A medida que pasaba las páginas del manuscrito tuve la sensación de recorrer paso a paso el mapa de una mente enferma y quebrada. Línea a línea, el autor de aquellas páginas había ido documentando sin saberlo su descenso a un abismo de locura. El último tercio del libro me pareció un amago de deshacer el camino, un grito desesperado desde la celda de su sinrazón por escapar al laberinto de túneles que había abierto en su mente. El texto moría a media frase de súplica, una solución de continuidad sin explicación alguna.
Llegado ese punto se me caían los párpados. Desde la ventana me alcanzó una brisa leve que venía del mar y barría la niebla de los tejados. Me disponía a cerrar el libro cuando advertí que algo se había quedado atascado en el filtro de mi mente, algo que tenía que ver con la composición mecánica de aquellas páginas. Volví al inicio y empecé a repasar el texto. Encontré la primera muestra en la quinta línea. A partir de allí la misma marca aparecía cada dos o tres líneas. Una de las letras, la S mayúscula, aparecía siempre ligeramente ladeada hacia la derecha. Extraje una página en blanco del cajón y la metí en el tambor de la Underwood que había sobre el escritorio. Escribí una frase al azar.
Suenan las campanas de Santa María del Mar.
Extraje la hoja y la examiné a la luz del flexo.
Suenan… de Santa María
Suspiré. Lux Aeterna había sido escrito en aquella misma máquina de escribir y, supuse, probablemente en aquel mismo escritorio.
A la mañana siguiente bajé a desayunar a un café que quedaba frente a las puertas de Santa María del Mar. El barrio del Born estaba repleto de carromatos y gentes que acudían al mercado, y de comerciantes y mayoristas que abrían sus tiendas. Me senté a una de las mesas de fuera y pedí un café con leche. Un ejemplar de La Vanguardia había quedado huérfano en la mesa de al lado y lo adopté. Mientras mis ojos resbalaban sobre titulares y entradillas advertí que una silueta ascendía la escalinata hasta la entrada de la catedral y se sentaba en el último peldaño para observarme con disimulo. La muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años y simulaba anotar cosas en un cuaderno mientras me iba lanzando miradas furtivas. Degusté mi café con leche con calma. Al rato le hice una seña al camarero de que se aproximase.
– ¿Ve a esa señorita sentada a la puerta de la iglesia? Dígale que pida lo que le apetezca, que invito yo.
El camarero asintió y se dirigió hacia ella. Al ver que alguien se aproximaba, la muchacha hundió la cabeza en el cuaderno, asumiendo una expresión de absoluta concentración que me arrancó una sonrisa. El camarero sedetuvo frente a ella y carraspeó. Ella alzó la vista del cuaderno y le miró. El camarero le explicó su misión y acabó por señalarme. La muchacha me lanzó una mirada, alarmada. La saludé con la mano. Se le encendieron los carrillos como brasas. Se levantó y se acercó a la mesa con pasos cortos y la mirada clavada en los pies.
– ¿Isabella? -pregunté.
La muchacha levantó la mirada y suspiró, molesta consigo misma.
– ¿Cómo lo ha sabido? -preguntó.
– Intuición sobrenatural -respondí.
Me ofreció la mano y se la estreché sin entusiasmo.
– ¿Puedo sentarme? -preguntó.
Tomó asiento sin esperar mi respuesta. Durante medio minuto, la muchacha cambió de postura unas seis veces hasta retomar la inicial. Yo la observaba con calma y calculado desinterés.
– No se acuerda usted de mí, ¿verdad, señor Martín?
– ¿Debería?
– Durante años le subía cada semana la cesta con su pedido de la semana de Can Gispert.
La imagen de la niña que durante tanto tiempo me traía los comestibles del colmado me vino a la memoria y se diluyó en el rostro más adulto y ligeramente más anguloso de aquella Isabella mujer de formas suaves y mirada acerada.
– La niña de las propinas -dije, aunque de niña le quedaba poco o nada.
Isabella asintió.
– Siempre me he preguntado qué hacías con todas aquellas monedas.
– Comprar libros en Sempere e Hijos.
– Si lo llego a saber…
– Si le molesto, me voy.
