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– Tranquilo, que los pantalones no se los voy a quitar.

Me aflojó los botones del cuello y se sentó a mi lado, observándome. Me sonrió con una melancolía que no se merecían sus años.

– Nunca le he visto tan triste, señor Martín. ¿Es por esa mujer, verdad? La de la foto.

Me tomó la mano y me la acarició, tranquilizándome.

– Todo pasa, hágame caso. Todo pasa.

A mi pesar, se me llenaron los ojos de lágrimas y volví la cabeza para que ella no me viese la cara. Isabella apagó la luz de la mesita y permaneció sentada a mi lado, en la penumbra, escuchando llorar a aquel miserable borracho sin hacer preguntas ni ofrecer más juicio que su cornpañía y su bondad hasta que me dormí.

Me despertó la agonía de la resaca, una prensa cerrándose sobre las sienes, y el perfume de café colombiano. Isabella había dispuesto una mesita junto a la cama con una cafetera recién hecha y un plato con pan, queso, jamón y una manzana. La visión de la comida me produjo náuseas, pero alargué la mano hacia la cafetera. Isabella, que me había estado observando desde el umbral sin que lo advirtiese, se me adelantó y me sirvió una taza, deshecha en sonrisas. -Tómelo así, bien cargado, y le irá de maravilla. Acepté el tazón y bebí. -¿Qué hora es? -La una de la tarde. Dejé escapar un soplido. -¿Cuántas horas llevas despierta? -Unas siete.

– ¿Haciendo qué?

– Limpiando y ordenando, pero aquí hay faena para varios meses -replicó Isabella. Tomé otro sorbo largo de café.

– Gracias -murmuré-. Por el café. Y por ordenar y limpiar, pero no tienes por qué hacerlo.

– No lo hago por usted, si es lo que le preocupa. Lo hago por mí. Si voy a vivir aquí, prefiero pensar que no me voy a quedar pegada a algo si me apoyo por accidente. -¿Vivir aquí? Creí que habíamos dicho que… Al levantar la voz, una punzada de dolor me cortó la palabra y el pensamiento.

– Siiihhhh -susurró Isabella.

Asentí a modo de tregua. Ahora no podía ni quería discutir con Isabella. Tiempo habría para devolverla a su familia más tarde, cuando la resaca se batiese en retirada. Apuré la taza de un tercer sorbo y me incorporé lentamente. De cinco a seis púas de dolor se me clavaron en la cabeza. Dejé escapar un lamento. Isabella me sostenía del brazo.

– No soy un inválido. Puedo valerme por mí mismo. Isabella me soltó tentativamente. Di algunos pasos hacia el pasillo. Isabella me seguía de cerca, como si temiese que fuera a desplomarme por momentos. Me detuve frente al baño.

– ¿Puedo orinar a solas? -pregunté. -Apunte con cuidado -musitó la muchacha-. Le dejaré el desayuno en la galería. -No tengo hambre. -Tiene que comer algo. -¿Eres mi aprendiz o mi madre? -Se lo digo por su bien.

Cerré la puerta del baño y me refugié en el interior. Mi ojos tardaron un par de segundos en ajustarse a lo que estaba viendo. El baño estaba irreconocible. Limpio y reluciente. Cada cosa en su sitio. Una pastilla de jabón nueva sobre el lavabo. Toallas limpias que ni siquiera sabía que habían estado en mi posesión. Olor a lejía.

– Madre de Dios -murmuré.

Metí la cabeza bajo el grifo y dejé correr el agua fría durante un par de minutos. Salí al corredor y me dirigí lentamente a la galería. Si el baño estaba irreconocible, la galería pertenecía a otro mundo. Isabella había limpiado los cristales y el suelo y ordenado muebles y butacas. Una luz pura y clara se filtraba por las cristaleras y el olor a polvo había desaparecido. Mi desayuno me esperaba en la mesa frente al sofá, sobre el que la muchacha había tendido un manto limpio. Las estanterías repletas de libros parecían reordenadas y las vitrinas habían recobrado la transparencia. Isabella me estaba sirviendo un segundo tazón de café.

– Sé lo que estás haciendo, y no va a funcionar-dije. -¿Servir una taza de café?

Isabella había ordenado los libros desperdigados en pilas sobre las mesas y por los rincones. Había vaciado revisteros que llevaban anegados más de una década. En apenas siete horas, había barrido de un plumazo años de penumbra y tinieblas con su afán y su presencia, y todavía le quedaban tiempo y ganas para sonreír.

