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– Lo siento, Martín.

– No se preocupe. Mala elección. Es todo. Si no le importa, de esto, a su padre…

– … ni una palabra -aseguró.

– Gracias.

– No se merecen. ¿Qué me dice si soy yo el que le invita a algo más plebeyo? Hay un comedor en la calle del Carmen que tira de espaldas.

Se me había ido el apetito, pero asentí de buena gana.

– Venga.

El lugar quedaba cerca de la biblioteca y servía comidas caseras a precio económico para las gentes del barrio. Apenas probé la comida, que olía infinitamente mejor que cualquier cosa que hubiese olfateado en la Maison Dorée en todos los años que llevaba abierta, pero a la altura de los postres ya había apurado yo sólito una botella y media de tinto y la cabeza me había entrado en órbita.

– Sempere, dígame una cosa. ¿Qué tiene usted en contra de mejorar la raza? ¿Cómo se explica si no que un ciudadano joven y sano bendecido por el Altísimo con una planta como la suya no se haya beneficiado a lo más prieto del patio de figuras?

El hijo del librero rió.

– ¿Qué le hace pensar que no lo he hecho?

Me toqué la nariz con el índice, guiñándole un ojo. Sempere hijo asintió.

– A riesgo de que me tome usted por un mojigato, me gusta pensar que estoy esperando.

– ¿A qué? ¿A que el instrumental ya no se le ponga en marcha?

– Habla usted como mi padre.

– Los hombres sabios comparten el pensamiento y la palabra.

– Digo yo que habrá algo más, ¿no? -preguntó. -

– ¿Algo más? “ Sempere asintió.

– Qué sé yo -dije.

– Yo creo que sí lo sabe.

– Pues ya ve cómo me aprovecha.

Iba a servirme otro vaso cuando Sempere me detuvo.

– Prudencia -murmuró.

– ¿Ve cómo es usted un mojigato?

– Cada cual es lo que es.

– Eso tiene cura. ¿Qué me dice si nos vamos usted y yo ahora mismo de picos pardos?

Sempere me miró con lástima.

– Martín, creo que es mejor que se vaya a casa y descanse. Mañana será otro día.

– No le dirá a su padre que he pillado una cogorza, ¿verdad?

De camino a casa me detuve en no menos de siete bares para degustar sus existencias de alta graduación hasta que, con una u otra excusa, me ponían en la calle y recorría otros cien o doscientos metros en busca de un nuevo puerto en el que hacer escala. Nunca había sido un bebedor de fondo y a última hora de la tarde estaba tan ebrio que no me acordaba ni de dónde vivía. Recuerdo que un par de camareros del hostal Ambos Mundos de la plaza Real me levantaron cada uno de un brazo y me depositaron en un banco frente a la fuente, donde caí en un sopor espeso y oscuro.

Soñé que acudía al entierro de don Pedro. Un cielo ensangrentado atenazaba el laberinto de cruces y ángeles que rodeaban el gran mausoleo de los Vidal en el cementerio de Montjuiíc. Una comitiva silenciosa de velos negros rodeaba el anfiteatro de mármol ennegrecido que formaba el pórtico del mausoleo. Cada figura portaba un largo cirio blanco. La luz de cien llamas esculpía el contorno de un gran ángel de mármol abatido de dolor y pérdida sobre un pedestal a cuyos pies yacía la tumba abierta de mi mentor y, en su interior, un sarcófago de cristal. El cuerpo de Vidal, vestido de blanco, yacía tendido bajo el cristal con los ojos abiertos. Lágrimas negras descendían por sus mejillas. De entre la comitiva se adelantaba la silueta de su viuda, Cristina, que caía de rodillas frente al féretro bañada en llanto. Uno a uno, los miembros de la comitiva desfilaban frente al difunto y depositaban rosas negras sobre el ataúd de cristal hasta que quedaba cubierto y sólo podía verse su rostro. Dos enterradores sin rostro hacían descender el féretro en la fosa, cuyo fondo estaba inundado de un líquido espeso y oscuro. El sarcófago quedaba flotando sobre el lienzo de sangre, que lentamente se filtraba entre los resquicios del cierre de cristal. Poco a poco, el ataúd se inundaba y la sangre cubría el cadáver de Vidal. Antes de que su rostro se sumergiese por completo, mi mentor movía los ojos y me miraba. Una bandada de pájaros negros alzaba el vuelo y yo echaba a correr, extraviándome entre los senderos de la infinita ciudad de los muertos. Tan sólo un llanto lejano conseguía guiarme hacia la salida y me permitía eludir los lamentos y ruegos de oscuras figuras de sombra que salían a mi paso y me suplicaban que los llevase conmigo, que los rescatase de su eterna oscuridad.

