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Quizá fuera el exceso de cafeína que corría por mis venas o tan sólo mi conciencia que intentaba volver como la luz después de un apagón, pero pasé el resto de la mañana dándole vueltas a una idea de todo menos reconfortante. Resultaba difícil pensar que el incendio a resultas del cual habían perecido Barrido y Escobillas, por un lado; la oferta de Corelli, de quien no había vuelto a tener noticia, por otro -lo cual me escamaba-, y aquel extraño manuscrito rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados, que sospechaba había sido escrito entre aquellas cuatro paredes, no estuviesen relacionados.

La perspectiva de regresar a la casa de Andreas Corelli sin invitación previa para preguntarle acerca de la coincidencia de que nuestra conversación y el incendio se hubiesen producido prácticamente al mismo tiempo se me antojaba poco apetecible. Mi instinto me decía que cuando el editor decidiese que quería volver a verme lo haría motu proprio y que si algo no me inspiraba aquel inevitable encuentro era prisa. La investigación en torno al incendio ya estaba en manos del inspector Víctor Grandes y sus dos perros de presa, Marcos y Gástelo, en cuya lista de personas favoritas me consideraba incluido con mención de honor. Cuanto más alejado me mantuviese de ellos, mejor. Eso dejaba como única alternativa viable el manuscrito y su relación con la casa de la torre. Tras años de decirme a mí mismo que no era casualidad que hubiera acabado viviendo en aquel lugar, la idea empezaba a cobrar otro significado.

Decidí empezar por el lugar al que había confinado buena parte de los objetos y pertenencias que los antiguos residentes de la casa de la torre habían dejado atrás. Recuperé la llave de la última habitación del pasillo del cajón de la cocina en el que había pasado años. No había vuelto a entrar allí desde que los trabajadores de la cornpañía eléctrica habían instalado el tendido por la casa. Al introducir la llave en la cerradura sentí una corriente de aire frío que exhalaba el orificio del cerrojo sobre mis dedos y constaté que Isabella tenía razón; aquella habitación desprendía un olor extraño que hacía pensar en flores muertas y tierra removida.

Abrí la puerta y me llevé la mano al rostro. El hedor era intenso. Palpé la pared buscando el interruptor de la luz, pero la bombilla desnuda que prendía del techo no respondió. La claridad que entraba del pasillo permitía entrever los contornos de la pila de cajas, libros y baúles que había confinado a aquel lugar años atrás. Lo contemplé todo con hastío. La pared del fondo estaba completamente cubierta por un gran armario de roble. Me arrodillé frente a una caja que contenía viejas fotografías, gafas, relojes y pequeños objetos personales. Empecé a hurgar sin saber muy bien qué buscaba. Al rato abandoné la empresa y suspiré. Si esperaba averiguar algo necesitaba un plan. Me disponía a dejar la habitación cuando escuché la puerta del armario abrirse poco a poco a mi espalda. Un soplo de aire helado y húmedo me rozó la nuca. Me volví lentamente. La puerta del armario estaba entreabierta y se podían apreciar en el interior los antiguos vestidos y trajes que colgaban de las perchas, carcomidos por el tiempo, ondeando como algas bajo el agua. La corriente de aire frío que portaba aquel hedor procedía de allí. Me incorporé y me aproximé lentamente hacia el armario. Abrí las puertas de par en par y separé con las manos las prendas que colgaban de los percheros. La madera del fondo estaba podrida y se había empezado a desprender. Al otro lado se podía intuir un muro de yeso en el que se había abierto un orificio de un par de centímetros de amplitud. Me incliné para intentar ver qué había al otro lado, pero la oscuridad era casi absoluta. La claridad tenue del pasillo se filtraba por el orificio y proyectaba un filamento vaporoso de luz al otro lado. Apenas se apreciaba más que una atmósfera espesa. Acerqué el ojo intentando ganar alguna imagen de lo que había al otro lado del muro, pero en aquel instante una araña negra apareció en la boca del orificio. Me retiré de golpe y la araña se apresuró a trepar por el interior del armario y desapareció en la sombra. Cerré la puerta del armario y salí de la habitación. Eché la llave y la guardé en el primer cajón de la cómoda que quedaba en el pasillo. El hedor que había quedado atrapado en aquella cámara se había esparcido por el corredor como un veneno. Maldije la hora en que se me había ocurrido abrir aquella puerta y salí a la calle confiando en olvidar, aunque fuese sólo por unas horas, la oscuridad que latía en el corazón de aquella casa.

