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Me metí en la cama y me tapé hasta el cuello con dos o tres mantas. Las únicas partes del cuerpo que no me dolían eran las que el frío y la lluvia habían entumecido hasta privarlas de sensación alguna. Esperé a entrar en calor, escuchando aquel silencio frío, un silencio de ausencia y vacío que ahogaba la casa. Antes de marcharse, Isabella había dejado el pliego de sobres con las cartas de Cristina sobre la mesita de noche. Alargué la mano y extraje una al azar, fechada dos semanas antes.

Querido David:

Pasan los días y yo sigo escribiéndote cartas que supongo prefieres no contestar, si es que llegas a abrirlas. He empezado a pensar que las escribo sólo para mí, para matar la soledad y para creer por un instante que te tengo cerca. Todos los días me pregunto qué será de ti, y qué estarás haciendo.

A veces pienso que te has marchado de Barcelona para no volver y te imagino en algún lugar rodeado de extraños, empezando una nueva vida que nunca conoceré. Otras pienso que aún me odias, que destruyes estas cartas y desearías no haberme conocido jamás. No te culpo. Es curioso lo fácil que es contarle a solas a un trozo de papel lo que no te atreves a decir a la cara.

Las cosas no son fáciles para mí. Pedro no podría ser más bueno y comprensivo conmigo, tanto que a veces me irrita su paciencia y su voluntad por hacerme feliz, que sólo hace que me sienta miserable. Pedro me ha enseñado que tengo el corazón vacío, que no merezco que nadie me quiera. Pasa casi todo el día conmigo. No me quiere dejar sola.

Sonrío todos los días y comparto su lecho. Cuando me pregunta si le quiero le digo que sí, y cuando veo la verdad reflejada en sus ojos desearía morírme. Nunca me lo echa en cara. Habla mucho de ti. Te extraña. Tanto que a veces pienso que a quien más quiere en este mundo es a ti. Le veo hacerse mayor, a solas, con la peor de las compañías, la mía. No pretendo que me perdones, pero si algo deseo en este mundo es que le perdones a él. Yo no valgo el precio de negarle tu amistad y tu compañía.

Ayer acabé de leer uno de tus libros. Pedro los tiene todos y yo los he ido leyendo porque es el único modo en que siento que estoy contigo. Era una historia triste y extraña, de dos muñecos rotos y abandonados en un circo ambulante que por el espacio de una noche cobraban vida sabiendo que iban a morir al amanecer. Leyéndola me pareció que escribías sobre nosotros.

Hace unas semanas soñé que volvía a verte, que nos cruzábamos en la calle y no te acordabas de mí. Me sonreías y me preguntabas cómo me llamaba. No sabías nada de mí. No me odiabas. Todas las noches, cuando Pedro se duerme a mi lado, cierro los ojos y le ruego al cielo o al infierno que me permita volver a soñar lo mismo.

Mañana, o tal vez pasado, te escribiré otra vez para decirte que te quiero, aunque eso no signifique nada para ti.

CRISTINA

Dejé caer la carta al suelo, incapaz de seguir leyendo. Mañana sería otro día, me dije. Difícilmente peor que aquél. Poco imaginaba yo que las delicias de aquella jornada no habían hecho sino empezar. Debía de haber conseguido dormir un par de horas a lo sumo cuando desperté de súbito en medio de la madrugada. Alguien estaba golpeando con fuerza en la puerta del piso. Permanecí unos segundos aturdido en la oscuridad, buscando el cable del interruptor de la luz. De nuevo, los golpes en la puerta. Prendí la luz, salí de la cama y me acerqué hasta la entrada. Corrí la mirilla. Tres rostros en la penumbra del rellano. El inspector Grandes y, tras él, Marcos y Gástelo. Los tres escrutando fijamente la mirilla. Respiré hondo un par de veces antes de abrir.

– Buenas noches, Martín. Disculpe la hora.

– ¿Y qué hora se supone que es?

– Hora de mover el culo, hijo de puta -masculló Marcos, arrancando una sonrisa a Gástelo con la que podría haberme afeitado.

Grandes les lanzó una mirada reprobatoria y suspiró.

– Algo más de las tres de la madrugada -dijo-. ¿Puedo pasar?

