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comprobé que la muchacha se había marchado. Antes de hacerlo, sin embargo, se había entretenido en ordenar y limpiar la colección de obras completas de Ignatius B. Samson que durante años habían atesorado polvo y olvido en una vitrina que ahora relucía sin mácula. La muchacha había tomado uno de los libros y lo había dejado abierto por la mitad sobre un atril de pie. Leí una línea al azar y me pareció viajar a un tiempo en el que todo parecía tan simple como inevitable.

”La poesía se escribe con lágrimas, la novela con sangre y la historia con agua de borrajas”, dijo el cardenal mientras untaba de veneno el jilo del cuchillo a la luz del candelabro.”

La estudiada ingenuidad de aquellas líneas me arrancó una sonrisa y me devolvió una sospecha que nunca había dejado de rondarme: tal vez habría sido mejor para todos, sobre todo para mí, que Ignatius B. Samson nunca se hubiese suicidado y que David Martín hubiese tomado su lugar.

Permanecí en el estudio de la torre hasta que el atardecer se esparció sobre la ciudad como sangre en el agua. Hacía calor, más del que había hecho en todo el verano, y los tejados de la Ribera parecían vibrar a la vista como espejismos de vapor. Bajé al piso y me cambié de ropa. La casa estaba en silencio, las persianas de la galería entornadas y las vidrieras teñidas de una claridad ámbar que se esparcía por el pasillo central.

– ¿Isabella? -llamé.

No obtuve respuesta. Me acerqué hasta la galería.

Anochecía ya cuando salí a la calle. El calor y la humedad habían empujado a numerosos vecinos del barrio a sacar sus sillas a la calle en busca de una brisa que no llegaba. Sorteé los improvisados corros frente a portales y esquinas y me dirigí hasta la estación de Francia, donde siempre podían encontrarse dos o tres taxis a la espera de pasaje. Abordé el primero de la fila. Nos llevó unos veinte minutos cruzar la ciudad y escalar la ladera del monte sobre el que descansaba el bosque fantasmal del arquitecto Gaudí. Las luces de la casa de Corelli podían verse desde lejos.

– No sabía que alguien viviese aquí -comentó el conductor.

Tan pronto le hube abonado el trayecto, propina incluida, no perdió un segundo en largarse a toda prisa. Esperé unos instantes antes de llamar a la puerta, saboreando el extraño silencio que reinaba en aquel lugar. Apenas una sola hoja se agitaba en el bosque que cubría la colina a mis espaldas. Un cielo sembrado de estrellas y pinceladas de nubes se extendía en todas direcciones. Podía oír el sonido de mi propia respiración, de mis ropas rozándose al andar, de mis pasos aproximándose a la puerta. Tiré del llamador y esperé.

La puerta se abrió momentos más tarde. Un hombre de mirada y hombros caídos asintió ante mi presencia y me indicó que pasara. Su atavío sugería que se trataba de una suerte de mayordomo o criado. No emitió sonido alguno. Le seguí a través del corredor que recordaba flanqueado de retratos y me cedió el paso al gran salón que quedaba en el extremo y desde el cual se podía contemplar toda la ciudad a lo lejos. Con una leve reverencia me dejó allí a solas y se retiró con la misma lentitud con la que me había acompañado. Me aproximé hasta los ventanales y miré entre los visillos, matando el tiempo a la espera de Corelli. Habían transcurrido un par de minutos cuando advertí que una figura me observaba desde un rincón de la sala. Estaba sentado, completamente inmóvil, en una butaca entre la penumbra y la luz de un candil que apenas revelaba las piernas y las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Le reconocí por el brillo de sus ojos que nunca pestañeaban y por el reflejo del candil en el broche en forma de ángel que siempre llevaba en la solapa. Tan pronto posé la vista en él se incorporó y se aproximó con pasos rápidos, demasiado rápidos, y una sonrisa lobuna en los labios que me heló la sangre.

– Buenas noches, Martín.

Asentí intentando corresponder a su sonrisa.

