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Acepté el número y lo guardé. -Se agradece.

– De nada. Total, ¿qué pueden hacerme ya?

– ¿Tendría usted una fotografía de Diego Marlasca? No he encontrado ni una sola en toda la casa.

– Pues no sé… Creo que alguna debo de tener. Déjeme ver.

Salvador se dirigió a un escritorio en el rincón de la sala y extrajo una caja de latón repleta de papeles.

– Aún guardo cosas del caso… ya ve que ni con los años escarmiento. Aquí, mire. Esta foto me la dio la viuda. Me tendió un viejo retrato de estudio en el que aparecía un hombre alto y bien parecido de unos cuarenta y tantos años sonriendo a la cámara sobre un fondo de terciopelo. Me perdí en aquella mirada limpia, preguntándome cómo era posible que tras ella se ocultase el mundo tenebroso que había encontrado en las páginas de Lux Aeterna.

– ¿Puedo quedármela? Salvador dudó.

– Supongo que sí. Pero no la pierda. -Le prometo que se la devolveré.

– Prométame que tendrá cuidado y me quedaré más tranquilo. Y que si no lo tiene y se mete en líos, me llamará. Le tendí la mano y me la estrechó.

– Prometido.

Empezaba a ponerse el sol cuando dejé a Ricardo Salvador en su fría azotea y regresé a la plaza Real bañada en luz polvorienta que pintaba de rojo las siluetas de paseantes y extraños. Eché a andar y acabé por refugiarme en el único lugar en toda la ciudad en el que siempre me había sentido bien recibido y protegido. Cuando llegué a la calle Santa Ana, la librería de Sempere e Hijos estaba a punto de cerrar. El crepúsculo reptaba sobre la ciudad y una brecha de azul y púrpura se había abierto en el cielo. Me detuve frente al escaparate y vi que Sempere hijo acababa de acompañar a un cliente que se despedía ya. Al verme me sonrió y me saludó con aquella timidez que parecía más decencia que otra cosa.

– En usted precisamente estaba pensando, Martín. ¿Todo bien?

– Inmejorable.

– Ya se le ve en la cara. Ande, pase, que prepararemos algo de café.

Me abrió la puerta de la tienda y me cedió el paso. Entré en la librería y aspiré aquel perfume a papel y magia que inexplicablemente a nadie se le había ocurrido todavía embotellar. Sempere hijo me indicó que le siguiera hasta la trastienda, donde se dispuso a preparar una cafetera.

– ¿Y su padre? ¿Cómo está? Le vi un poco tierno el otro día.

Sempere hijo asintió, como si agradeciese la pregunta. Me di cuenta de que probablemente no tenía a nadie con quien hablar del tema.

– Ha tenido tiempos mejores, la verdad. El médico dice que tiene que vigilar con la angina de pecho, pero él insiste en trabajar más que antes. A veces tengo que enfadarme con él, pero parece que crea que si deja la librería en mis manos el negocio se vendrá abajo. Esta mañana, cuando me he levantado, le he dicho que hiciera el favor de quedarse en la cama y no bajase a trabajar en todo el día. ¿Se puede creer que tres minutos después me lo encuentro en el comedor, poniéndose los zapatos?

– Es un hombre de ideas firmes -convine.

– Es tozudo como una muía -replicó Sempere hijo-. Menos mal que ahora tenemos algo de ayuda, que si no…

Desenfundé mi expresión de sorpresa e inocencia, tan socorrida y falta de apresto.

– La muchacha -aclaró Sempere hijo-. Isabella, su ayudante. Por eso estaba yo pensando en usted. Espero que no le importe que pase unas horas aquí. La verdad es que, tal como están las cosas, se agradece la ayuda, pero si tiene usted inconveniente…

Reprimí una sonrisa por el modo en que relamió las dos eles de Isabella.

– Bueno, mientras sea algo temporal. La verdad es que Isabella es una buena chica. Inteligente y trabajadora -dije-. De toda confianza. Nos llevamos de maravilla.

– Pues ella dice que es usted un déspota.

– ¿Eso dice?

– De hecho, tiene un mote para usted: mister Hyde. -Angelito. No haga caso. Ya sabe cómo son las mujeres.

– Sí, ya lo sé -replicó Sempere hijo en un tono que dejaba claro que sabía muchas cosas, pero de aquélla no tenía ni la más remota idea.

– Isabella le dice eso de mí, pero no se crea que a mí no me dice cosas de usted -aventuré.

