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Tragué saliva y asentí. Aquél era el primer lugar donde me había encontrado con Corelli.

– Si lo conoce sabrá que, cuando está lleno, apenas tiene un metro de profundidad y que es, esencialmente, una balsa. El día que se encontró al abogado muerto, el estanque estaba medio vacío y el nivel del agua no llegaba a los sesenta centímetros.

– Un campeón de natación no se ahoga en sesenta centímetros de agua así como así -apunté.

– Eso me dije yo.

– ¿Había otras opiniones? Salvador sonrió amargamente.

– Para empezar, lo dudoso es que se ahogara. El forense que practicó la autopsia al cadáver encontró algo de agua en los pulmones, pero su dictamen fue que el fallecimiento se había producido por un paro cardíaco. -No entiendo.

– Cuando Marlasca se cayó al estanque, o cuando alguien lo empujó, estaba en llamas. El cuerpo presentaba quemaduras de tercer grado en torso, brazos y rostro. Era opinión del forense que el cuerpo pudo haber ardido por espacio de casi un minuto antes de que entrase en contacto con el agua. Restos encontrados en las ropas del abogado indicaban la presencia de algún tipo de disolvente en los tejidos. A Marlasca lo quemaron vivo. Tardé unos segundos en digerir todo aquello. -¿Por qué iba alguien a hacer algo así? -¿Ajuste de cuentas? ¿Simple crueldad? Elija usted. Mi opinión es que alguien quería retrasar la identificación del cuerpo de Marlasca para ganar tiempo y confundir a la policía. -¿Quién? -Jaco Corbera. -El representante de Irene Sabino.

– Que desapareció el mismo día de la muerte de Marlasca con el importe de una cuenta personal que el abogado tenía en el Banco Hispano Colonial y de la que su esposa no sabía nada.

– Cien mil francos franceses -apunté.

Salvador me miró, intrigado.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– No tiene importancia. ¿Qué hacía Marlasca en la azotea del Depósito de las Aguas? No es un lugar de paso, precisamente.

– Ése es otro punto confuso. Encontramos un dietario en el estudio de Marlasca en el que había anotado que tenía una cita allí a las cinco de la tarde. O eso parecía. Lo único que el dietario indicaba era una hora, un lugar y una inicial. Una “C”. Probablemente, Corbera.

– ¿Qué cree entonces usted que sucedió? -pregunté.

– Lo que yo creo, y lo que la evidencia sugiere, es que Jaco engañó a Irene Sabino para que manipulase a Marlasca. Ya sabrá que el abogado estaba obsesionado con todas esas supercherías de las sesiones de espiritismo y demás, especialmente desde la muerte de su hijo. Jaco tenía un socio, Damián Roures, que estaba metido en esos ambientes. Un farsante de tomo y lomo. Entre los dos, y con la ayuda de Irene Sabino, embaucaron a Marlasca, prometiéndole que podía entablar contacto con el niño en el mundo de los espíritus. Marlasca era un hombre desesperado y dispuesto a creer lo que fuese. Aquel trío de sabandijas tenía organizado el negocio perfecto hasta que Jaco se volvió más codicioso de la cuenta. Hay quien opina que la Sabino no actuaba de mala fe, que estaba genuinamente enamorada de Marlasca y que creía en todo aquello al igual que él. A mí esa posibilidad no me convence, pero a efectos de lo que sucedió es irrelevante. Jaco supo que Marlasca tenía aquellos fondos en el banco y decidió quitarle de en medio y desaparecer con el dinero, dejando un rastro de confusión. La cita en el dietario bien pudo ser una pista falsa dejada por la Sabino o por Jaco. No había evidencia alguna de que la hubiese anotado Marlasca.

– ¿Y de dónde provenían los cien mil francos que Marlasca tenía en el Hispano Colonial?

