– Marlasca.
– Sí, Diego Marlasca. Como digo, Salvador me contó que Roures y él habían tenido tratos años atrás. Le formulé algunas preguntas y él las respondió como pudo o como supo. Y poco más.
Grandes asintió repetidamente.
– ¿Ésa es su historia?
– No sé. ¿Cuál es la suya? Comparemos y a lo mejor acabo por entender qué carajo hago en mitad de la noche congelándome en un sótano que huele a mierda.
– No me levante la voz, Martín.
– Disculpe, inspector, pero creo que al menos podría dignarse decirme qué hago aquí.
– Le diré lo que hace usted aquí. Hace unas tres horas, un vecino de la finca donde está ubicado el establecimiento del señor Roures volvía tarde a casa cuando ha encontrado que la puerta de la tienda estaba abierta y las luces encendidas. Al extrañarle, ha entrado y, al no ver al dueño ni responder éste a sus llamadas, se ha dirigido a la trastienda donde lo ha encontrado atado con alambre de pies y manos en una silla sobre un charco de sangre.
Grandes dejó una larga pausa que dedicó a taladrarme con los ojos. Supuse que había algo más. Grandes siempre dejaba un golpe de efecto para el final.
– ¿Muerto? -pregunté.
Grandes asintió.
– Bastante. Alguien se había entretenido en arrancarle los ojos y cortarle la lengua con unas tijeras. El forense supone que murió ahogado en su propia sangre una media hora después.
Sentí que me faltaba el aire. Grandes caminaba a mi alrededor. Se detuvo a mi espalda y le oí encender un cigarrillo.
– ¿Cómo se ha dado ese golpe? Se ve reciente.
– He resbalado en la lluvia y me he dado en la nuca.
– No me trate de imbécil, Martín. No le conviene. ¿Prefiere que le deje un rato con Marcos y Gástelo, a ver si le enseñan buenas maneras?
– Está bien. Me han dado un golpe.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– Esta conversación empieza a aburrirme, Martín.
– Pues imagínese a mí.
Grandes se sentó de nuevo frente a mí y me ofreció una sonrisa conciliatoria.
– ¿No creerá usted que yo he tenido algo que ver con la muerte de ese hombre?
– No, Martín. No lo creo. Lo que creo es que no me está usted contando la verdad y que de alguna manera la muerte de este pobre infeliz está relacionada con su visita. Como la de Barrido y Escobillas.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Llámelo una corazonada.
– Ya le dicho lo que sé.
– Ya le he advertido que no me tome por imbécil, Martín. Marcos y Gástelo están ahí fuera esperando una oportunidad de conversar con usted a solas. ¿Es eso lo que quiere?
– No.
– Entonces ayúdeme a sacarle de ésta y enviarle a casa antes de que se le enfríen las sábanas.
– ¿Qué quiere oír?
– La verdad, por ejemplo.
Empujé la silla hacia atrás y me levanté, exasperado. Tenía el frío clavado en los huesos y la sensación de que la cabeza me iba a estallar. Empecé a caminar en círculos alrededor de la mesa, escupiendo las palabras al inspector como si fuesen piedras.
– ¿La verdad? Le diré la verdad. La verdad es que no sé cuál es la verdad. No sé qué contarle. No sé por qué fui a ver a Roures, ni a Salvador. No sé qué estoy buscando ni lo que me está sucediendo. Ésa es la verdad.
Grandes me observaba estoico.
– Deje de dar vueltas y siéntese. Me está mareando.
– No me da la gana.
– Martín, lo que me dice usted y nada es lo mismo. Sólo le pido que me ayude para que yo pueda ayudarle a usted.
– Usted no podría ayudarme aunque quisiera.
– ¿Quién puede entonces?
Volví a caer en la silla.
– No lo sé… -murmuré.
Me pareció ver un asomo de lástima, o quizá sólo fuera cansancio, en los ojos del inspector.
– Mire, Martín. Volvamos a empezar. Hagámoslo a su manera. Cuénteme una historia. Empiece por el principio.
Lo miré en silencio.
– Martín, no crea que porque me caiga usted bien no voy a hacer mi trabajo.
