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– Te querré siempre -decía yo-. Siempre.

Una noche me desperté al oír golpes en la puerta de mi habitación. Eran las tres de la madrugada. Me arrastré hasta la puerta, aturdido, y encontré a una de las enfermeras del sanatorio en el umbral.

– El doctor Sanjuán me ha pedido que venga a buscarle.

– ¿Qué ha pasado?

Diez minutos más tarde entraba por las puertas de Villa San Antonio. Los gritos podían oírse desde el jardín. Cristina había trabado por dentro la puerta de su habitación. El doctor Sanjuán, con aspecto de no haber dormido en una semana, y dos enfermeros estaban intentando forzar la puerta. En el interior se podía oír a Cristina gritando y golpeando las paredes, derribando los muebles y destrozando cuanto encontraba.

– ¿Quién está ahí dentro con ella? -pregunté, helado.

– Nadie -replicó el doctor.

– Pero le está hablando a alguien… -protesté.

– Está sola.

Un celador llegó a toda prisa portando una gran palanca de metal.

– Es todo lo que he encontrado -dijo.

El doctor asintió y el celador caló la palanca en el resquicio de la cerradura y empezó a forcejear.

– ¿Cómo ha podido cerrar desde dentro? -pregunté.

– No lo sé…

Por primera vez me pareció leer temor en el rostro del doctor, que evitaba mi mirada. El celador estaba a punto de forzar la cerradura con la palanca cuando, de súbito, se hizo el silencio al otro lado de la puerta.

– ¿Cristina? -llamó el doctor.

No hubo respuesta. La puerta cedió finalmente y se abrió hacia dentro de un golpe. Seguí al doctor al interior de la estancia, que estaba en penumbra. La ventana estaba abierta y un viento helado inundaba la habitación. Las sillas, mesas y butacas estaban derribadas. Las paredes estaban manchadas de lo que me pareció un trazo irregular de pintura negra. Era sangre. No había rastro de Cristina.

Los enfermeros corrieron al balcón y otearon el jardín en busca de pisadas en la nieve. El doctor miraba a un lado y otro, buscando a Cristina. Fue entonces cuando oímos una risa que provenía del cuarto de baño. Me acerqué a la puerta y la abrí. El suelo estaba cubierto de cristales. Cristina estaba sentada en el piso, apoyada contra la bañera de metal como un muñeco roto. Le sangraban las manos y los pies, sembrados de cortes y aristas de vidrio. Su sangre se deslizaba todavía por las grietas del espejo que había destrozado a puñetazos. La rodeé en mis brazos y busqué su mirada. Sonrió.

– No le he dejado entrar -dijo.

– ¿A quién?

– Quería que olvidase, pero no le he dejado entrar -repitió.

El doctor se arrodilló a mi lado y examinó los cortes y heridas que recubrían el cuerpo de Cristina.

– Por favor -murmuró, apartándome-. Ahora no.

Uno de los enfermeros había corrido a por una camilla. Los ayudé a tender a Cristina y le sostuve la mano mientras la conducían a un consultorio, donde el doctor Sanjuán procedió a inyectarle un calmante que en apenas unos segundos le robó la consciencia. Me quedé a su lado, mirándola a los ojos hasta que su mirada se tornó un espejo vacío y una de las enfermeras me tomó del brazo y me sacó del consultorio. Me quedé allí, en medio de un corredor en penumbra que olía a desinfectante, con las manos y la ropa manchadas de sangre. Me apoyé contra la pared y me dejé resbalar hasta el suelo.

Cristina despertó al día siguiente para encontrarse sujeta con correas de cuero sobre una cama, enclaustrada en una habitación sin ventanas ni más luz que la de una bombilla que amarilleaba prendida del techo. Yo había pasado la noche en una silla apostada en el rincón, observándola, sin noción del tiempo que había transcurrido. Abrió los ojos de súbito, una mueca de dolor en el rostro al sentir las punzadas de las heridas que cubrían sus brazos.

– ¿David? -llamó.

– Estoy aquí-respondí.

Me acerqué al lecho y me incliné para que me viese el rostro y la sonrisa anémica que había ensayado para ella.

– No puedo moverme.

– Estás sujeta con unas correas. Es por tu bien. En cuanto venga el doctor te las quitará.

– Quítamelas tú.

– No puedo. Tiene que ser el doctor quien…

– Por favor-suplicó.

– Cristina, es mejor que…

– Por favor.

Había dolor y miedo en su mirada, pero sobre todo había una claridad y una presencia que no había visto en todos los días que la había visitado en aquel lugar. Era ella de nuevo. Desaté las dos primeras correas que cruzaban sobre los hombros y la cintura. Le acaricié el rostro. Estaba temblando.

– ¿Tienes frío?

Negó.

– ¿Quieres que avise al doctor?

Negó de nuevo.

– David, mírame.

Me senté en el borde del lecho y la miré a los ojos.

– Tienes que destruirlo -dijo.

– No te entiendo.

– Tienes que destruirlo.

– ¿El qué?

– El libro.

– Cristina, lo mejor será que avise al doctor…

– No. Escúchame.

