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– La 101 tiene una vista espectacular del amanecer sobre el lago -ofreció-. Pero si prefiere vistas al norte, tengo…

– Elija usted -atajé, indiferente a la belleza señorial de aquel paisaje crepuscular.

– Entonces la 101. En temporada de verano es la preferida de los recién casados.

Me tendió las llaves de aquella supuesta suite nupcial y me informó de los horarios de comedor para la cena. Le dije que volvería más tarde y le pregunté si Villa San Antonio quedaba lejos de allí. El conserje adoptó la misma expresión que había visto en el jefe de estación y negó con una sonrisa afable.

– Está aquí cerca, a diez minutos. Si toma el paseo que queda al final de esta calle, la verá al fondo. No tiene pérdida.

Diez minutos más tarde me encontraba a las puertas de un gran jardín sembrado de hojas secas atrapadas en la nieve. Más allá, Villa San Antonio se alzaba como un sombrío centinela envuelto en un halo de luz dorada que exhalaba de sus ventanales. Crucé el jardín, sintiendo que el corazón me latía con fuerza y que pese al frío cortante me sudaban las manos. Ascendí las escaleras que conducían a la entrada principal. El vestíbulo era una sala de suelos embaldosados como un tablero de ajedrez que conducía a una escalinata en la que vi a una joven ataviada de enfermera que sostenía de la mano a un hombre tembloroso que parecía eternamente suspendido entre dos peldaños, orno si toda su existencia hubiera quedado atrapada en m soplo.

– ¿Buenas tardes? -djo una voz a mi derecha.

Tenía los ojos negrosr severos, los rasgos cortados sin amago de simpatía y ese úre grave de quien ha aprendido a no esperar más que nalas noticias. Debía de rondar la cincuentena, y aunqui vestía el mismo uniforme que lajoven enfermera que a:ompañaba al anciano, todo en ella respiraba autoridad y rango.

– Buenas tardes. Estoy buscando a una persona llamada Cristina Sagnier. tngo razones para creer que se hospeda aquí…

Me observó sin pestaiear.

– Aquí no se hosped; nadie, caballero. Este lugar no es ni un hotel ni una resiiencia.

– Disculpe. Acabo di hacer un largo viaje en busca de esta persona…

– No se disculpe -djo la enfermera-. ¿Puedo preguntarle si es usted familar o allegado?

– Mi nombre es Davil Martín. ¿Está Cristina Sagnier aquí? Por favor…

La expresión de la eifermera se ablandó. Siguieron una insinuación de sonisa amable y un asentimiento. Respiré hondo.

– Soy Teresa, la enfemerajefe del turno de noche. Si es tan amable de seguirne, señor Martín, le acompañaré al despacho del doctor Sanjuán.

– ¿Cómo está la señorita Sagnier? ¿Puedo verla?

Otra sonrisa leve e inpenetrable.

– Por aquí, por favor

La habitación describía un rectángulo sin ventanas encajado entre cuatro muros pintados de azul e iluminado por dos lámparas que pendían del techo y emitían una luz metálica. Los tres únicos objetos que ocupaban la sala eran una mesa desnuda y dos sillas. El aire olía a desinfectante y hacía frío. La enfermera lo había descrito como un despacho, pero tras diez minutos esperando a solas anclado en una de las sillas, yo no acertaba a ver más que una celda. La puerta estaba cerrada, pero incluso así podía oír voces, a veces gritos aislados, entre los muros. Empezaba a perder la noción del tiempo que llevaba allí cuando se abrió la puerta y un hombre de entre treinta y cuarenta años entró ataviado con una bata blanca y una sonrisa tan helada como el aire que impregnaba la estancia. El doctor Sanjuán, supuse. Rodeó la mesa y tomó asiento en la silla que había al otro lado. Apoyó las manos sobre la mesa y me observó con vaga curiosidad durante unos segundos antes de despegar los labios.

– Me hago cargo de que acaba de realizar usted un largo viaje y estará cansado, pero me gustaría saber por qué no está aquí el señor Pedro Vidal -dijo al fin.

– No ha podido venir.

El doctor me observaba sin pestañear, esperando. Tenía la mirada fría y ese ademán particular de quien no oye, escucha.

– ¿Puedo verla?