– Haga lo que tenga que hacer. Llame a Hansel y Gretel si le apetece.
En aquel instante advertí una punta de inquietud en su rostro. Se aproximaban pasos por el corredor y algo me dijo que el inspector no los esperaba. Se escucharon unas palabras y Grandes, nervioso, se acercó a la puerta. Golpeó con los nudillos tres veces y Marcos, que la custodiaba, abrió. Un hombre vestido con un abrigo de piel de camello y un traje a juego entró en la sala, miró alrededor con cara de disgusto y luego me dedicó una sonrisa de infinita dulzura mientras se quitaba los guantes con parsimonia. Le observé, atónito, reconociendo al abogado Valera.
– ¿Está usted bien, señor Martín? -preguntó.
Asentí. El letrado guió al inspector a un rincón. Les oí murmurar. Grandes gesticulaba con furia contenida. Valera le observaba fríamente y negaba. La conversación se prolongó casi un minuto. Finalmente Grandes resopló y dejó caer las manos.
– Recoja la bufanda, señor Martín, que nos vamos -indicó Valera-. El inspector ya ha terminado con sus preguntas.
A su espalda, Grandes se mordió los labios fulminando con la mirada a Marcos, que se encogió de hombros. Valera, sin aflojar la sonrisa amable y experta, me tomó del brazo y me sacó de aquella mazmorra.
– Confío en que el trato recibido por parte de estos agentes haya sido correcto, señor Martín.
– Sí -atiné a balbucear.
– Un momento -llamó Grandes a nuestras espaldas.
Valera se detuvo e, indicándome con un gesto que me callase, se volvió.
– Cualquier cuestión que tenga usted para el señor Martín la puede dirigir a nuestro despacho donde se le atenderá con mucho gusto. Entretanto, y a menos que disponga usted de alguna causa mayor para retener al señor Martín en estas dependencias, por hoy nos retiraremos deseándole muy buenas noches y agradeciéndole su gentileza, que tendré a bien mencionar a sus superiores, en especial el inspector jefe Salgado, que como usted sabe es un gran amigo.
El sargento Marcos hizo ademán de adelantarse hacia nosotros, pero el inspector le retuvo. Crucé una última mirada con él antes de que Valera me asiera de nuevo del brazo y tirase de mí.
– No se detenga -murmuró.
Recorrimos el largo pasillo flanqueado por luces mortecinas hasta unas escaleras que nos condujeron a otro largo corredor para llegar a una portezuela que daba al vestíbulo de la planta baja y a la salida, donde nos esperaba un Mercedes-Benz con el motor en marcha y un chófer que tan pronto vio a Valera nos abrió la portezuela. Entré y me acomodé en la cabina. El automóvil disponía de calefacción y los asientos de piel estaban tibios. Valera se sentói a mi lado y, con un golpe en el cristal que separaba la cabina del compartimento del conductor, le indicó que emprendiera la marcha. Una vez el coche hubo arrancado y se alineó en el carril central de la Vía Layetana, Valera me sonrió como si tal cosa y señaló a la niebla que se apartaba a nuestro paso como maleza.
– Una noche desapacible, ¿verdad? -preguntó casualmente.
– ¿Adonde vamos?
– A su casa, por supuesto. A menos que prefiera usted ir a un hotel o…
– No. Está bien.
El coche descendía por la Vía Layetana lentamente. Valera observaba las calles desiertas con desinterés.
– ¿Qué hace usted aquí? -pregunté finalmente.
– ¿Qué le parece que estoy haciendo? Representarle y velar por sus intereses.
– Dígale al conductor que pare el coche -dije.
El chófer buscó la mirada de Valera en el espejo retrovisor. Valera negó y le indicó que siguiera.
– No diga tonterías, señor Martín. Es tarde, hace frío y le acompaño a su casa.
– Prefiero ir a pie.
– Sea razonable.
– ¿Quién le ha enviado?
Valera suspiró y se frotó los ojos.
– Tiene usted buenos amigos, Martín. En la vida es importante tener buenos amigos y sobre todo saber mantenerlos -dijo-. Tan importante como saber cuándo uno se empecina en seguir por un camino erróneo.