– Una ética ejemplar. ¿Qué le dijo entonces a Marlasca?
– Le dije que todo aquello eran supercherías, cuentos. Le dije que era un farsante que me ganaba la vida organizando sesiones de espiritismo para pobres infelices que habían perdido a sus seres queridos y necesitaban creer que amantes, padres y amigos los esperaban en el otro mundo. Le dije que no había nada al otro lado, sólo un gran vacío, que este mundo era cuanto teníamos. Le dije que se olvidase de los espíritus y que volviese con su familia.
– ¿Y él le creyó?
– Evidentemente no. Dejó de acudir a las sesiones y buscó ayuda en otro sitio.
– ¿Dónde?
– Irene había crecido en las cabanas de la playa del Bogatell y aunque había hecho fama bailando y actuando en el Paralelo, seguía perteneciendo a aquel lugar. Me contó que había llevado a Marlasca a ver a una mujer a la que llaman la Bruja del Somorrostro para pedirle protección de esa persona con la que Marlasca estaba en deuda.
– ¿Mencionó Irene el nombre de esa persona?
– Si lo hizo no lo recuerdo. Ya le digo que dejaron de acudir a las sesiones.
– ¿Andreas Corelli?
– No he oído nunca ese nombre.
– ¿Dónde puedo encontrar a Irene Sabino?
– Ya le he dicho cuanto sé -replicó Roures, exasperado.
– Una última pregunta y me voy.
– A ver si es verdad.
– ¿Recuerda haber oído mencionar a Marlasca alguna vez algo llamado Lux Aeterna?
Roures frunció el entrecejo, negando.
– Gracias por su ayuda.
– De nada. Y a ser posible no vuelva por aquí.
Asentí y me dirigí hacia la salida. Roures me seguía con los ojos, receloso.
– Espere -llamó antes de que cruzase el umbral de la trastienda.
Me volví. El hombrecillo me observaba, dudando.
– Creo recordar que Lux Aeterna era el nombre de una especie de panfleto religioso que habíamos utilizado alguna vez en las sesiones del piso de Elisabets. Formaba parte de una colección de librillos similares, probablemente prestado de la biblioteca de supercherías de la sociedad El Porvenir. No sé si será eso a lo que usted se refiere.
– ¿Recuerda de qué trataba?
– Quien lo conocía mejor era mi socio, Jaco, que era quien llevaba las sesiones. Pero por lo que recuerdo, Lux Aeterna era un poema sobre la muerte y los siete nombres del Hijo de la Mañana, el Portador de la Luz.
– ¿El Portador de la Luz?
Roures sonrió.
– Lucifer.
Ya en la calle, partí de regreso a casa preguntándome qué iba a hacer entonces. Me aproximaba a la boca de la calle Monteada cuando le vi. El inspector Víctor Grandes, apoyado contra el muro, saboreaba un cigarro y me sonreía. Me saludó con la mano y crucé la calle en su dirección.
– No sabía que estaba usted interesado en la magia, Martín.
– Ni yo que me siguiera usted, inspector.
– No le sigo. Es que es usted un hombre difícil de localizar y he decidido que si la montaña no venía a mí, yo iría a la montaña. ¿Tiene cinco minutos para tomar algo? Invita la Jefatura Superior de Policía.
– En ese caso… ¿No lleva hoy carabina?
– Marcos y Gástelo se han quedado en Jefatura haciendo papeleo, aunque si les llego a decir que venía a verle a usted seguro que se apuntan.
Descendimos por el cañón de viejos palacios medievales hasta El Xampanyet y nos procuramos una mesa al fondo. Un camarero armado de una bayeta que apestaba a lejía nos miró y Grandes pidió un par de cervezas y una tapa de queso manchego. Cuando llegaron las cervezas y el tentempié el inspector me ofreció el plato, invitación que decliné.
– ¿Le importa? A estas horas estoy que me muero de hambre.
– Bon appétit.
Grandes engulló un taquito de queso y se relamió con los ojos cerrados.
– ¿No le dijeron que pasé ayer por su casa?
– Me dieron el recado con retraso.
– Comprensible. Oiga, qué monada, la niña. ¿Cómo se llama?
– Isabella.
– Sinvergüenza, cómo viven algunos. Le envidio. ¿Qué edad tiene el bomboncito?
Le lancé una mirada venenosa. El inspector sonrió complacido.
– Me ha dicho un pajarito que ha estado usted haciendo de detective últimamente. ¿No nos va a dejar nada a los profesionales?
– ¿Cómo se llama su pajarito?
