– ¿Qué hace despierto a estas horas?
La voz de mi conciencia, Isabella, me observaba desde el umbral.
– Comer galletas.
Isabella se sentó a la mesa y se sirvió una taza de café. Tenía aspecto de no haber pegado ojo.
– Mi padre dice que ésa es la marca favorita de la reina madre.
– Así de hermosa está ella.
Isabella tomó una de las galletas y la mordisqueó con aire ausente.
– ¿Has pensando en lo que vas a hacer? Respecto a Sempere, quiero decir…
Isabella me lanzó una mirada ponzoñosa.
– ¿Y usted qué va a hacer hoy? Nada bueno, seguro.
– Un par de recados.
– Ya.
– ¿Ya, ya? ¿O ya, adverbio de tiempo?
Isabella dejó la taza sobre la mesa y se encaró a mí con su aire de interrogatorio sumario.
– ¿Por qué nunca habla de lo que sea que se lleva usted entre manos con ese tipo, el patrón?
– Entre otras cosas, por tu bien.
– Por mi bien. Claro. Tonta de mí. A propósito, me olvidé decirle que ayer se pasó por aquí su amigo, el inspector.
– ¿Grandes? ¿Venía sólo?
– No. Le acompañaban un par de matones grandes como armarios con cara de perro pachón.
La idea de Marcos y Gástelo a mi puerta me produjo un nudo en el estómago.
– ¿Y qué quería Grandes?
– No lo dijo.
– ¿Qué dijo entonces?
– Me preguntó quién era yo.
– ¿Y tú qué contestaste?
– Que era su amante.
– Muy bonito.
– Pues a uno de los grandullones pareció hacerle mucha gracia.
Isabella cogió otra galleta y la devoró en dos mordiscos. Advirtió que la estaba mirando de reojo y dejó de masticar en el acto.
– ¿Qué he dicho? -preguntó, proyectando una nube de migas de galleta.
Un dedo de luz vaporosa caía desde el manto de nubes y encendía la pintura roja de la fachada de la tienda de artículos de magia de la calle Princesa. El establecimiento quedaba tras una marquesina de madera labrada. Las vidrieras de la puerta apenas insinuaban los contornos de un interior sombrío y vestido de cortinajes de tercipelo negro que envolvían vitrinas con máscaras e ingenios de regusto Victoriano, barajas trucadas y dagas contrapesadas, libros de magia y frascos de cristal pulido que contenían un arco iris de líquidos etiquetados en latín y probablemente embotellados en Albacete. La campanilla de la entrada anunció mi presencia. Un mostrador vacío quedaba al fondo. Esperé unos segundos, examinando la colección de curiosidades del bazar. Estaba buscando mi rostro en un espejo en el que se reflejaba toda la tienda excepto yo, cuando atisbé por el rabillo del ojo una figura menuda que asomaba tras la cortina de la trastienda.
– Un truco interesante, ¿verdad? -dijo el hombrecillo de cabello cano y mirada penetrante. Asentí.
– ¿Cómo funciona?
– Todavía no lo sé. Me llegó hace un par de días de un fabricante de espejos trucados de Estanbul. El creador lo llama inversión refractaria.
– Le recuerda a uno que nada es lo que parece -apunté.
– Menos la magia. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?
– ¿Hablo con el señor Damián Roures?
El hombrecillo asintió lentamente, sin pestañear. Advertí que tenía los labios dibujados en una mueca risueña que, como su espejo, no era lo que parecía. La mirada era fría y cautelosa.
– Me han recomendado su establecimiento.
– ¿Puedo preguntar quién ha sido tan amable?
– Ricardo Salvador.
La pretensión de sonrisa afable se borró de su rostro.
– No sabía que siguiera vivo. No le he visto en veinticinco años.
– ¿Y a Irene Sabino?
Roures suspiró, negando por lo bajo. Rodeó el mostrador y se acercó hasta la puerta. Colgó el cartel de cerrado y echó la llave.
– ¿Quién es usted?
– Mi nombre es Martín. Estoy intentando aclarar las circunstancias que rodearon la muerte del señor Diego Marlasca, a quien tengo entendido que usted conocía.
– Que yo sepa, quedaron aclaradas hace ya muchos años. El señor Marlasca se suicidó.