Vi que algo se le revolvía en el rostro. Dejé que mis palabras fueran corroyendo lentamente las capas de su armadura. Me tendió una taza de café con una sonrisa solícita y rescató el tema con un recurso que no hubiera pasado el filtro de una opereta de medio pelo.

– A saber lo que debe de decir de mí -dejó caer. Le dejé macerando la incertidumbre unos instantes. -¿Le gustaría saberlo? -pregunté casualmente, escondiendo la sonrisa tras la taza.

Sempere hijo se encogió de hombros. -Dice que es usted un hombre bueno y generoso, que la gente no le entiende porque es usted un poco tímido y no ven más allá de, cito textualmente, una presencia de galán de cine y una personalidad fascinante.

Sempere hijo tragó saliva y me miró, atónito. -No le voy a mentir, amigo Sempere. Mire, de hecho me alegro de que haya sacado usted el tema porque la verdad es que hace ya días que quería comentar esto con usted y no sabía cómo. -¿Comentar el qué? Bajé la voz y le miré fijamente a los ojos.

– Entre usted y yo, Isabella quiere trabajar aquí porque le admira y, me temo, está secretamente enamorada de usted.

Sempere me miraba al borde del pasmo.

– Pero un amor puro, ¿eh? Atención. Espiritual. Como de heroína de Dickens, para entendernos. Nada de frivolidades ni niñerías. Isabella, aunque es joven, es toda una mujer. Lo habrá advertido usted, seguro…

– Ahora que lo menciona.

– Y no hablo sólo de su, si me permite la licencia, exquisitamente mullido marco, sino de ese lienzo de bondad y belleza interior que lleva dentro, esperando el momento oportuno para emerger y hacer de algún afortunado el hombre más feliz del mundo.

Sempere no sabía dónde meterse.

– Y además tiene talentos ocultos. Habla idiomas. Toca el piano como los ángeles. Tiene una cabeza para los números que ni Isaac Newton. Y encima cocina de miedo. Míreme. He engordado varios kilos desde que trabaja para mí. Delicias que ni la Tour d’Argent… ¿No me diga que no se había dado cuenta?

– Bueno, no mencionó que cocinase…

– Hablo del flechazo.

– Pues la verdad…

– ¿Sabe lo que pasa? La muchacha, en el fondo, y aunque se dé esos aires de fierecilla por domar, es mansa y tímida hasta extremos patológicos. La culpa la tienen las monjas, que las atontan con tantas historias del infierno y lecciones de costura. Viva la escuela libre.

– Pues yo hubiese jurado que me tomaba por poco menos que tonto -aseguró Sempere.

– Ahí lo tiene. La prueba irrefutable. Amigo Sempere, cuando una mujer le trata a uno de tonto significa que se le están afilando las gónadas.

– ¿Está usted seguro de eso?

– Más que de la fiabilidad del Banco de España. Hágame caso, que de esto entiendo un rato.

– Eso dice mi padre. ¿Y qué voy a hacer?

– Bueno, eso depende. ¿A usted le gusta la chica?

– ¿Gustar? No sé. ¿Cómo sabe uno si…?

– Es muy simple. ¿Se la mira usted de reojo y le entran ganas como de morderla?

– ¿Morderla?

– En el trasero, por ejemplo. ›

– Señor Martín…

– No me sea pudendo, que estamos entre caballeros y sabido es que los hombres somos el eslabón perdido entre el pirata y el cerdo. ¿Le gusta o no?

– Bueno, Isabella es una muchacha agraciada.

– ¿Qué más?

– Inteligente. Simpática. Trabajadora.

– Siga.

– Y una buena cristiana, creo. No es que yo sea muy practicante, pero…

– No me hable. Isabella es más de misa que el cepillo. Las monjas, ya se lo digo yo.

– Pero morderla no se me había ocurrido, la verdad.

– No se le había ocurrido hasta que yo se lo he mencionado.

– Debo decirle que me parece una falta de respeto hablar así de ella, o de cualquiera, y que debería usted avergonzarse… -protestó Sempere hijo.

– Mea culpa -entoné alzando las manos en gesto de rendición-. Pero no importa, porque cada cual manifiesta su devoción a su manera. Yo soy una criatura frivola y superficial y de ahí mi enfoque canino, pero usted, con esa áurea gravitas, es hombre de sentimiento místico y profundo. Lo que cuenta es que la muchacha le adora y que el sentimiento es recíproco.

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