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“Lo que Jaco y su socio Roures no sospechaban es que Irene estaba obsesionada con aquellas sesiones y creía de veras que en aquellas pantomimas se podía entablar contacto con el mundo de los espíritus. Estaba convencida de que su madre le enviaba mensajes desde el otro mundo e incluso cuando alcanzó la fama seguía acudiendo a esas sesiones para intentar establecer contacto con ella. Allí conoció a mi esposo Diego. Supongo que pasábamos por una mala época, como todos los matrimonios. Diego hacía tiempo que quería abandonar la abogacía y dedicarse exclusivamente a la escritura. Reconozco que no encontró en mí el apoyo que necesitaba. Yo creía que si lo hacía iba a tirar su vida por la borda, aunque probablemente lo único que temía era perder todo esto, la casa, los sirvientes… lo perdí todo igualmente, y a él. Lo que acabó apartándonos fue la pérdida de Ismael. Ismael era nuestro hijo. Diego estaba loco por él. Nunca he visto a un padre tan entregado a su hijo. Ismael, no yo, era su vida. Estábamos discutiendo en el dormitorio del primer piso. Yo había empezado a recriminarle el tiempo que pasaba escribiendo, el hecho de que su socio Valera, harto de cargar con el trabajo de los dos, le había puesto un ultimátum y estaba pensando en disolver el bufete para establecerse por su cuenta. Diego dijo que no le importaba, que estaba dispuesto a vender su participación en el despacho y dedicarse a su vocación. Aquella tarde echamos de menos a Ismael. No estaba en su habitación, ni en el jardín. Creí que al oírnos discutir se había asustado y había salido de la casa. No era la primera vez que lo hacía. Meses antes lo habían encontrado en un banco de la plaza de Sarria, llorando. Salimos a buscarle al anochecer. No había rastro de él en ningún sitio. Visitamos casas de vecinos, hospitales… Al volver al amanecer, después de pasar la noche buscándole, encontramos su cuerpo en el fondo de la piscina. Se había ahogado la tarde anterior y no habíamos oído sus llamadas de socorro porque estábamos gritándonos el uno al otro. Tenía siete años. Diego nunca me perdonó, ni se perdonó a sí mismo. Pronto fuimos incapaces de soportar la presencia el uno del otro. Cada vez que nos mirábamos o nos tocábamos veíamos el cuerpo de nuestro hijo muerto en el fondo de aquella maldita piscina. Un buen día me desperté y supe que Diego me había abandonado. Dejó el bufete y se fue a vivir a un caserón en el barrio de la Ribera que hacía años le obsesionaba. Decía que estaba escribiendo, que había recibido un encargo muy importante de un editor de París, que no tenía por qué preocuparme por el dinero. Yo sabía que estaba con Irene, aunque él no lo admitía. Era un hombre destrozado. Estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida. Creía que había contraído una enfermedad, una especie de parásito, que se le estaba comiendo por dentro. Sólo hablaba de la muerte. No escuchaba a nadie. Ni a mí, ni a Valera… sólo a Irene y a Roures, que le envenenaban la cabeza con historias de espíritus y le sacaban el dinero con promesas de ponerle en contacto con Ismael. En una ocasión acudí a la casa de la torre y le supliqué que me abriese. No me dejó entrar. Me dijo que estaba ocupado, que estaba trabajando en algo que iba a permitirle salvar a Ismael. Me di cuenta entonces de que estaba empezando a perder la razón. Creía que si escribía aquel maldito libro para el editor de París nuestro hijo regresaría de la muerte. Creo que entre Irene, Roures yjaco consiguieron sacarle el dinero que le quedaba, que nos quedaba… Meses después, cuando ya no veía a nadie y pasaba todo el tiempo encerrado en aquel horrible lugar, le encontraron muerto. La policía dijo que había sido un accidente, pero yo nunca lo creí. Jaco había desaparecido y no había rastro del dinero. Roures afirmó no saber nada. Declaró que hacía meses que no tenía contacto con Diego porque había enloquecido y le daba miedo. Dijo que en las últimas apariciones en sus sesiones de espiritismo, Diego asustaba a los clientes con sus historias de almas malditas y que no le permitió volver. Decía que había un gran lago de sangre bajo la ciudad. Decía que su hijo le hablaba en sueños, que Ismael estaba atrapado por una sombra con piel de serpiente que se hacía pasar por otro niño y jugaba con él… A nadie le sorprendió cuando le encontraron muerto. Irene dijo que Diego se había quitado la vida por mi culpa, que aquella esposa fría y calculadora que había permitido que su hijo muriese porque no quería renunciar a una vida de lujo le había empujado a la muerte. Dijo que ella era la única que le había querido de verdad y que nunca había aceptado un céntimo. Y creo que, al menos en eso, decía la verdad. Creo que Jaco la utilizó para seducir a Diego y robársele? todo. Luego, a la hora de la verdad, Jaco la dejó atrás y se fugó sin compartir un céntimo con ella. Eso dijo la policía, o al menos algunos de ellos. Siempre me pareció que no querían remover aquel asunto y que la versión del suicidio les resultó muy conveniente. Pero yo no creo que Diego se quitase la vida. No lo creí entonces y no lo creo ahora. Creo que le asesinaron Irene y Jaco. Y no sólo por dinero. Había algo más. Me acuerdo de que uno de los policías asignados al caso, un hombre muy joven llamado Salvador, Ricardo Salvador, también lo creía. Dijo que había algo que no cuadraba en la versión oficial de los hechos y que alguien estaba encubriendo la verdadera causa de la muerte de Diego. Salvador luchó por esclarecer los hechos hasta que le apartaron del caso y, con el tiempo, le expulsaron del cuerpo. Incluso entonces siguió investigando por su cuenta. Venía a verme a veces. Nos hicimos buenos amigos. Yo era una mujer sola, arruinada y desesperada. Valera me decía que me volviese a casar. El también me culpaba de lo que le había pasado a mi esposo y llegó a insinuarme que había muchos tenderos solteros a los que una viuda de aire aristocrático y buena presencia les podía calentar la cama en sus años dorados. Con el tiempo, hasta Salvador dejó de visitarme. No le culpo. En su intento por ayudarme había arruinado su vida. A veces me parece que eso es lo único que he conseguido hacer por los demás en este mundo, arruinarles la vida… No le había contado esta historia a nadie hasta hoy, señor Martín. Si quiere un consejo, olvídese de esa casa, de mí, de mi marido y de esta historia. Márchese lejos. Esta ciudad está maldita. Maldita.