Las malas ideas siempre vienen en pareja. Para celebrar que había descubierto una suerte de cámara oscura oculta en mi domicilio me acerqué hasta la librería de Sempere e Hijos con la idea de invitar a comer al librero en la Maison Dorée. Sempere padre estaba leyendo una preciosa edición de El manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki y no quiso ni oír hablar del tema.

– Si quiero ver a esnobs y papanatas dándose tono y congratulándose mutuamente no me hace falta pagar, Martín.

– No me sea gruñón. Si invito yo.

Sempere negó. Su hijo, que había asistido a la conversación desde el umbral de la trastienda, me miraba, dudando.

– ¿Y si me llevo a su hijo qué pasa? ¿Me retirará la palabra?

– Ustedes sabrán en qué desperdician el tiempo y el dinero. Yo me quedo leyendo, que la vida es breve.

Sempere hijo era el paradigma de la timidez y la discreción. Si bien nos conocíamos desde niños, no recordaba haber mantenido con él más de tres o cuatro conversaciones a solas de más de cinco minutos. No le conocía vicio ni pecadillo alguno. Me constaba de buena tinta que entre las muchachas del barrio se le tenía por no menos que el guapo oficial y soltero de oro. Más de una se dejaba caer por la librería con cualquier excusa y se detenía frente al escaparate a suspirar, pero el hijo de Sempere, si es que se percataba, nunca daba un paso para hacer efectivos aquellos pagarés de devoción y labios entreabiertos. Cualquier otro hubiese hecho una carrera estelar de calavera con una décima parte de aquel capital. Cualquiera menos Sempere hijo, a quien a veces uno no sabía si atribuir el título de beato.

– A este paso, éste se me va a quedar para vestir santos -se lamentaba a veces Sempere.

– ¿Ha probado a echarle algo de guindilla en la sopa para estimular el riego en puntos clave? -preguntaba yo.

– Usted ríase, granuja, que yo ya voy para los setenta y sin un puñetero nieto.

Nos recibió el mismo maitre que recordaba de mi última visita, pero sin la sonrisa servil ni el gesto de bienvenida. Cuando le comuniqué que no había hecho reserva asintió con una mueca de desprecio y chasqueó los dedos para invocar la presencia de un mozo que nos escoltó sin ceremonia a la que supuse era la peor mesa de la sala, junto a la puerta de las cocinas y enterrada en un rincón oscuro y ruidoso. Durante los siguientes veinticinco minutos nadie se aproximó a la mesa, ni para ofrecer un menú ni servir un vaso de agua. El personal pasaba de largo dando portazos e ignorando completamente nuestra presencia y nuestros gestos para reclamar atención.

– ¿Quiere decir que no deberíamos irnos? -preguntó Sempere hijo al fin-. Yo, con un bocadillo en cualquier sitio, me apaño…

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando los vi aparecer. Vidal y señora avanzaban hacia su mesa escoltados por el maitrej dos camareros que se deshacían en parabienes. Tomaron asiento y en un par de minutos se inició la procesión de besamanos en la que, uno tras otro, comensales de la sala se aproximaban a felicitar a Vidal. Él los recibía con gracia divina y los despachaba poco después. Sempere hijo, que se había dado cuenta de la situación, me observaba.

– Martín, ¿está usted bien? ¿Por qué no nos vamos?

Asentí lentamente. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida, bordeando el comedor por el extremo opuesto a la mesa de Vidal. Antes de abandonar la sala cruzamos frente al maitre, que ni se molestó en mirarnos, y mientras nos dirigíamos a la salida pude ver en el espejo que había sobre el marco de la puerta que Vidal se inclinaba y besaba a Cristina en los labios. Al salir a la calle, Sempere hijo me miró, mortificado.

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