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Decidí pasar la noche en un hotel de medio pelo que había frente al edificio de la Bolsa, en la plaza Palacio, donde la leyenda contaba que malvivían algunos cadáveres en vida de antiguos especuladores a los que la codicia y la aritmética de andar por casa les habían explotado en la cara. Elegí semejante antro porque supuse que allí no iba a venir amp; buscarme ni la Parca. Me registré con el nombre de Antonio Miranda y pagué por adelantado. El conserje, uní individuo con aspecto de molusco que parecía incrustado en la garita que hacía las veces de recepción, toaller‹o y tienda de souvenirs, me tendió la llave, una pastilla de jabón marca El Cid Campeador que apestaba a lejía y que me pareció usada, y me informó de que si me apetecía compañía femenina me podía enviar a una fámula apodada la Tuerta tan pronto regresara de una consulta a domicilio.

– Le dejairá a usted nuevo -aseguró. Decliné el ofrecimiento alegando un principio de lumbago y emfilé las escaleras deseándole buenas noches. La habiitación tenía el aspecto y el tamaño de un sarcófago. Um simple vistazo me persuadió de tenderme vestido encimia del camastro en vez de meterme entre las sábanas y conlfraternizar con lo que hubiera prendido en ellas. Me tapé con una manta deshilachada que encontré en el armario -y que, puestos a oler, al menos olía a naftalina- y apagué la luz, intentando imaginar que me encontraba en la clase de suite que alguien con cien mil francos en el banco podía permitirse. Apenas conseguí pegar ojo.

Dejé el hotel a media mañana y me dirigí hacia la estación. Compré un billete de primera clase con la esperanza de dormir en el tren todo lo que no había podido en aquel antro y, viendo que disponía todavía de veinte minutos antes de la salida, me dirigí a la hilera de cabinas con los teléfonos públicos. Di a la operadora el número que Ricardo Salvador me había ofrecido, el de sus vecinos de abajo.

– Quisiera hablar con Emilio, por favor.

– Al aparato.

– Mi nombre es David Martín. Soy amigo del señor Ricardo Salvador. Me dijo que podía llamarle a este número en caso de urgencia.

– A ver… ¿puede esperar un momento, que le avisamos?

Miré el reloj de la estación.

– Sí. Espero. Gracias.

Transcurrieron más de tres minutos hasta que oí pasos aproximándose y la voz de Ricardo Salvador me llenó de tranquilidad.

– ¿Martín? ¿Está usted bien?

– Sí.

– Gracias a Dios. Leí en el diario lo de Roures y me tenía usted muy preocupado. ¿Dónde está?

– Señor Salvador, ahora no tengo mucho tiempo. Tengo que ausentarme de la ciudad.

– ¿Seguro que está bien?

– Si. Escúcheme: Alicia Marlasca ha muerto.

– ¿La viuda? ¿Muerta?

Un largo silencio. Me pareció que Salvador sollozaba y me maldije por haberle dado la noticia con tan poca delicadeza.

– ¿Sigue ahí?

– Sí…

– Le llamo para advertirle de que tenga usted mucho cuidado. Irene Sabino está viva y me ha estado siguiendo. Hay alguien con ella. Creo que es Jaco.

– ¿Jaco Corbera?

– No estoy seguro de que sea él. Creo que saben que estoy tras su pista y están intentando silenciar a todos aquellos que han ido hablando conmigo. Me parece que tenía usted razón…

– ¿Pero por qué iba a volver Jaco ahora? -preguntó Salvador-. No tiene sentido.

– No lo sé. Ahora tengo que irme. Sólo quería prevenirle.

– Por mí no se preocupe. Si este hijo de puta viene a visitarme, estaré preparado. Llevo veinticinco años esperando.

El jefe de estación anunció la salida del tren con el silbato.

– No se fíe de nadie. ¿Me oye? Le llamaré tan pronto regrese a la ciudad.

– Gracias por llamar, Martín. Tenga mucho cuidado.

