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– ¿A qué huele?

– Pato confitado con peras al horno y salsa de chocolate. He encontrado la receta en uno de sus libros de cocina.

– Yo no tengo libros de cocina.

Isabella se levantó y trajo un tomo encuadernado en piel que depositó en la mesa. El título: Las 101 mejores recetas de la cocina francesa, por Michel Aragón.

– Eso es lo que usted se cree. En segunda fila, en los estantes de la biblioteca, he encontrado de todo, incluyendo un manual de higiene matrimonial del doctor Pérez-Aguado con unas ilustraciones de lo más sugerente y frases del tipo “la hembra, por designio divino, no conoce deseo carnal y su realización espiritual y sentimental se sublima en el ejercicio natural de la maternidad y las labores del hogar”. Tiene usted ahí las minas del rey Salomón.

– ¿Y se puede saber qué buscabas tú en la segunda fila de los estantes?

– Inspiración. Cosa que he encontrado. -Pero de tipo culinario. Habíamos quedado en que ibas a escribir todos los días, con inspiración o sin.

– Estoy encallada. Y la culpa es suya, por tenerme pluriempleada y complicarme en sus intrigas con el inmaculado de Sempere hijo.

– ¿Te parece bien burlarte del hombre que está perdidamente enamorado de ti? -¿Qué?

– Ya me has oído. Sempere hijo me ha confesado que le tienes robado el sueño. Literalmente. No duerme, no come, no bebe, ni orinar puede el pobre de tanto pensar en ti todo el día. -Delira usted.

– El que delira es el pobre Sempere. Tendrías que haberlo visto. He estado en un tris de pegarle un tiro para liberarle del dolor y la miseria que lo acongojan. -Pero si no me hace ni caso -protestó Isabella. -Porque no sabe cómo abrir su corazón y encontrar las palabras con que plasmar su sentimientos. Los hornbres somos así. Brutos y primarios.

– Pues bien que ha sabido encontrar las palabras para echarme una bronca por equivocarme al ordenar la colección de los Episodios Nacionales. Menuda labia.

– No es lo mismo. Una cosa es el trámite administrativo y la otra el lenguaje de la pasión.

– Bobadas.

– No hay nada de bobo en el amor, estimada ayudante. Y, cambiando de tema, ¿vamos a cenar o no?

Isabella había preparado una mesa a juego con el festín que había cocinado. Había dispuesto un arsenal de platos, cubiertos y copas que nunca había visto.

– No sé cómo teniendo estas preciosidades no las usa usted. Lo tenía todo en cajas en el cuarto junto al lavadero -dijo Isabella-. Hombre tenía usted que ser.

Levanté uno de los cuchillos y lo contemplé a la luz de las velas que había dispuesto Isabella. Comprendí que aquéllos eran los enseres de Diego Marlasca y sentí que perdía el apetito por completo.

– ¿Pasa algo? -preguntó Isabella.

Negué. Mi ayudante sirvió dos platos y se me quedó mirando, expectante. Probé el primer bocado y sonreí, asintiendo.

– Muy bueno -dije.

– Un poco correoso, creo. La receta decía que había que asarlo a fuego lento no sé cuánto tiempo, pero con la cocina que tiene usted, el fuego es o inexistente o abrasador, sin punto intermedio.

– Está bueno -repetí, comiendo sin hambre.

Isabella me iba mirando de reojo. Seguimos cenando en silencio, el tintineo de cubiertos y platos como única compañía.

– ¿Decía en serio eso de Sempere hijo?

Asentí sin levantar los ojos del plato.

– ¿Y que más le ha dicho de mí?

– Me ha dicho que tienes una belleza clásica, que eres inteligente, intensamente femenina, porque él es así de cursi, y que siente que hay una conexión espiritual entre vosotros.

Isabella me clavó una mirada asesina.

– Júreme que no se está inventando eso -dijo Isabella.

Puse la mano derecha sobre el libro de recetas y levanté la izquierda.

– Lo juro sobre Las 101 mejores recetas de la cocina francesa -declaré.

– Se jura con la otra mano.

Cambié de mano y repetí el gesto con expresión de solemnidad. Isabella resopló.

– ¿Y qué voy a hacer?

– No sé. ¿Qué hacen los enamorados? Ir de paseo, a bailar…

– Pero yo no estoy enamorada de ese señor.

Seguí degustando el confite de pato, ajeno a su insistente mirada. Al rato, Isabella dio un manotazo en la mesa.

