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Fue entonces cuando advertí que había algo encajado entre el colchón y el somier. Una punta de papel asomaba bajo el doblez de la sábana. Cuando tiré de ella comprobé que se trataba de un pliego de papel. Lo extraje completamente y sostuve en mis manos lo que parecía una veintena de sobres de papel azul anudados con una cinta. Sentí que me invadía una sensación de frío, pero negué para mis adentros. Deshice el nudo de la cinta y tomé uno de los sobres. Llevaba mi nombre y dirección. El remite decía sencillamente Cristina.

Me senté en el lecho de espaldas a la puerta y examiné los remites, uno a uno. El primero tenía varias semanas, el último, tres días. Todos los sobres estaban abiertos. Cerré los ojos y sentí que las cartas se me caían de las manos. La oí respirar a mi espalda, inmóvil en el umbral.

– Perdóneme -murmuró Isabella.

Se acercó lentamente y se arrodilló a recoger las cartas, una a una. Cuando las hubo reunido todas en un pliego me las tendió con una mirada herida.

– Lo hice para protegerle -dijo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y me posó la mano en un hombro.

– Vete -dije.

La aparté de mí y me incorporé. Isabella se dejó caer al suelo, gimiendo como si algo la quemase por dentro.

– Vete de esta casa.

Salí del piso sin molestarme en cerrar la puerta a mi espalda. Llegué a la calle y me enfrenté a un mundo de fachadas y rostros extraños y lejanos. Eché a andar sin rumbo, ajeno al frío y a aquel viento prendido de lluvia que empezaba a azotar la ciudad con el aliento de una maldición.

El tranvía se detuvo a las puertas de la torre de Bellesguard, donde la ciudad moría al pie de la colina. Me encaminé hacia las puertas del cementerio de San Gervasio siguiendo el sendero de luz amarillenta que las luces del tranvía taladraban en la lluvia. Los muros del camposanto se alzaban a una cincuentena de metros en una fortaleza de mármol sobre la que emergía un enjambre de estatuas del color de la tormenta. A la entrada del recinto encontré una garita donde un vigilante envuelto en un abrigo se calentaba las manos al aliento de un brasero. Al verme aparecer de entre la lluvia se levantó sobresaltado. Me examinó unos segundos antes de abrir la portezuela.

– Busco el panteón de la familia Marlasca.

– Oscurecerá en menos de media hora. Mejor que vuelva otro día.

– Cuanto antes me diga dónde está, antes me iré.

El vigilante consultó un listado y me mostró la ubicación señalando con un dedo sobre un mapa del recinto que pendía de la pared. Me alejé sin darle las gracias.

No me resultó difícil encontrar el panteón entre la ciudadela de tumbas y mausoleos que se arremolinaban dentro de los muros del camposanto. La estructura quedaba situada en una peana de mármol. De estilo modernista, el panteón describía una suerte de arco formado por dos grandes escalinatas dispuestas a modo de anfiteatro que ascendían a una galería sostenida por columnas en cuyo interior se abría un atrio flanqueado de lápidas. La galería estaba coronada por una cúpula en la cima de la cual se levantaba una figura de mármol ennegrecido. Su rostro quedaba oculto por un velo, pero al aproximarse al panteón uno tenía la impresión de que aquel centinela de ultratumba iba girando la cabeza para seguirle con los ojos. Ascendí por una de las escalinatas y al llegar a la entrada de la galería me detuve a mirar atrás. Las luces de la ciudad se entreveían en la lluvia, lejanas.

Me adentré en la galería. La estatua de una figura femenina abrazada a un crucifijo en actitud de súplica se erguía en el centro. Su rostro había sido desfigurado a golpes y alguien había pintado de negro los ojos y los labios, confiriéndole un aspecto lobuno. Aquél no era el único signo de profanación del panteón. Las lápidas mostraban lo que parecían marcas o arañazos realizados con algún objeto punzante, y algunas habían sido marcadas con dibujos obscenos y palabras que apenas podían leerse en la penumbra. La tumba de Diego Marlasca quedaba al fondo. Me aproximé a ella y posé la mano sobre la lápida. Extraje el retrato de Marlasca que Salvador me había entregado y lo examiné.