Suspiré con fastidio pero asentí, cediéndole el paso. El inspector hizo una seña a sus hombres para que esperasen en el rellano. Marcos y Gástelo asintieron a regañadientes y me dedicaron una mirada reptil. Les cerré la puerta en las narices.

– Debería andarse usted con más cuidado con esos dos -dijo Grandes mientras se adentraba por el pasillo a sus anchas.

– Por favor, como si estuviese usted en su casa… -dije.

Volví al dormitorio y me vestí de mala manera con lo primero que encontré, que fueron ropas sucias apiladas sobre una silla. Cuando salí al corredor no había señal de Grandes.

Crucé el pasillo hasta la galería y lo encontré allí, contemplando las nubes bajas reptando sobre los terrados a través de los ventanales.

– ¿Y el bomboncito? -preguntó.

– En su casa.

Grandes se volvió sonriente.

– Hombre sabio, no las tiene a pensión completa.-dijo señalando una butaca-. Siéntese.

Me dejé caer en el sillón. Grandes se quedó en pie, mirándome fijamente.

– ¿Qué? -pregunté finalmente. -Tiene mal aspecto, Martín. ¿Se ha metido en alguna pelea?

– Me he caído.

– Ya. Tengo entendido que hoy ha visitado usted la tienda de artículos de magia propiedad del señor Damián Roures en la calle Princesa.

– Usted me ha visto salir de ella este mediodía. ¿A qué viene esto?

Grandes me observaba fríamente. -Coja un abrigo y una bufanda o lo que sea. Hace frío. Vamos a la comisaría. -¿Para qué? -Haga lo que le digo.

Un coche de Jefatura nos esperaba en el paseo del Born. Marcos y Gástelo me metieron en la cabina sin excesiva delicadeza y procedieron a apostarse uno a cada lado, apretujándome en el medio.

– ¿Va cómodo el señorito? -preguntó Gástelo hundiéndome el codo en las costillas.

El inspector se sentó al frente, junto al conductor. Ninguno de ellos despegó los labios en los cinco minutos que tardamos en recorrer una Vía Layetana desierta y sepultada en una niebla ocre. Al llegar a la Comisaría Central, Grandes bajó del coche y se dirigió al interior sin esperar. Marcos y Gástelo me asieron cada uno de un brazo como si quisieran pulverizarme los huesos y me arrastraron por un laberinto de escaleras, pasillos y celdas hasta un cuarto sin ventanas que olía a sudor y orina. En el centro había una mesa de madera carcomida y dos sillas tronadas. Una bombilla desnuda pendía del techo y había una rejilla de desagüe en el centro de la habitación en el punto en que convergían las dos ligeras pendientes que formaban la superficie del suelo. Hacía un frío atroz. Antes de que me diera cuenta, la puerta se cerró con fuerza a mi espalda. Oí pasos que se alejaban. Di doce vueltas a aquella mazmorra hasta abandonarme a una de las sillas que se tambaleaba. Durante la siguiente hora, amén de mi respiración, el crujido de la silla y el eco de una gotera que no pude ubicar, no oí un solo sonido más.

Una eternidad más tarde percibí el eco de pasos acercándose y al poco la puerta se abrió. Marcos se asomó al interior de la celda, sonriente. Sostuvo la puerta y dio paso a Grandes, que entró sin posar sus ojos en mí y tomó asiento en la silla al otro lado de la mesa. Asintió a Marcos y éste cerró la puerta, no sin antes lanzarme un beso silencioso al aire y guiñarme un ojo. El inspector se tomó unos buenos treinta segundos antes de dignarse mirarme a la cara.

– Si quería impresionarme ya lo ha conseguido, inspector.

Grandes hizo caso omiso de mi ironía y me clavó la mirada como si no me hubiese visto jamás en toda su vida.

– ¿Qué sabe usted de Damián Roures? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No mucho. Que es dueño de una tienda de artículos de magia. De hecho no sabía nada de él hasta hace unos días, cuando Ricardo Salvador me habló de él. Hoy, o ayer, porque ya no sé ni qué hora es, le fui a ver en busca de información sobre el anterior residente en la casa en la que vivo. Salvador me indicó que Roures y el antiguo propietario…

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