– Yo lo había entendido de otra manera. -No sé lo que le habrá contado ese policía. El resentimiento afecta a la memoria, señor… Martín. Salvador ya intentó en su día vender una conspiración de la que no tenía prueba alguna. Todos sabían que le estaba calentando la cama a la viuda Marlasca y que pretendía erigirse en héroe de la situación. Como era de esperar, sus superiores lo metieron en vereda y le expulsaron del cuerpo.
– Él cree que lo que ocurrió es que hubo un intento de ocultar la verdad. Roures rió.
– La verdad… no me haga reír. Lo que se intentó tapar fue el escándalo. El gabinete de abogados de Valeray Marlasca tenía los dedos metidos en casi todas las ollas que se cuecen en esta ciudad. A nadie le interesaba que se destapase una historia como aquélla.
“Marlasca había abandonado su posición, su trabajo y su matrimonio para encerrarse en ese caserón a hacer sabe Dios qué. Cualquiera con dos dedos de frente podía imaginarse que aquello no acabaría bien.
– Eso no le impidió a usted y a su socio Jaco rentabilizar la locura de Marlasca prometiéndole la posibilidad de contactar con el más allá en sus sesiones de espiritismo…
– Nunca le prometí nada. Aquellas sesiones eran unasimple diversión. Todos lo sabían. No pretenda endosarme el muerto, porque yo no hacía más que ganarme la vida honradamente.
– ¿Y su socio Jaco?
– Yo respondo por mí mismo. Lo que hiciese Jaco no es responsabilidad mía.
– Luego hizo algo.
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Que se llevó ese dinero que Salvador se empeñaba en decir que estaba en una cuenta secreta? ¿Que mató a Marlasca y nos engañó a todos?
– ¿Y no fue así? Roures me miró largamente.
– No lo sé. No he vuelto a verle desde el día en que murió Marlasca. Ya les dije a Salvador y a los demás policías lo que sabía. Nunca mentí. Nunca mentí. Si Jaco hizo algo, nunca tuve conocimiento ni obtuve parte alguna. -¿Qué me dice de Irene Sabino? -Irene amaba a Marlasca. Ella nunca hubiese tramado nada para hacerle daño.
– ¿Sabe qué fue de ella? ¿Vive aún? -Creo que sí. Me dijeron que estaba trabajando en una lavandería del Raval. Irene era una buena mujer. Demasiado buena. Así ha acabado. Ella creía en aquellas cosas. Creía de corazón.
– ¿Y Marlasca? ¿Qué buscaba en aquel mundo? -Marlasca andaba metido en algo, no me pregunte el qué. Algo que ni yo ni Jaco le habíamos vendido ni podíamos venderle. Cuanto sé es lo que oí decir a Irene en una ocasión. Al parecer Marlasca había encontrado a alguien, a alguien que yo no conocía, y créame que conocía y conozco a todo el mundo en la profesión, que le había prometido que si hacía algo, no sé el qué, recuperaría a su hijo Ismael de entre los muertos. -¿Dijo Irene quién era ese alguien? -Ella no le había visto nunca. Marlasca no le permitía que lo viese. Pero ella sabía que él tenía miedo. -¿Miedo de qué? Roures chasqueó la lengua. -Marlasca creía que estaba maldito. -Expliqúese.
– Ya se lo he dicho antes. Estaba enfermo. Estaba convencido de que algo se le había metido dentro.
– ¿Algo?
– Un espíritu. Un parásito. No sé. Mire, en este negocio se conoce a mucha gente que no está precisamente en sus cabales. Les sucede una tragedia personal, pierden un amante o una fortuna y se caen por el agujero. El cerebro es el órgano más frágil del cuerpo. El señor Marlasca no estaba en su sano juicio, y eso lo podía ver cualquiera que hablase durante cinco minutos con él. Por eso vino a mí.
– Y usted le dijo lo que quería oír.
– No. Yo le dije la verdad.
– ¿Su verdad?
– La única que conozco. Me pareció que aquel hornbre estaba seriamente desequilibrado y no quise aprovecharme de él. Esas cosas nunca acaban bien. En este negocio hay un límite que no se cruza si uno sabe lo que le conviene. Al que viene buscando diversión o un poco de emociones y consuelo del más allá, se le atiende y se le cobra por el servicio prestado. Pero al que viene a punto de perder la razón, se le envía a casa. Esto es un espectáculo como otro cualquiera. Lo que quieres son espectadores, no iluminados.