El tren empezaba a deslizarse por el andén cuando me refugié en mi compartimento y me dejé caer en el asiento. Me abandoné al tibio aliento de la calefacción y el suave traqueteo. Dejamos atrás la ciudad atravesando el bosque de factorías y chimeneas que la rodeaba y escapando al sudario de luz escarlata que la cubría. Lentamente la tierra baldía de hangares y trenes abandonados en vía muerta se fue diluyendo en un plano infinito de campos y colinas coronados por caserones y atalayas, bosques y ríos. Carromatos y aldeas asomaban entre bancos de niebla. Pequeñas estaciones pasaban de largo mientras campanarios y masías dibujaban espejismos en la distancia.

En algún momento del trayecto me quedé dormido, y cuando desperté el paisaje había cambiado completamente. Cruzábamos valles escarpados y riscos de piedra que se alzaban entre lagos y arroyos. El tren bordeaba grandes bosques que escalaban las laderas de montañas que se aparecían infinitas. Al rato la madeja de montes y túneles cortados en la piedra se resolvió en un gran valle abierto de llanuras infinitas donde manadas de caballos salvajes corrían sobre la nieve y pequeñas aldeas de casas de piedra se distinguían en la distancia. Los picos del Pirineo se alzaban al otro lado, las laderas nevadas encendidas en el ámbar del crepúsculo. Al frente, un amasijo de casas y edificios se arremolinaba sobre una colina. El revisor se asomó en el compartimento y me sonrió. -Próxima parada, Puigcerdá -anunció.

El tren se detuvo exhalando una tormenta de vapor que inundó el andén. Me apeé y me vi envuelto en aquella niebla que olía a electricidad. Al poco oí la campana del jefe de estación y escuché el tren emprender la marcha de nuevo. Lentamente, mientras los vagones desfilaban sobre las vías, el contorno de la estación fue emergiendo como un espejismo a mi alrededor. Estaba solo en el andén. Una fina cortina de nieve en polvo caía con infinita lentitud. Un sol rojizo asomaba al oeste bajo la bóveda de nubes y teñía la nieve como pequeñas brasas encendidas. Me aproximé a la oficina del jefe de estación. Golpeé en el cristal y alzó la vista. Abrió la puerta y me dedicó una mirada de desinterés.

– ¿Podría indicarme cómo encontrar un lugar llamado Villa San Antonio?

El jefe de estación enarcó una ceja.

– ¿El sanatorio?

– Creo que sí.

El jefe de estación adoptó ese aire meditabundo de quien calibra cómo ofrecer indicaciones y direcciones a los forasteros y, tras repasar su catálogo de gestos y muecas, me ofreció el siguiente croquis:

– Tiene que cruzar el pueblo, pasar la plaza de la iglesia y llegar hasta el lago. Al otro lado encontrará una larga avenida rodeada de caserones que va a parar al paseo de la Rigolisa. Allí, en la esquina, hay una gran casa de tres pisos rodeada de un gran jardín. Ese es el sanatorio.

– ¿Y sabe usted de algún sitio donde encontrar habitación?

– De camino cruzará frente al hotel del Lago. Dígales que le envía el Sebas.

– Gracias.

– Buena suerte…

Atravesé las calles solitarias del pueblo bajo la nieve, buscando el perfil de la torre de la iglesia. Por el camino me crucé con algunos lugareños que me saludaron con un asentimiento y me miraron de reojo. Al llegar a la plaza, un par de mozos que descargaban un carromato con carbón me indicaron el camino que llevaba al lago y, un par de minutos después, enfilé una calle que bordeaba una gran laguna helada y blanca. Grandes caserones de torreones afilados y perfil señorial rodeaban el lago y un paseo jalonado de bancos y árboles formaba una cinta en torno a la gran lámina de hielo en la que habían quedado atrapados pequeños botes de remos. Me acerqué al borde y me detuve a contemplar el estanque congelado que se extendía a mis pies. La capa de hielo debía de tener un palmo de grosor y en algunos puntos relucía como cristal opaco, insinuando la corriente de aguas negras que se deslizaba bajo el caparazón.

El hotel del Lago era un caserón de dos pisos pintado de rojo oscuro que quedaba al pie del estanque. Antes de seguir mi camino me detuve para reservar una habitación por dos noches que pagué por adelantado. El conserje me informó de que el hotel estaba casi vacío y me dio a escoger habitación.

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