– Me gustaba más como estaba antes -dije.

– Seguro. A usted y a las cien mil cucarachas que tenía de inquilinas y que he despedido con viento fresco y amoniaco.

– ¿Así que ése es el pestuzo que se huele?

– El pestuzo es olor a limpio -protestó Isabella-. Podría estar un poco agradecido.

– Lo estoy.

– No se nota. Mañana subiré al estudio y…

– Ni se te ocurra.

Isabella se encogió de hombros, pero su mirada seguía determinada y supe que en veinticuatro horas el estudio de la torre iba a sufrir una transformación irreparable.

– Por cierto, esta mañana me he encontrado un sobre en el recibidor. Alguien debió de colarlo por debajo de la puerta anoche.

La miré por encima de la taza.

– El portal de abajo está cerrado con llave -dije.

– Eso pensaba yo. La verdad es que me ha parecido muy raro y, aunque llevaba su nombre…

– … lo has abierto.

– Me temo que sí. Ha sido sin querer.

– Isabella, abrir la correspondencia de los demás no es indicio de buenos modales. En algunos sitios incluso es delito castigable con penas de cárcel.

– Eso le digo yo a mi madre, que siempre me abre las cartas. Y sigue libre.

– ¿Dónde está la carta?

Isabella extrajo un sobre del bolsillo del delantal que se había enfundado y me lo tendió evitando mi mirada. Tenía los bordes serrados y era de papel grueso y poroso, amarfilado, con el sello del ángel sobre lacre rojo -rotoy mi nombre en trazo carmesí y tinta perfumada. Lo abrí y extraje una cuartilla doblada.

Estimado David:

Confío en que se encuentre bien de salud y que haya ingresado los fondos acordados sin problemas. ¿Le parece que nos veamos esta noche en mi domicilio para empezar a discutir los pormenores de nuestro proyecto? Se servirá una cena ligera a eso de las diez. Le espero.

Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Cerré la cuartilla y la guardé de nuevo en el sobre. Isabella me observaba intrigada.

– ¿Buenas noticias?

– Nada que te concierna.

– ¿Quién es ese tal señor Corelli? Tiene la letra bonita, no como usted.

La miré con severidad.

– Si voy a ser su ayudante, digo yo que tendré que saber con quién tiene tratos. Por si he de mandarlos a paseo, quiero decir.

Resoplé.

– Es un editor.

– Debe de ser bueno, porque mire qué papel de carta y qué sobres que se gasta. ¿Qué libro está escribiendo para él?

– Nada que te incumba.

– ¿Cómo voy a ayudarle si no me dice en lo que está trabajando? No, mejor no conteste. Ya me callo.

Durante diez milagrosos segundos, Isabella permaneció callada.

– ¿Cómo es el tal señor Corelli?

La miré fríamente.

– Peculiar.

– Dios los cría y… no digo nada.

Observando a aquella muchacha de corazón noble me sentí, si cabe, más miserable y comprendí que cuanto antes la alejase de mí, aun a riesgo de herirla, mejor sería para ambos.

– ¿Por qué me mira así?

– Esta noche voy a salir, Isabella.

– ¿Le dejo algo de cena preparada? ¿Volverá muy tarde?

– Cenaré fuera y no sé cuándo regresaré, pero sea a la hora que sea, cuando vuelva quiero que te hayas ido. Quiero que cojas tus cosas y te marches. Adonde, me es indiferente. Aquí no hay lugar para ti. ¿Entendido?

Su rostro palideció y los ojos se le hicieron agua. Se mordió los labios y me sonrió con las mejillas surcadas de lágrimas.

– Estoy de sobra. Entendido.

– Y no limpies más.

Me levanté y la dejé a solas en la galería. Me escondí en el estudio de la torre. Abrí las ventanas. El llanto de Isabella llegaba desde la galería. Contemplé la ciudad tendida al sol del mediodía y dirigí la vista al otro extremo donde casi creí poder ver las tejas brillantes que cubrían Villa Helius e imaginar a Cristina, señora de Vidal, arriba en las ventanas del torreón, mirando hacia la Ribera. Algo oscuro y turbio me cubrió el corazón. Olvidé el llanto de Isabella y tan sólo deseé que llegase el momento de encontrarme con Corelli para hablar de su libro maldito.

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