Abandoné Casa Marlasca con el alma en los pies y anduve sin rumbo a través del laberinto de calles solitarias que conducían hacia Pedralbes. El cielo estaba cubierto por una telaraña de nubes grises que apenas permitían el paso del sol. Agujas de luz perforaban aquel sudario y barrían la ladera de la montaña. Seguí aquellas líneas de claridad con los ojos y pude ver cómo, a lo lejos, acariciaban el tejado esmaltado de Villa Helius. Las ventanas brillaban en la distancia. Desoyendo el sentido común, me encaminé hacia allí. A medida que me aproximaba, el cielo se fue oscureciendo y un viento cortante levantó espirales de hojarasca a mi paso. Me detuve al llegar al pie de la calle Panamá. Villa Helius se alzaba al frente. No me atreví a cruzar la calle y acercarme al muro que rodeaba el jardín. Permanecí allí sabe Dios cuánto tiempo, incapaz de huir ni de dirigirme hasta la puerta para llamar. Fue entonces cuando la vi cruzar frente a uno de los ventanales del segundo piso. Sentí un frío intenso en las entrañas. Empezaba a retirarme cuando se dio la vuelta y se detuvo. Se acercó al cristal y pude sentir sus ojos sobre los míos. Levantó la mano, como si quisiera saludar, pero no llegó a despegar los dedos. No tuve el valor de sostenerle la mirada y me di la vuelta, alejándome calle abajo. Me temblaban las manos y las metí en los bolsillos para que no me viese. Antes de doblar la esquina me volví una vez más y comprobé que seguía allí, mirándome. Para cuando quise odiarla, me faltaron fuerzas.

Llegué a casa con el frío, o eso quería pensar, en los huesos. Al cruzar el portal vi que asomaba un sobre en el buzón del vestíbulo. Pergamino y lacre. Noticias del patrón. Lo abrí mientras me arrastraba escaleras arriba. Su caligrafía atildada me citaba al día siguiente. Al llegar al rellano vi que la puerta estaba entreabierta y que Isabella, sonriente, me esperaba.

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