Me aferró la mano con fuerza.

– La mañana que te fuiste a buscar los billetes, ¿te acuerdas? Subí otra vez a tu estudio y abrí el baúl.

Suspiré.

– Encontré el manuscrito y empecé a leerlo.

– Es sólo una fábula, Cristina…

– No me mientas. Lo leí, David. Al menos lo suficiente para saber que tenía que destruirlo…

– No te preocupes por eso ahora. Ya te dije que había abandonado el manuscrito.

– Pero él no te ha abandonado a ti. Intenté quemarlo…

Por un instante le solté la mano al oír aquella palabras, reprimiendo una cólera fría al recordar las cerillas quemadas que había encontrado en el suelo del estudio.

– ¿Intentaste quemarlo?

– Pero no pude -murmuró-. Había alguien más en la casa.

– No había nadie en la casa, Cristina. Nadie.

– Tan pronto prendí el fósforo y lo acerqué al manuscrito, le sentí detrás de mí. Noté un golpe en la nuca y caí.

– ¿Quién te golpeó?

– Todo estaba muy oscuro, como si la luz del día se hubiese retirado y no pudiera entrar. Me di la vuelta, pero todo estaba muy oscuro. Sólo vi sus ojos. Ojos como los de un lobo.

– Cristina…

– Me quitó el manuscrito de las manos y lo guardó otra vez en el baúl.

– Cristina, no estás bien. Déjame que llame al doctor y…

– No me estás escuchando. Le sonreí y la besé en la frente.

– Claro que te escucho. Pero no había nadie más en la casa…

Cerró los ojos y ladeó la cabeza, gimiendo como si mis palabras fueran puñales que le retorcían las entrañas. -Voy a avisar al doctor…

Me incliné para besarla de nuevo y me incorporé. Me dirigí hacia la puerta, sintiendo su mirada en la espalda. -Cobarde -dijo.

Cuando regresé a la habitación con el doctor Sanjuán, Cristina había desatado la última correa y se tambaleaba por la habitación en dirección a la puerta dejando pisadas ensangrentadas sobre las baldosas blancas. La sujetamos entre los dos y la tendimos de nuevo en la cama. Cristina gritaba y forcejeaba con una rabia que helaba la sangre. El alboroto alertó al personal de enfermería. Un celador nos ayudó a contenerla mientras el doctor la ataba de nuevo con las correas. Una vez inmovilizada, el doctor me miró con severidad.

– Voy a sedarla de nuevo. Quédese aquí y no se le ocurra volver a desatarle las correas.

Me quedé a solas con ella un minuto, intentando calmarla. Cristina seguía luchando por escapar de las correas. Le sujeté el rostro e intenté captar su mirada.

– Cristina, por favor…

Me escupió en la cara.

– Vete.

El doctor regresó acompañado de una enfermera que portaba una bandeja metálica con una jeringuilla, apositos y un frasco de vidrio que contenía una solución amarillenta.

– Salga -me ordenó.

Me retiré hasta el umbral. La enfermera sujetó a Cristina contra el lecho y el doctor le inyectó el calmante en el brazo. Cristina gritaba con voz desgarrada. Me tapé los oídos y salí al corredor.

Cobarde, me dije. Cobarde.

Más allá del sanatorio de Villa San Antonio se abría un camino flanqueado de árboles que bordeaba una acequia y se alejaba del pueblo. El mapa enmarcado que había en el comedor del hotel del Lago lo identificaba con el apelativo dulzón de paseo de los Enamorados. Aquella tarde, al dejar el sanatorio, me aventuré por aquel sombrío sendero que más que amoríos sugería soledades. Anduve durante casi media hora sin tropezarme con una alma, dejando atrás el pueblo hasta que la silueta angulosa de Villa San Antonio y los grandes caserones que rodeaban el lago apenas me parecieron recortes de cartón sobre el horizonte. Me senté en uno de los bancos que punteaban el recorrido del paseo y contemplé el sol ponerse en el otro extremo del valle de la Cerdanya. Desde allí, a unos doscientos metros, se apreciaba la silueta de una pequeña ermita aislada en el centro de un campo nevado. Sin saber muy bien por qué, me incorporé y me abrí camino entre la nieve en dirección al edificio. Cuando me encontraba a una docena de metros advertí que la ermita no tenía portal. La piedra estaba ennegrecida por las llamas que habían devorado la estructura. Ascendí los peldaños que conducían a lo que había sido la entrada y me adentré unos pasos. Los restos de bancos quemados y de maderos desprendidos del techo asomaban entre cenizas. La maleza había reptado hacia el interior y ascendía por lo que había sido el altar. La luz del crepúsculo penetraba por los estrechos ventanales de piedra. Me senté en lo que quedaba de un banco frente al altar y escuché el viento susurrar entre las grietas de la bóveda devorada por el fuego. Alcé la vista y deseé tener aunque sólo fuese un aliento de aquella fe que había albergado mi viejo amigo Sempere, en Dios o en los libros, con que rogarle a Dios o al infierno que me concediese otra oportunidad y me dejase sacar a Cristina de aquel lugar.

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