Fue entonces cuando escuché los pasos en la escalinata que ascendía al panteón. Guardé el retrato en el abrigo y me encaré hacia la entrada a la galería. Los pasos se habían detenido y no se oía más que la lluvia golpeando sobre el mármol. Me aproximé lentamente hasta la entrada y me asomé. La silueta estaba de espaldas, contemplando la ciudad a lo lejos. Era una mujer vestida de blanco que llevaba la cabeza cubierta con un manto. Se volvió lentamente y me miró. Sonreía. Pese a los años la reconocí al instante. Irene Sabino. Di un paso hacia ella y sólo entonces comprendí que había alguien más a mi espalda. El impacto en la nuca proyectó un espasmo de luz blanca. Sentí que caía de rodillas. Un segundo más tarde me desplomé sobre el mármol encharcado. Una silueta oscura se recortaba en la lluvia. Irene se arrodilló a mi lado.

Sentí su mano rodearme la cabeza y palpar el lugar donde había recibido el golpe. Vi cómo sus dedos emergían impregnados de sangre. Me acarició el rostro con ellos. Lo último que vi antes de perder el sentido fue cómo Irene Sabino extraía una navaja de afeitar y la desplegaba lentamente, gotas plateadas de lluvia deslizándose por el filo mientras la acercaba hacia mí.

Abrí los ojos al resplandor cegador del farol de aceite. El rostro del vigilante me observaba sin expresión alguna. Intenté pestañear mientras una llamarada de dolor me atravesaba el cráneo desde la nuca.

– ¿Está vivo? -preguntó el vigilante, sin especificar si la cuestión iba dirigida a mí o era meramente retórica.

– Sí -gemí-. No se le ocurra meterme en un agujero.

El vigilante me ayudó a enderezarme. Cada centímetro me costaba una punzada en la cabeza.

– ¿Qué ha pasado?

– Usted sabrá. Hace ya una hora que tendría que haber cerrado, pero al no verle me he acercado hasta aquí a ver qué pasaba y me lo he encontrado durmiendo la mona.

– ¿Y la mujer?

– ¿Qué mujer?

– Eran dos.

– ¿Dos mujeres?

Suspiré, negando.

– ¿Puede ayudarme a levantarme?

Con ayuda del vigilante conseguí incorporarme. Fue entonces cuando sentí el escozor y advertí que tenía la camisa abierta. Varias líneas de cortes superficiales me recorrían el pecho.

– Oiga, eso no tiene buena pinta…

Me cerré el abrigo y al hacerlo palpé en el bolsillo interior. El retrato de Marlasca había desaparecido.

– ¿Tiene usted teléfono en la garita?

– Sí, está en la sala de los baños turcos.

– ¿Puede al menos ayudarme a llegar a la torre de Bellesguard para que pueda pedir un coche desde allí?

El vigilante maldijo y me sujetó por debajo de los hombros.

– Ya le dije que volviese otro día -dijo resignado.

Faltaban apenas unos minutos para la medianoche cuando llegué finalmente a la casa de la torre. Tan pronto abrí la puerta supe que Isabella se había marchado. El sonido de mis pasos en el pasillo tenía otro eco. No me molesté en encender la luz. Me adentré en la casa en penumbra y asomé a la que había sido su habitación. Isabella había limpiado y ordenado el cuarto. Las sábanas y mantas estaban nítidamente dobladas sobre una silla, el colchón desnudo. Su olor todavía flotaba en el aire. Fui hasta la galería y me senté al escritorio que mi ayudante había utilizado. Isabella había sacado punta a los lápices y los había dispuesto pulcramente en un vaso. El montón de cuartillas en blanco estaba nítidamente apilada en una bandeja. El juego de plumines que le había obsequiado reposaba en un extremo de la mesa. La casa nunca me había parecido tan vacía.

En el baño me desprendí de las ropas empapadas y me coloqué un aposito con alcohol en la nuca. El dolor había menguado hasta quedar en un latido sordo y una sensación general no muy diferente a una resaca monumental. En el espejo, los cortes que tenía en el pecho parecían líneas trazadas con una pluma. Eran cortes limpios y superficiales, pero escocían de lo lindo. Los limpié con alcohol y confié en que no se infectaran.

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