– Haga el favor de mirarme. Todo esto es culpa suya.

Dejé los cubiertos con parsimonia, me limpié con la servilleta y la miré.

– ¿Qué voy a hacer? -preguntó de nuevo Isabella.

– Eso depende. ¿Te gusta Sempere o no?

Una nube de duda le cruzó el rostro.

– No lo sé. Para empezar, es un poco mayor para mí.

– Tiene prácticamente mi edad -apunté-. Como mucho, uno o dos años más. Puede que tres.

– O cuatro o cinco.

Suspiré.

– Está en la flor de la vida. Habíamos quedado en que te gustaban maduritos.

– No se ría.

– Isabella, no soy yo quién para decirte lo que debes hacer…

– Ésa sí que es buena.

– Déjame acabar. Lo que quiero decir es que esto es algo entre Sempere hijo y tú. Si me pides mi consejo, yo te diría que le des una oportunidad. Nada más. Si uno de estos días él decide dar el primer paso y te invita, pongamos, a merendar, acepta la invitación. A lo mejor empezáis a hablar y os conocéis y acabáis siendo grandes amigos, o a lo mejor no. Pero yo creo que Sempere es un buen hombre, su interés en ti es genuino y me atrevería a decir que, si lo piensas un poco, en el fondo tú también sientes algo por él.

– Está usted cargado de manías.

– Pero Sempere no. Y creo que no respetar el afecto y la admiración que siente por ti sería mezquino. Y tú no lo eres.

– Eso es chantaje sentimental.

– No, es la vida.

Isabella me fulminó con la mirada. Le sonreí.

– Al menos haga el favor de terminarse la cena -ordenó.

Apuré mi plato, lo rebañé con pan y dejé escapar un suspiro de satisfación.

– ¿Qué hay de postre?

Después de la cena dejé a una Isabella meditabunda macerar sus dudas e inquietudes en la sala de lectura y subí al estudio de la torre. Extraje el retrato de Diego Marlasca que me había prestado Salvador y lo dejé al pie del flexo. Acto seguido eché un vistazo a la pequeña cindadela de blocs, notas y cuartillas que había ido acumulando para el patrón. Con el frío de los cubiertos de Diego Marlasca todavía en las manos, no me costó imaginarle sentado allí, contemplando la misma vista sobre los tejados de la Ribera. Tomé una de mis páginas al azar y empecé a leer. Reconocía las palabras y las frases porque las había compuesto yo, pero el espíritu turbio que las alimentaba se me antojaba más lejano que nunca. Dejé caer el papel al suelo y alcé la mirada para encontrar mi reflejo en el cristal de la ventana, un extraño sobre la tiniebla azul que sepultaba la ciudad. Supe que no iba a poder trabajar aquella noche, que iba a ser incapaz de hilvanar un solo párrafo para el patrón. Apagué la luz del escritorio y me quedé sentado en la penumbra, escuchando el viento arañar las ventanas e imaginando a Diego Marlasca precipitándose en llamas en las aguas del estanque mientras las últimas burbujas de aire escapaban de sus labios y el líquido helado inundaba sus pulmones.

Desperté al alba con el cuerpo dolorido y encajado en la butaca del estudio. Me levanté y escuché cómo crujían dos o tres engranajes de mi anatomía. Me arrastré hasta la ventana y la abrí de par en par. Los terrados de la ciudad vieja relucían de escarcha y un cielo púrpura se anudaba sobre Barcelona. Al sonido de las campanas de Santa María del Mar, una nube de alas negras alzó el vuelo desde un palomar. Un viento frío y cortante trajo el olor de los muelles y las cenizas de carbón que destilaban las chimeneas de la barriada.

Bajé al piso y me dirigí a la cocina a preparar café.

Eché un vistazo a la alacena y me quedé atónito. Desde que tenía a Isabella en casa, mi despensa parecía el colmado Quílez en la Rambla de Catalunya. Entre el desfile de exóticos manjares importados por el colmado del padre de Isabella encontré una caja de latón con galletas inglesas recubiertas de chocolate y decidí probarlas. Media hora más tarde, una vez mis venas empezaron a bombear azúcar y cafeína, mi cerebro se puso en funcionamiento y tuve la genial ocurrencia de empezar la jornada complicando un poco más, si cabía, mi existencia. Tan pronto abriesen los comercios haría una visita a la tienda de artículos de magia y prestidigitación de la calle Princesa.

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