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– He supuesto que le encontraría aquí -dijo-. Todos los forasteros acaban aquí. Aquí pasé yo mi primera noche en este pueblo cuando llegué hace diez años. ¿Qué habitación le han dado?

– Se supone que la favorita de los recién casados, con vistas al lago.

– No lo crea. Eso es lo que dicen de todas.

Una vez fuera del recinto del sanatorio y sin la bata blanca, el doctor Sanjuán ofrecía una presencia más relajada y afable.

– Sin el uniforme casi no le había reconocido -aventuré.

– La medicina es como el ejército. Sin hábito no hay monje -replicó-. ¿Cómo se encuentra usted?

– Estoy bien. He tenido días peores.

– Ya. Le he echado en falta antes, cuando he vuelto al despacho a buscarle.

– Necesitaba un poco de aire.

– Lo entiendo. Pero contaba con que sería usted menos impresionable.

– ¿Por qué?

– Porque le necesito. Mejor dicho, es Cristina quien le necesita.

Tragué saliva.

– Debe de pensar usted que soy un cobarde -dije.

El doctor negó.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Semanas. Prácticamente desde que llegó aquí. Ha ido empeorando con el tiempo.

– ¿Tiene conciencia de dónde está?

El doctor se encogió de hombros.

– Es difícil saberlo.

– ¿Qué le ha pasado?

El doctor Sanjuán suspiró.

– Hace cuatro semanas la encontraron no muy lejos de aquí, en el cementerio del pueblo, tendida sobre la lápida de su padre. Sufría de hipotermia y deliraba. La trajeron al sanatorio porque uno de los guardias civiles la reconoció de cuando pasó meses aquí el año pasado visitando a su padre. Mucha gente del pueblo la conocía. La ingresamos y estuvo en observación durante un par de días. Estaba deshidratada y posiblemente llevaba días sin dormir. Recuperaba la conciencia a ratos. Cuando lo hacía hablaba de usted. Decía que corría usted un gran peligro. Me hizo jurar que no avisaría a nadie, ni a su esposo ni a nadie, hasta que ella pudiera hacerlo por sí misma.

– Aun así, ¿por qué no dio usted aviso a Vidal de lo que había pasado?

– Lo hubiera hecho, pero… le parecerá a usted absurdo.

– ¿El qué?

– Tuve el convencimiento de que estaba huyendo y pensé que mi deber era ayudarla.

– ¿Huyendo de quién?

– No estoy seguro -dijo con una expresión ambigua.

– ¿Qué es lo que no me está diciendo, doctor?

– Soy un simple médico. Hay cosas que no entiendo.

– ¿Qué cosas?

El doctor Sanjuán sonrió nerviosamente.

– Cristina cree que algo, o alguien, ha entrado dentro de ella y quiere destruirla.

– ¿Quién?

– Sólo sé que ella cree que está relacionado con usted y que es alguien o algo que le da miedo. Por eso creo que nadie más puede ayudarla. Por eso no avisé a Vidal, como hubiera sido mi deber. Porque sabía que tarde o temprano usted aparecería por aquí.

Me miró con una extraña mezcla de lástima y despecho.

– Yo también la aprecio, señor Martín. Los meses que Cristina pasó aquí visitando a su padre… llegamos a ser buenos amigos. Supongo que ella no le habló de mí, y posiblemente no tenía por qué hacerlo. Fue una temporada muy difícil para ella. Me confió muchas cosas y yo también a ella, cosas que nunca le he dicho a nadie. De hecho hasta le propuse matrimonio, para que vea que aquí los médicos también estamos un poco idos.

Por supuesto me rechazó. No sé por qué le cuento todo esto.

– ¿Pero volverá a estar bien, verdad, doctor? Se recuperará…

El doctor Sanjuán desvió la mirada al fuego, sonriendo con tristeza.

– Eso espero -respondió.

– Quiero llevármela.

El doctor alzó las cejas.

– ¿Llevársela? ¿Adonde?

– A casa.

– Señor Martín, permítame que le hable con franqueza. Al margen del hecho de que no es usted familiar directo ni por supuesto el esposo de la paciente, lo cual es un simple requisito legal, Cristina no está en situación de ir con nadie a ningún sitio.

– ¿Está mejor aquí encerrada en un caserón con usted, atada a una silla y drogada? No me diga que le ha vuelto a proponer matrimonio.

