencia de eventos, cantos y reflexiones que puntuaban el texto. El lenguaje tenía su propia cadencia y, lo que al inicio parecía una completa ausencia de diseño o estilo, poco a poco iba desvelando un canto hipnótico que calaba lentamente en el lector y lo sumía en un estado entre el sopor y el olvido. Lo mismo sucedía con el contenido, cuyo eje central no se evidenciaba hasta bien entrada una primera sección, o canto, pues la obra parecía estructurada al modo de viejos poemas compuestos en épocas en que el tiempo y el espacio discurrían a su libre albedrío. Me di cuenta entonces de que aquel Lux Aeterna era, a falta de otras palabras, una suerte de libro de los muertos.

Pasadas las primeras treinta o cuarenta páginas de circunloquios y acertijos, uno se iba adentrando en un preciso y extravagante rompecabezas de oraciones y súplicas cada vez más inquietante en el que la muerte, referida en ocasiones en versos de dudosa métrica como un ángel blanco con ojos de reptil y en otras como un niño luminoso, era presentada como una deidad única y omnipresente que se manifestaba en la naturaleza, en el deseo y en la fragilidad de la existencia.

Quienquiera que fuese aquel enigmático D. M., en sus versos la muerte se desplegaba como una fuerza voraz y eterna. Una mezcla bizantina de referencias a diversas mitologías de paraísos y avernos se torcía aquí en un solo plano. Según D. M. sólo había un principio y un final, sólo un creador y destructor que se presentaba con diferentes nombres para confundir a los hombres y tentar su debilidad, un único Dios cuyo verdadero rostro estaba dividido en dos mitades: una, dulce y piadosa; la otra, cruel y demoníaca.

Hasta ahí pude colegir, porque más allá de estos principios el autor parecía haber perdido el rumbo de su narrativa y apenas resultaba posible descifrar las referencias e imágenes que poblaban el texto a modo de visiones proféticas. Tormentas de sangre y fuego precipitándose sobre ciudades y pueblos. Ejércitos de cadáveres uniformados recorriendo llanuras infinitas y arrasando la vida a su paso. Infantes ahorcados con jirones de banderas a las puertas de fortalezas. Mares negros donde millares de ánimas en pena flotaban suspendidas durante toda la eternidad bajo aguas heladas y envenenadas. Nubes de cenizas y océanos de huesos y de carne corrompida infestados de insectos y serpientes. La sucesión de estampas infernales y nauseabundas continuaba hasta la saciedad.

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