Me despertaron dos guardias dándome golpecitos en la pierna con la porra. Ya había anochecido y me llevó unos segundos dilucidar si se trataba del orden público o agentes de la parca en misión especial.

– A ver, caballero, a dormir la mona a casita, ¿estamos?

– A sus órdenes, mi coronel.

– Andando o le encierro en el calabozo, a ver si le encuentra el chiste.

No me lo tuvo que repetir dos veces. Me incorporé como pude y puse rumbo a casa con la esperanza de llegar antes de que mis pasos me guiaran de nuevo a otro tugurio de mala muerte. El trayecto, que en condiciones normales me hubiese llevado diez o quince minutos, se prolongó casi el triple. Finalmente, en un giro milagroso, llegué a la puerta de mi casa para, como si de una maldición se tratase, volver a encontrarme a Isabella sentada esta vez en el vestíbulo interior de la finca, esperándome.

– Está usted borracho -dijo Isabella.

– Debo de estarlo, porque en pleno delírium trémens me ha parecido encontrarte a medianoche durmiendo a las puertas de mi casa.

– No tenía otro sitio adonde ir. Mi padre y yo hemos discutido y me ha echado de casa.

Cerré los ojos y suspiré. Mi cerebro embotado de licor y amargura era incapaz de dar forma al torrente de negativas y maldiciones que se me estaban apelotonando en los labios.

– Aquí no puedes quedarte, Isabella.

– Por favor, sólo por esta noche. Mañana buscaré una pensión. Se lo suplico, señor Martín.

– No me mires con esos ojos de cordero degollado -amenacé.

– Además, si estoy en la calle es por su culpa -añadió.

– Por mi culpa. Ésa sí que es buena. Talento para escribir no sé si tendrás, pero imaginación calenturienta te sobra. ¿Por qué infausto motivo, si puede saberse, es culpa mía que tu señor padre te haya puesto de patitas en la calle?

– Cuando está usted borracho habla raro.

– No estoy borracho. No he estado borracho en mi vida. Contesta a la pregunta.

– Le dije a mi padre que usted me había contratado como ayudante y a partir de ahora me iba a dedicar a la literatura y ya no podría trabajar en la tienda.

– ¿Qué?

– ¿Podemos pasar? Tengo frío y el trasero se me ha quedado petrificado de dormir sobre los escalones.

Sentí que la cabeza me daba vueltas y me rondaba la náusea. Alcé la vista a la tenue penumbra que destilaba de la claraboya en lo alto de la escalera.

– ¿Es éste el castigo que me envía el cielo para que me arrepienta de mi vida disoluta?

Isabella siguió el rastro de mi mirada, intrigada.

– ¿Con quién habla?

– No hablo con nadie, monologo. Prerrogativa del beodo. Pero mañana a primera hora voy a dialogar con tu padre y poner fin a este absurdo.

– No sé si es una buena idea. Ha jurado que cuando le vea le va a matar. Tiene una escopeta de dos cañones escondida debajo del mostrador. Él es así. Una vez mató a un burro con ella. Fue en verano, cerca de Argentona…

– Cállate. Ni una palabra más. Silencio.

Isabella asintió y se me quedó mirando, expectante. Reanudé la búsqueda de la llave. Ahora no podía lidiar con el embolado de aquella locuaz adolescente. Necesitaba caer sobre la cama y perder la conciencia, preferentemente por ese orden. Busqué durante un par de minutos, sin resultados visibles. Finalmente, Isabella, sin mediar palabra, se me adelantó y hurgó en el bolsillo de mi chaqueta por el que mis manos habían pasado cien veces y encontró la llave. Me la mostró y asentí, derrotado.

Isabella abrió la puerta del piso y me ayudó a incorporarme. Me guió hasta el dormitorio como a un inválido y me ayudó a tumbarme en la cama. Me acomodó la cabeza sobre las almohadas y me quitó los zapatos. La miré confundido.

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