El doctor me observó largamente, tragándose la ofensa que claramente le habían causado mis palabras.

– Señor Martín, me alegro de que esté usted aquí porque creo que, juntos, vamos a poder ayudar a Cristina. Creo que su presencia le va a permitir salir del lugar en el que se ha refugiado. Lo creo porque la única palabra que ha pronunciado en las últimas dos semanas es su nombre. Sea lo que fuera lo que le sucedió, creo que tenía que ver con usted.

El doctor me miraba como si esperase algo de mí, algo que respondiese a todas las preguntas.

– Creí que me había abandonado -empecé-. íbamos a irnos de viaje, a dejarlo todo. Yo había salido un momento a buscar los billetes de tren y a hacer un recado. No estuve fuera más de noventa minutos. Cuando regresé a casa, Cristina se había marchado.

– ¿Sucedió algo antes de que ella se fuera? ¿Discutieron?

Me mordí los labios.

– No lo llamaría una discusión.

– ¿Cómo lo llamaría?

– La sorprendí mirando entre unos papeles relacionados con mi trabajo y creo que le ofendió lo que debió de interpretar como mi desconfianza.

– ¿Era algo importante?

– No. Un simple manuscrito, un borrador.

– ¿Puedo preguntar qué tipo de manuscrito era?

Dudé.

– Una fábula.

– ¿Para niños?

– Digamos que para una audiencia familiar.

– Entiendo.

– No, no creo que lo entienda. No hubo ninguna discusión. Cristina estaba sólo un poco molesta porque no le permití echarle un vistazo, pero nada más. Cuando la dejé estaba bien, preparando algo de equipaje. Ese manuscrito no tiene importancia alguna.

El doctor ofreció un asentimiento de cortesía más que de convencimiento.

– ¿Podría ser que mientras usted estuviese fuera alguien la visitara en su casa?

– Nadie más que yo sabía que ella estaba allí.

– ¿Se le ocurre algún motivo por el cual decidiese satir de la casa antes de que usted volviese?

– No. ¿Por qué?

– Son sólo preguntas, señor Martín. Intento aclarar qué sucedió entre el momento en que usted la vio por última vez y su aparición aquí.

– ¿Dijo ella qué o quién se le había metido dentro? -Es un modo de hablar, señor Martín. Nada se ha metido dentro de Cristina. No es infrecuente que pacientes que han sufrido una experiencia traumática sientan la presencia de familiares fallecidos o de personas imaginarias, incluso que se refugien en su propia mente y cierren las puertas al exterior. Es una respuesta emocional, un modo de defenderse de sentimientos o emociones que resultan inaceptables. Eso no debe preocuparle ahora. Lo que cuenta y lo que nos va a ayudar es que, si hay alguien importante para ella ahora, esa persona es usted. Por cosas que me contó en su día y que quedaron entre nosotros y lo que he observado en estas últimas semanas, me consta que Cristina le quiere, señor Martín. Le quiere como no ha querido nunca a nadie, y ciertamente como nunca me querrá a mí. Por eso le pido que me ayude, que no se deje cegar por el miedo o el resentimiento y me ayude, porque los dos queremos lo mismo. Los dos queremos que Cristina pueda salir de este lugar.

Asentí avergonzado.

– Disculpe si antes…

El doctor alzó la mano, acallándome. Se incorporó y se puso el abrigo. Me ofreció su mano y la estreché.

– Le espero mañana-dijo.

– Gracias, doctor.

– Gracias a usted. Por acudir a su lado.

A la mañana siguiente salí del hotel cuando el sol empezaba a alzarse sobre el lago helado. Un grupo de niños jugaban al borde del estanque lanzando piedras e intentando alcanzar el casco de un pequeño bote apresado en el hielo. Había dejado de nevar y podían verse las montañas blancas en la distancia y grandes nubes pasajeras que se deslizaban sobre el cielo como monumentales ciudades de vapor. Llegué al sanatorio de Villa San Antonio poco antes de las nueve de la mañana. El doctor Sanjuán me esperaba en el jardín con Cristina. Estaban sentados al sol y el doctor sostenía la mano de Cristina en la suya mientras le hablaba. Ella apenas le miraba. Cuando me vio cruzando el jardín, el doctor me hizo señas para que me aproximase. Me había reservado una silla frente a Cristina. Me senté y la miré, sus ojos sobre los míos sin verme.

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