Me detuve a medio tramo de escaleras y la miré con la expresión más hostil que pude encontrar.
– Isabella, para que las cosas funcionen entre nosotros vamos a tener que establecer una serie de reglas. La primera es que las preguntas las hago yo y tú te limitas a responderlas. Cuando no hay preguntas por mi parte, no proceden por la tuya ni respuestas ni discursos espontáneos. La segunda regla es que yo me tomo para desayunar o merendar o mirar las musarañas el tiempo que me sale de las narices y ello no constituye objeto de debate.
– No quería ofenderle. Ya entiendo que una digestión lenta ayuda a la inspiración.
– La tercera regla es que el sarcasmo no te lo tolero antes del mediodía. ¿Estamos?
– Sí, señor Martín.
– La cuarta es que no me llames señor Martín ni el día de mi entierro. A ti te debo de parecer un fósil, pero a mí me gusta creer que todavía soyjoven. Es más, lo soy, punto.
– ¿Cómo debo llamarle?
– Por mi nombre: David.
La muchacha asintió. Abrí la puerta del piso y le indiqué que pasara. Isabella dudó un instante y se coló de un sal tito.
– Yo creo que tiene usted todavía un aspecto bastante juvenil para su edad, David.
La miré, atónito.
– ¿Qué edad crees que tengo?
Isabella me miró de arriba abajo, calibrando.
– ¿Algo así como treinta años? Pero bien llevados, ¿eh?
– Haz el favor de callarte y preparar una cafetera con ese mejunje que has traído.
– ¿Dónde está la cocina?
– Búscala.
Compartimos aquel delicioso café colombiano sentados en la galería. Isabella sostenía su tazón y me miraba de reojo mientras yo leía las veinte páginas que me había traído. Cada vez que pasaba una página y levantaba la vista me encontraba con su mirada expectante.
– Si te vas a quedar ahí mirándome como una lechuza, esto va a llevar mucho tiempo.
– ¿Qué quiere que haga?
– ¿No querías ser mi ayudante? Pues ayuda. Busca algo que necesite ordenarse y ordénalo, por ejemplo.
Isabella miró alrededor.
– Todo está desordenado.
– La ocasión la pintan calva.
Isabella asintió y partió al encuentro del caos y el desorden que reinaban en mi morada con determinación militar. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y seguí leyendo. El relato que me había traído apenas tenía hilo argumental. Relataba con una sensibilidad afilada y palabras bien articuladas las sensaciones y ausencias que pasaban por la mente de una muchacha confinada en una estancia fría en un ático del barrio de la Ribera desde la cual contemplaba la ciudad y las gentes ir y venir en las callejas angostas y oscuras. Las imágenes y la música triste de su prosa delataban una soledad que bordeaba la desesperación. La muchacha del cuento pasaba las horas prisionera de su mundo y, a ratos, se enfrentaba a un espejo y se abría cortes en los brazos y en los muslos con un cristal roto, dejando cicatrices como las que podían adivinarse bajo las mangas de Isabella. Estaba a punto de finalizar la lectura cuando advertí que la muchacha me miraba desde la puerta de la galería.
– ¿Qué?
– Perdone la interrupción, pero ¿qué hay en la habitación al fondo del pasillo? -Nada.
– Huele raro. -Humedad.
– Si quiere puedo limpiarla y… “
– No. Esa habitación no se usa. Y, además, tú no eres mi criada y no tienes por qué limpiar nada.
– Sólo quiero ayudar.
– Ayúdame sirviéndome otra taza de café.
– ¿Por qué? ¿El relato le da sueño?
– ¿Qué hora es, Isabella?
– Deben de ser las diez de la mañana.
– ¿Y eso significa?
– … que no hay sarcasmo hasta el mediodía -replicó Isabella.
Sonreí triunfante y le tendí la taza vacía. La tomó y partió con ella rumbo a la cocina.
Cuando regresó con el café humeante, ya había finalizado la última página. Isabella se sentó frente a mí. Le sonreí y degusté con calma el exquisito café. La muchacha se retorcía las manos y apretaba los dientes, lanzando ** miradas furtivas a las cuartillas de su relato que yo había dejado boca abajo en la mesa. Aguantó un par de minutos sin abrir la boca.