– Es más bien un pajarraco. Uno de mis superiores es íntimo del abogado Valera.
– ¿Le tienen a usted también en nómina?
– Todavía no, amigo mío. Ya me conoce. Vieja escuela. El honor y todas esas mierdas.
– Pena.
– Y dígame, ¿cómo está el pobre Ricardo Salvador? ¿Sabe que hace unos veinte años que no oía ese nombre? Le daban todos por muerto.
– Un diagnóstico precipitado.
– ¿Y qué tal se encuentra?
– Solo, traicionado y olvidado.
El inspector asintió lentamente.
– Le hace pensar a uno en el futuro que depara este oficio, ¿verdad?
– Apuesto que en su caso las cosas serán diferentes y el ascenso a lo más alto del cuerpo es cuestión de un par de años. Le veo de director general del cuerpo antes de los cuarenta y cinco, besando manos de obispos y capitanes generales del ejército en el desfile del día del Corpus.
Grandes asintió fríamente, ignorando el tono de sarcasmo.
– Hablando de besamanos, ¿ya ha oído lo de su amigo Vidal?
Grandes nunca empezaba una conversación sin un as escondido en la manga. Me observó sonriente, saboreando mi inquietud.
– ¿El qué? -murmuré.
– Dicen que la otra noche su esposa intentó suicidarse.
– ¿Cristina?
– Es verdad, usted la conoce…
No me di cuenta de que me había levantado y me temblaban las manos.
– Tranquilo. La señora Vidal está bien. Un susto, nada más. Al parecer se le fue la mano con el láudano… Haga el favor de sentarse, Martín. Por favor
Me senté. El estómago se me encogía en un nudo de clavos.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos o tres días.
Me vino a la memoria la imagen de Cristina en la ventana de Villa Helius días atrás, saludándome con la mano mientras yo rehuía su mirada y le daba la espalda.
– ¿Martín? -preguntó el inspector, pasando la mano por delante de mis ojos como si me temiese ido.
– ¿Qué?
El inspector me observó con lo que parecía genuina preocupación.
– ¿Tiene alguna cosa que contarme? Ya sé que no me va a creer, pero me gustaría ayudarle.
– ¿Aún cree que fui yo quien mató a Barrido y a su socio?
Grandes negó.
– Yo nunca lo he creído, pero a otros les gustaría hacerlo.
– ¿Entonces por qué me está investigando?
– Tranquilícese. No le estoy investigando, Martín. Nunca le he investigado. El día que le investigue se dará cuenta. De momento le observo. Porque me cae usted bien y me preocupa que se vaya a meter en un lío. ¿Por qué no confía en mí y me dice qué está pasando?
Nuestras miradas se encontraron y por un instante me sentí tentado de contárselo todo. Lo habría hecho, si hubiese sabido por dónde empezar.
– No está pasando nada, inspector.
Grandes asintió y me miró con lástima, o quizá sólo fuese decepción. Apuró su cerveza y dejó unas monedas en la mesa. Me dio una palmada en la espalda y se levantó.
– Cuídese, Martín. Y vigile dónde pisa. No todo el mundo le tiene el mismo aprecio que yo.
– Lo tendré en cuenta.
Era casi mediodía cuando volví a casa sin poder apartar el pensamiento de lo que me había contado el inspector. Al llegar a la casa de la torre, ascendí los peldaños de la escalinata lentamente, como si me pesara hasta el alma. Abrí la puerta del piso, temiendo encontrarme con una Isabella con ganas de conversación. La casa estaba en silencio. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo y allí la encontré, dormida en el sofá con un libro abierto sobre el pecho, una de mis viejas novelas. No pude evitar sonreír. La temperatura en el interior de la casa había descendido sensiblemente en aquellos días de otoño y temí que Isabella pudiera coger frío. A veces la veía andar por la casa envuelta en un manto de lana que se colocaba sobre los hombros. Me dirigí un momento a su habitación para buscarlo y colocárselo por encima con sigilo. Su puerta estaba entreabierta y, aunque estaba en mi propia casa, lo cierto es que no había entrado en aquel dormitorio desde que Isabella se había instalado allí, y tuve cierto reparo en hacerlo ahora. Avisté el mantón doblado sobre una silla y entré a por él. La habitación olía a aquel aroma dulce y alimonado de Isabella. El lecho estaba todavía deshecho y me incliné para alisar las sábanas y las mantas porque me constaba que cuando me entregaba a alguna de estas tareas domésticas mi categoría moral ganaba puntos a ojos de mi ayudante.