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– Bueno…

– Ni bueno ni malo. Las cosas como son, Sempere. Que usted es un hombre respetable y responsable. Si fuese yo, qué le voy a contar, pero usted no es hombre que vaya a jugar con los sentimientos nobles y puros de una mujer en flor. ¿Me equivoco?

– …supongo que no.

– Pues ya está.

– ¿El qué?

– ¿No está claro?

– No.

– Es momento de festejar.

– ¿Perdón?

– Cortejar o, en lenguaje científico, pelar la pava. Mire, Sempere, por algún extraño motivo, siglos de supuesta civilización nos han conducido a una situación en la que uno no puede ir arrimándose a las mujeres por las esquinas, o proponiéndoles matrimonio, así como así. Primero hay que festejar.

– ¿Matrimonio? ¿Se ha vuelto loco?

– Lo que quiero decirle es que a lo mejor, y esto en el fondo es idea suya aunque no se haya dado cuenta todavía, hoy o mañana o pasado, cuando se le cure el temble•*que y no parezca que le cae la baba, al término del horario de Isabella en la librería la invita usted a merendar en algún sitio con duende y se dan de una vez cuenta de que están hechos el uno para el otro. Pongamos Els Quatre Gats, que como son un tanto agarrados ponen la luz tirando a floja para ahorrar electricidad y eso siempre ayuda en estos casos. Le pide a la muchacha un requesón con un buen cucharón de miel, que eso abre los apetitos, y luego, como quien no quiere la cosa, le endosa un par de lingotazos de ese moscatel que se sube a la cabeza de necesidad y, al tiempo que le pone la mano en la rodilla, me la atonta usted con esa verborrea que se lleva tan escondida, granuja.

– Pero si yo no sé nada de ella, ni de lo que le interesa ni…

– Le interesa lo mismo que a usted. Le interesan los libros, la literatura, el olor de estos tesoros que tiene usted aquí y la promesa de romance y aventura de las novelas de a peseta. Le interesa espantar la soledad y no perder el tiempo en comprender que en este perro mundo nada vale un céntimo si no tenemos a alguien con quien compartirlo. Ya sabe lo esencial. Lo demás lo aprende y lo disfruta usted por el camino.

Sempere se quedó pensativo, alternando miradas entre su taza de café, intacta, y un servidor, que mantenía a trancas y barrancas su sonrisa de vendedor de títulos de Bolsa.

– No sé si darle las gracias o denunciarle a la policía -dijo finalmente.

Justo entonces se escucharon los pasos pesados de Sempere padre en la librería. Unos segundos después asomaba el rostro en la trastienda y se nos quedaba mirando con el entrecejo fruncido.

– ¿Y esto? La tienda desatendida y aquí de chachara como si fuera fiesta mayor. ¿Y si entra algún cliente? ¿O un sinvergüenza dispuesto a llevarse el género?

Sempere hijo suspiró, poniendo los ojos en blanco.

– No tema, señor Sempere, que los libros son la única cosa en este mundo que no se roba -dije guiñándole un ojo.

Una sonrisa cómplice iluminó su rostro. Sempere hijo aprovechó el momento para escapar de mis garras y escabullirse rumbo a la librería. Su padre se sentó a mi lado y olfateó la taza de café que su hijo había dejado sin probar.

– ¿Qué dice el médico de la cafeína para el corazón? -apunté.

– Ése no sabe encontrarse las posaderas ni con un atlas de anatomía. ¿Qué va a saber del corazón?

– Más que usted, seguro -repliqué, arrebatándole la taza de las manos.

– Si yo estoy hecho un toro, Martín.

– Un mulo es lo que está usted hecho. Haga el favor de subir a casa y de meterse en la cama.

– En la cama sólo vale la pena estar cuando se es joven y hay buena compañía.

– Si quiere compañía, se la busco, pero no creo que se dé la coyuntura cardíaca adecuada.

– Martín, a mi edad, la erótica se reduce a saborear un flan y a mirarles el cuello a las viudas. Aquí el que me preocupa es el heredero. ¿Algún progreso en ese terreno?

– Estamos en fase de abono y siembra. Habrá que ver si el tiempo acompaña y tenemos algo que cosechar. En un par o tres de días le puedo dar una estimación al alza con un sesenta o setenta por ciento de Habilidad.