– No me molestas. ¿Quieres tomar alguna cosa? -La muchacha negó.
– El señor Sempere me dice que tienes talento.
Isabella se encogió de hombros y me devolvió una sonrisa escéptica.
– Por norma general, cuanto más talento se tiene, más duda uno de tenerlo -dije-. Y a la inversa.
– Entonces yo debo de ser un prodigio -replicó Isabella.
– Bien venida al club. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Isabella inspiró profundamente.
– El señor Sempere me dijo que a lo mejor podía usted leer algo de lo que tengo y darme su opinión y ofrecerme algún consejo.
La miré a los ojos durante unos segundos sin responder. Me sostuvo la mirada sin pestañear.
– ¿Eso es todo?
– No.
– Ya me lo parecía. ¿Cuál es el capítulo dos?
Isabella apenas vaciló un instante.
– Si le gusta lo que lee y cree que tengo posibilidades, me gustaría pedirle que me permitiese ser su ayudante.
– ¿Qué te hace suponer que necesito una ayudante?
– Puedo ordenar sus papeles, mecanografiarlos, corregir errores y faltas…
– ¿Errores y faltas?
– No pretendía insinuar que cometa usted errores…
– ¿Qué pretendías insinuar, entonces?
– Nada. Pero siempre ven más cuatro ojos que dos. Y además puedo ocuparme de la correspondencia, de hacer recados, ayudarle a buscar documentación. Además, sé guisar y puedo…
– ¿Me estás pidiendo un puesto de ayudante o de cocinera?
– Le estoy pidiendo una oportunidad.
Isabella bajó la mirada. No pude reprimir una sonrisa. Aquella curiosa criatura me resultaba simpática, a mi pesar.
– Haremos una cosa. Tráeme las mejores veinte páginas que hayas escrito, las que tú creas que demuestran lo mejor que sabes hacer. No me traigas ni una más porque no pienso leérmela. Las miraré con calma y, según lo vea, hablaremos.
Se le iluminó el rostro y por un instante aquel velo de dureza y tirantez que anclaba su gesto se desvaneció.
– No se arrepentirá -dijo.
Se incorporó y me miró nerviosamente.
– ¿Está bien si se lo traigo a casa?
– Déjamelo en el buzón. ¿Es todo?
Asintió repetidamente y se fue retirando con aquellos pasos cortos y nerviosos que la sostenían. Cuando estuvo a punto de volverse y echar a correr la llamé.
– ¿Isabella?
Me miró solícita, la mirada nublada con una súbita inquietud.
– ¿Por qué yo? -pregunté-. Y no me digas que porque soy tu autor favorito y todas las lisonjas con las que Sempere te ha aconsejado que me enjabones, porque si lo haces, ésta será la primera y última conversación que tengamos.
Isabella dudó un instante. Me ofreció una mirada desnuda y respondió sin miramientos.
– Porque es usted el único escritor que conozco.
Me sonrió azorada y partió con su cuaderno, su paso incierto y su sinceridad. La contemplé rodear la esquina de la calle Mirallers y perderse tras la catedral.
Al volver a casa apenas una hora después, me la encontré sentada en mi portal, esperando con lo que supuse era su relato en las manos. Al verme se levantó y forzó una sonrisa.
– Te he dicho que me lo dejases en el buzón -dije.
Isabella asintió y se encogió de hombros.
– Como muestra de agradecimiento le he traído un poco de café de la tienda de mis padres. Es colombiano. Buenísimo. El café no pasaba por el buzón y he pensado que era mejor esperarle.
Aquella excusa sólo se le podía ocurrir a una novelista en ciernes. Suspiré y abrí la puerta.
– Adentro.
Subí las escaleras con Isabella siguiéndome unos peldaños por detrás como un perro faldero.
– ¿Siempre se toma tanto tiempo para desayunar? No es que me importe, claro, pero como llevaba aquí casi tres cuartos de hora esperando, he empezado a preocuparme, digo, no vaya a ser que se le haya atragantado algo, para una vez que encuentro a un escritor de carne y hueso, con mi suerte no sería raro que fuera y se tragase una oliva por el lado que no toca y ahí tiene usted el fin de mi carrera literaria -ametralló la muchacha.