– ¿Y? -dijo finalmente.
– Soberbio.
Se le iluminó el rostro.
– ¿Mi relato?
– El café.
Me miró, herida, y se levantó a recoger sus cuartillas.
– Déjalas donde están -ordené.
– ¿Para qué? Está claro que no le han gustado y que piensa que soy una pobre idiota.
– No he dicho eso.
– No ha dicho nada, que es peor.
– Isabella, si realmente quieres dedicarte a escribir, o al menos escribir para que otros te lean, vas a tener que acostumbrarte a que a veces te ignoren, te insulten, te desprecien y casi siempre te muestren indiferencia. Es una de las ventajas del oficio.
Isabella bajó la mirada y respiró profundamente.
– Yo no sé si tengo talento. Sólo sé que me gusta escribir. O, mejor dicho, que necesito escribir.
– Mentirosa.
Levantó la mirada y me miró con dureza.
– Muy bien. Tengo talento. Y me importa un comino si usted cree que no lo tengo.
Sonreí.
– Eso ya me gusta más. No podía estar más de acuerdo.
Me miró confundida.
– ¿En lo de que tengo talento o en lo de que usted no cree que lo tengo?
– ¿A ti qué te parece?
– Entonces, ¿cree usted que tengo posibilidades?
– Creo que tienes talento y ganas, Isabella. Más del que crees y menos del que esperas. Pero hay muchas personas que tienen talento y ganas, y muchas de ellas nunca llegan a nada. Ése es sólo el principio para hacer cualquier cosa en la vida. El talento natural es como la fuerza de un atleta. Se puede nacer con más o menos facultades, pero nadie llega a ser un atleta sencillamente porque ha nacido alto o fuerte o rápido. Lo que hace al atíeta, o al artista, es el trabajo, el oficio y la técnica. La inteligencia con la que naces es simplemente munición. Para llegar a hacer algo con ella es necesario que transformes tu mente en una arma de precisión.
– ¿Y lo del símil bélico?
– Toda obra de arte es agresiva, Isabella. Y toda vida de artista es una pequeña o gran guerra, empezando con uno mismo y sus limitaciones. Para llegar a cualquier cosa que te propongas hace falta primero la ambición y luego el talento, el conocimiento y, finalmente, la oportunidad.
Isabella consideró mis palabras.
– ¿Le suelta usted este discurso a todo el mundo o se le acaba de ocurrir?
– El discurso no es mío. Me lo soltó, como tú dices, alguien a quien hice las mismas preguntas que tú me estás haciendo a mí. De eso hace muchos años, pero no hay día que pase que no me dé cuenta de la razón que tenía.
– ¿Entonces puedo ser su ayudante?
– Lo pensaré.
Isabella asintió, satisfecha. Se había sentado a una esquina de la mesa sobre la que descansaba el álbum de fotografías que había dejado Cristina. Lo abrió casualmente por la última página y se quedó mirando un retrato de la nueva señora de Vidal tomado a las puertas de Villa Helius dos o tres años antes. Tragué saliva. Isabella cerró el álbum y paseó la mirada por la galería hasta volver a posarla sobre mí. Yo la observaba con impaciencia. Me sonrió azorada, como si la hubiese sorprendido curioseando donde no debía.
– Tiene usted una novia muy guapa -dijo.
La mirada que le lancé le borró la sonrisa de un plumazo.
– No es mi novia.
– Ah.
Medió un largo silencio.
– Supongo que la quinta regla es que mejor no me meta donde no me llaman, ¿verdad?
No respondí. Isabella asintió para sí misma y se incorporó.
– Entonces, mejor que le deje en paz y no le moleste más por hoy. Si le parece, vuelvo mañana y empezamos.
Recogió sus cuartillas y me sonrió tímidamente. Correspondí con un asentimiento.
Isabella se retiró discretamente y desapareció por el pasillo. Escuché sus pasos alejándose y luego el sonido de la puerta al cerrarse. En su ausencia, noté por primera vez el silencio que embrujaba aquella casa.