Sempere sonrió, complacido.

– Golpe maestro lo de enviarme a Isabella de dependienta -dijo-. Pero ¿no la ve un poco joven para mi hijo?

– Al que veo un poco verde es a él, si tengo que serle sincero. O espabila o Isabella se lo come crudo en cinco minutos. Menos mal que es de buena pasta, que si no…

– ¿Cómo se lo puedo agradecer?

– Subiendo a casa y metiéndose en la cama. Si necesita compañía picante llévese Fortunata y Jacinta.

– Lleva razón. Don Benito no falla.

– Ni queriendo. Venga, al catre.

Sempere se levantó. Le costaba moverse y respiraba trabajosamente, con un soplo ronco en el aliento que ponía los pelos de punta. Le tomé del brazo para ayudarle y me di cuenta de que tenía la piel fría.

– No se espante, Martín. Es mi metabolismo, que es algo lento.

– Como el de Guerra y paz se lo veo yo hoy.

– Una cabezadita y me quedo como nuevo.

Decidí acompañarle hasta el piso en el que vivían padre e hijo, justo encima de la librería, y asegurarme de que se metía bajo las mantas. Tardamos un cuarto de hora en negociar el tramo de las escaleras. Por el camino nos encontramos a uno de los vecinos, un afable catedrático de instituto llamado don Anacleto que daba clases de lengua y literatura en los jesuítas de Caspe y regresaba a su casa.

– ¿Cómo se presenta hoy la vida, amigo Sempere?

– Empinada, don Anacleto.

Con la ayuda del catedrático conseguí llegar al primer piso con Sempere prácticamente colgado de mi cuello.

– Con el permiso de ustedes me retiro a descansar tras una largajornada de lidia con esajauría de primates que tengo por alumnos -anunció el catedrático-. Se lo digo yo, este país se va a desintegrar en una generación. Como ratas se van a despellejar unos a otros.

Sempere hizo un gesto que me daba a entender que no hiciese demasiado caso a don Anacleto.

– Buen hombre -murmuró-, pero se ahoga en un vaso de agua.

Al entrar en la vivienda me asaltó el recuerdo de aquella mañana lejana en la que llegué allí ensangrentado, sosteniendo un ejemplar de Grandes esperanzas en las manos, y Sempere me subió en brazos hasta su casa y me sirvió una taza de chocolate caliente que me bebí mientras esperábamos al médico y él me susurraba palabras tranquilizadoras y me limpiaba la sangre del cuerpo con una toalla tibia y una delicadeza que nunca nadie me había mostrado antes. Por entonces, Sempere era un hornbre fuerte que me parecía un gigante en todos los sentidos y sin el cual no creo que hubiera sobrevivido a aquellos años de escasa fortuna. Poco o nada quedaba de aquella fortaleza cuando le sostuve en mis brazos para ayudarle a acostarse y le tapé con un par de mantas. Me senté a su lado y le tomé la mano sin saber qué decir.

– Oiga, si vamos los dos a echarnos a llorar como magdalenas, más vale que se vaya -dijo él. -Cuídese, ¿me oye?

– Con algodoncitos, no tema. Asentí y me dirigí hacia la salida.

– ¿Martín? ’

Me volví desde el umbral de la puerta. Sempere me contemplaba con la misma preocupación con la que me había mirado aquella mañana en la que había perdido algunos dientes y buena parte de la inocencia. Me fui antes de que me preguntase qué era lo que me ocurría.

Uno de los primeros recursos propios del escritor profesional que Isabella había aprendido de mí era el arte y la práctica de procrastinar. Todo veterano del oficio sabe que cualquier ocupación, desde afilar el lápiz hasta catalogar musarañas, tiene prioridad al acto de sentarse a la mesa y exprimir el cerebro. Isabella había absorbido por osmosis esta lección fundamental y al llegar a casa, en vez de encontrarla en su escritorio, la sorprendí en la cocina afinando los últimos toques a una cena que olía y lucía como si su elaboración hubiera sido cuestión de varias horas.

– ¿Celebramos algo? -pregunté.

– Con la cara que trae usted no lo creo.

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