– He vuelto a sobresaltarle -dijo-. Lo siento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber o pasamos a la cena sin preámbulos?

– La verdad es que no tengo apetito.

– Es este calor, sin duda. Si le parece, podemos pasar al jardín y hablar allí.

El silencioso mayordomo hizo acto de presencia y procedió a abrir las puertas que daban al jardín, donde un sendero de velas colocadas sobre platillos de café conducía a una mesa de metal blanca con dos sillas apostadas frente a frente. La llama de las velas ardía erguida, sin fluctuación alguna. La luna arrojaba una tenue claridad azulada. Tomé asiento y Corelli hizo lo propio mientras el mayordomo nos servía dos vasos de una vasija que supuse era vino o algún tipo de licor que no tenía intención de probar. A la luz de aquella luna de tres cuartos, Corelli me pareció más joven, los rasgos de su rostro más afilados. Me observaba con una intensidad rayana en la voracidad.

– Algo le inquieta, Martín.

– Supongo que ha oído lo del incendio.

– Un fin lamentable y sin embargo poéticamente justo.

– ¿Le parece justo que dos hombres mueran de ese modo?

– ¿Un modo menos cruento le parecería más aceptable? La justicia es una afectación de la perspectiva, no un valor universal. No voy a fingir una consternación que no siento, y supongo que usted tampoco, por mucho que lo pretenda. Pero si lo prefiere guardamos un minuto de silencio.

– No será necesario.

– Claro que no. Sólo es necesario cuando uno no tiene nada válido que decir. El silencio hace que hasta los necios parezcan sabios durante un minuto. ¿Alguna cosa más que le preocupe, Martín?

– La policía parece creer que tengo algo que ver con lo sucedido. Me preguntaron por usted.

Corelli asintió con despreocupación.

– La policía tiene que hacer su trabajo y nosotros el nuestro. ¿Le parece que demos el tema por zanjado?

Asentí lentamente. Corelli sonrió.

– Hace un rato, mientras le esperaba, me he dado cuenta de que usted y yo tenemos pendiente una pequeña conversación retórica. Cuanto antes nos la quitemos de encima, antes podremos entrar en harina-dijo-. Me gustaría empezar preguntándole qué es para usted la fe.

Cavilé unos instantes.

– Nunca he sido una persona religiosa. Más que creer o descreer, dudo. La duda es mi fe.

– Muy prudente y muy burgués. Pero echando balones fuera no se gana el partido. ¿Por qué diría usted que creencias de todo tipo aparecen y desaparecen a lo largo de la historia?

– No lo sé. Supongo que por factores sociales, económicos o políticos. Habla usted con alguien que dejó de ir a la escuela a los diez años. La historia no es mi fuerte.

– La historia es el vertedero de la biología, Martín.

– Me parece que el día que daban esa lección no fui a clase.

– Esa lección no la dan en las aulas, Martín. Esa lección nos la dan la razón y la observación de la realidad. Esa lección es la que nadie quiere aprender y, por tanto, la que mejor debemos analizar para poder hacer bien nuestro trabajo. Toda oportunidad de negocio parte de una incapacidad ajena de resolver un problema simple e inevitable.

– ¿Hablamos de religión o de economía?

– Elija usted la nomenclatura.

– Si le estoy entendiendo bien, usted sugiere que la fe, el acto de creer en mitos o ideologías o leyendas sobrenaturales, es consecuencia de la biología.

– Ni más ni menos.

– Una visión un tanto cínica para provenir de un editor de textos religiosos -apunté.

– Una visión profesional y desapasionada -matizó Corelli-. El ser humano cree como respira, para sobrevivir.

– ¿Esa teoría es suya?

– No es una teoría, es una estadística.

– Se me ocurre que tres cuartas partes del mundo, por lo menos, estarían en desacuerdo con esa afirmación -apunté.

– Por supuesto. Si estuviesen de acuerdo, no serían creyentes potenciales. A nadie se le puede convencer de verdad de lo que no necesita creer por imperativo biológico.

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