– No puede ver usted a nadie si antes no me dice la verdad y sé qué busca aquí.

Suspiré y asentí. No había viajado ciento cincuenta kilómetros para mentir.

– Mi nombre es Martín, David Martín. Soy amigo de Cristina Sagnier.

– Aquí la llamamos señora de Vidal.

– Me trae sin cuidado cómo la llamen ustedes. Quiero verla. Ahora.

El doctor suspiró.

– ¿Es usted el escritor?

Me incorporé impaciente.

– ¿Qué clase de sitio es éste? ¿Por qué no puedo verla ya?

– Siéntese. Por favor. Se lo ruego.

El doctor señaló la silla y esperó a que tomase asiento de nuevo.

– ¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que la vio o habló con ella?

– Hará algo más de un mes -respondí-. ¿Por qué?

– ¿Sabe usted de alguien que la viera o hablase con ella después de usted?

– No. No lo sé. ¿Qué ocurre aquí?

El doctor se llevó la mano derecha a los labios, calibrando sus palabras.

– Señor Martín, me temo que tengo malas noticias.

Sentí que se me hacía un nudo en la boca del estómago.

– ¿Qué le ha pasado?

El doctor me miró sin responder y por primera vez me pareció entrever un asomo de duda en su mirada.

– No lo sé -dijo.

Recorrimos un pasillo corto flanqueado por puertas metálicas. El doctor Sanjuán me precedía, sosteniendo un manojo de llaves en las manos. Me pareció escuchar tras las puertas voces que susurraban a nuestro paso ahogadas entre risas y llantos. La habitación estaba al final del corredor. El doctor abrió la puerta y se detuvo en el umbral, mirándome sin expresión.

– Quince minutos -dijo.

Entré en la habitación y oí al doctor cerrar a mi espalda. Al frente se abría una estancia de techos altos y paredes blancas que se reflejaban en un suelo de baldosas brillantes. A un lado había una cama de armazón metálico envuelta por una cortina de gasa, vacía. Un amplio ventanal contemplaba el jardín nevado, los árboles y, más allá, la silueta del lago. No reparé en ella hasta que me acerqué unos pasos.

Estaba sentada en una butaca frente a la ventana. Vestía un camisón blanco y llevaba el pelo recogido en una trenza. Rodeé la butaca y la miré. Sus ojos permanecieron inmóviles. Cuando me arrodillé a su lado ni siquiera pestañeó. Cuando posé mi mano sobre la suya no movió un solo músculo de su cuerpo. Advertí entonces las vendas que le cubrían los brazos, de la muñeca a los codos, y las ligazones que la mantenían atada a la butaca. Le acaricié la mejilla recogiendo una lágrima que le caía por la cara.

– Cristina -murmuré.

Su mirada permaneció atrapada en ninguna parte, ajena a mi presencia. Acerqué una silla y me senté frente a ella.

– Soy David -murmuré.

Por espacio de un cuarto de hora permanecimos así, en silencio, su mano en la mía, su mirada extraviada y mis palabras sin respuesta. En algún momento oí que la puerta se abría de nuevo y sentí que alguien me asía del brazo con delicadeza y tiraba de mí. Era el doctor Sanjuán. Me dejé conducir hasta el pasillo sin ofrecer resistencia. El doctor cerró la puerta y me acompañó de regreso a aquel despacho helado. Me desplomé en la silla y le miré, incapaz de articular una palabra.

– ¿Quiere que le deje a solas unos minutos? -preguntó.

Asentí. El doctor se retiró y entornó la puerta al salir. Me miré la mano derecha, que estaba temblando, y la cerré en un puño. Apenas sentía ya el frío de aquella habitación, ni pude oír los gritos y las voces que se filtraban por las paredes. Sólo supe que me faltaba el aire y que tenía que salir de aquel lugar.

El doctor Sanjuán me encontró en el comedor del hotel del Lago, sentado frente al fuego y acompañado de un plato que no había probado. No había nadie más allí excepto una doncella que recorría las mesas desiertas y sacaba brillo con un paño a los cubiertos sobre los manteles. Tras los cristales había anochecido y la nieve caía lentamente, como polvo de cristal azul. El doctor se aproximó a mi mesa y me sonrió.

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