– El propio Marlasca los había ingresado en metálico un año antes. No tengo la más remota idea de dónde pudo haber sacado una cifra así. Lo que sí sé es que lo que quedaba de ellos fue retirado, en metálico, la mañana del día en que murió Marlasca. Los abogados dijeron luego que el dinero había sido transferido a una especie de fondo tutelado y que no había desaparecido, que Marlasca simplemente había decidido reorganizar sus finanzas. Pero a mí me resulta difícil de creer que uno reorganice sus finanzas y desplace casi cien mil francos por la mañana y aparezca quemado vivo por la tarde. No creo que ese dinero acabase en algún fondo misterioso. Al día de hoy no hay nada que me convenza de que ese dinero no fue a parar a manos de Jaco Corbera e Irene Sabino. Al menos al principio, porque dudo de que luego ella viese un céntimo. Jaco desapareció con el dinero. Para siempre.

– ¿Qué fue de ella entonces?

– Ése es otro de los aspectos que me hacen pensar que Jaco engañó a Roures y a Irene Sabino. Poco después de la muerte de Marlasca, Roures dejó el negocio de la ultratumba y abrió una tienda de artículos de magia en la calle Princesa. Que yo sepa, sigue allí. Irene Sabino trabajó un par de años más en cabarés y locales cada vez de menor caché. Lo último que oí de ella es que se estaba prostituyendo en el Raval y que vivía en la miseria. Obviamente no se quedó uno solo de aquellos francos. Ni Roures tampoco. -¿YJaco?

– Lo más seguro es que abandonase el país con nombre falso y que esté en algún sitio viviendo confortablemente de las rentas.

Lo cierto es que todo aquello, lejos de aclararme algo, me abría más interrogantes. Salvador debió de interpretar mi mirada de desazón y me ofreció una sonrisa de conmiseración.

– Valera y sus amigos en el ayuntamiento consiguieron que la prensa saliera con la historia de un accidente. Resolvió el asunto con un funeral señorial para no enturbiar las aguas de los negocios del bufete, que en buena medida eran los negocios del ayuntamiento y de la diputación, y pasar por alto la extraña conducta del señor Marlasca en los últimos doce meses de su vida, desde que abandonó a su familia y a sus socios y decidió adquirir una casa en ruinas en una parte de la ciudad en la que no había puesto su pie bien calzado en su vida para dedicarse, según su antiguo socio, a escribir.

– ¿Dijo Valera lo que Marlasca quería escribir?

– Un libro de poesía o algo así.

– ¿Y usted le creyó?

– He visto cosas muy raras en mi trabajo, amigo mío, pero abogados adinerados que lo dejen todo para retirarse a escribir sonetos no forman parte del repertorio.

– ¿Y entonces?

– Entonces lo razonable hubiese sido olvidarme del tema y hacer lo que se me decía. -Pero no fue así.

– No. Y no porque sea un héroe o un imbécil. Lo hice porque cada vez que veía a aquella pobre mujer, a la viuda de Marlasca, se me revolvían las tripas y no me podía volver a mirar al espejo sin hacer lo que se supone que me pagaban para hacer.

Señaló el entorno mísero y frío que le servía de hogar y rió.

– Créame que si llego a saberlo hubiera preferido ser un cobarde y no salirme de la fila. No puedo decir que no me lo advirtieran en jefatura. Muerto y enterrado el abogado, tocaba pasar página y dedicar nuestros esfuerzos a perseguir a anarquistas muertos de hambre y maestros de escuela de sospechoso ideario.

– Dice usted enterrado… ¿Dónde está enterrado Diego Marlasca?

– Creo que en el panteón familiar del cementerio de Sant Gervasi, no muy lejos de la casa donde vive la viuda. ¿Puedo preguntarle por su interés en este asunto? Y no me diga que se le ha despertado la curiosidad sólo por vivir en la casa de la torre.

– Es difícil de explicar.

– Si quiere un consejo de amigo, míreme y apliqúese el remedio. Déjelo correr.

– Me gustaría. El problema es que no creo que el asunto me deje correr a mí.

Salvador me observó largamente y asintió. Tomó un papel y anotó un número.

– Este es el teléfono de los vecinos de abajo. Son buena gente y los únicos que tienen teléfono en toda la escalera. Ahí me puede encontrar o dejar recado. Pregunte por Emilio. Si necesita ayuda, no dude en llamarme. Y ándese con ojo. Jaco desapareció del panorama hace ya muchos años, pero todavía hay gente a la que no le interesa remover este asunto. Cien mil francos es mucho dinero.

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