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La carretera de Vallvidrera nacía en una sombría arboleda tendida a espaldas del castillo de ladrillos rojos del Colegio San Ignacio. La calle ascendía hacia la montaña, flanqueada por caserones solitarios y cubierta por un manto de hojarasca. Nubes bajas resbalaban por la ladera y se deshacían en soplos de niebla. Tomé la acera de los impares y recorrí muros y verjas intentando leer la numeración de la calle. Más allá se entreveían fachadas de piedra oscurecida y fuentes secas varadas entre senderos invadidos por la maleza. Recorrí un tramo de acera a la sombra de una larga hilera de cipreses y me encontré con que la numeración saltaba del 11 al 15. Confundido, deshice mis pasos y volví atrás buscando el número trece. Empezaba a sospechar que la secretaria del abogado Valera había resultado ser más astuta de lo que parecía y me había proporcionado una dirección falsa, cuando reparé en la boca de un pasaje que se abría desde la acera y se prolongaba casi medio centenar de metros hasta una verja oscura que formaba una cresta de lanzas.

Tomé el angosto callejón adoquinado y me aproximé hasta la verja. Un jardín espeso y descuidado había reptado hasta el otro lado y las ramas de un eucalipto atravesaban las lanzas de la verja como brazos suplicando entre los barrotes de una celda. Aparté las hojas que cubrían parte del muro y encontré las letras y cifras labradas en la piedra.

Casa Marlasca

Seguí la verja que bordeaba el jardín, intentando vislumbrar en el interior. A una veintena de metros encontré una puerta metálica encajada en el muro de piedra. Un aldabón reposaba sobre la lámina de hierro, soldado por lágrimas de óxido. La puerta estaba entreabierta. Empujé con el hombro y conseguí que cediese lo suficiente como para pasar sin que las aristas de piedra que asomaban de la pared me desgarrasen la ropa. Un intenso hedor a tierra mojada impregnaba el aire.

Un sendero de losas de mármol se abría entre los árboles y conducía hasta un claro recubierto de piedras blancas. A un lado se podían ver unas cocheras con el portón abierto y los restos de lo que algún día había sido un Mercedes-Benz y que ahora parecía un carruaje funerario abandonado a su suerte. La casa era una estructura de estilo modernista que se elevaba en tres pisos de líneas curvas y estaba rematada por una cresta de buhardillas arremolinadas en torreones y arcos. Ventanales estrechos y afilados como puñales se abrían en su fachada salpicada de relieves y gárgolas. Los cristales reflejaban el paso silencioso de las nubes. Me pareció entrever un rostro perfilado tras uno de los ventanales del primer piso. Sin saber muy bien por qué, alcé la mano y esbocé un saludo. No quería que me tomasen por un ladrón. La figura permaneció allí observándome, inmóvil como una araña. Bajé los ojos un instante y, cuando volví a mirar, había desaparecido.

– ¿Buenos días? -llamé.

Esperé unos segundos y al no obtener respuesta me aproximé lentamente hacia la casa. Una piscina en forma de óvalo flanqueaba la fachada este. Al otro lado se levantaba una galería acristalada. Sillas de lona deshilachada rodeaban la piscina. Un trampolín sembrado de hiedra se adentraba sobre la lámina de aguas oscuras. Me acerqué al borde y comprobé que estaba sembrada de hojas muertas y algas que ondulaban sobre la superficie. Estaba contemplando mi propio reflejo en las aguas de la piscina cuando advertí que una figura oscura se cernía a mi espalda.

Me volví bruscamente para encontrarme un rostro afilado y sombrío escrutándome con inquietud y recelo.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí?

– Mi nombre es David Martín y me envía el abogado Valera -improvisé.

Alicia Marlasca apretó los labios.

– ¿Es usted la señora de Marlasca? ¿Doña Alicia?

– ¿Qué ha pasado con el que viene siempre? -preguntó.

Comprendí que la señora Marlasca me había tomado por uno de los pasantes del despacho de Valera y asumía que traía papeles para firmar o algún mensaje de parte de los abogados. Por un instante calibré la posibilidad de adoptar esa identidad, pero algo en el semblante de aquella mujer me dijo que había ya escuchado suficientes mentiras en su vida como para aceptar una sola más.

– No trabajo para el despacho, señora Marlasca. La razón de mi visita es de índole particular. Me preguntaba si tendría usted unos minutos para que hablásemos sobre una de las antiguas propiedades de su difunto esposo, don Diego.

La viuda palideció y apartó la mirada. Se apoyaba en un bastón y vi que en el umbral de la galería había una silla de ruedas en la que supuse pasaba más tiempo del que prefería admitir.

– Ya no queda ninguna propiedad de mi esposo, señor…

– Martín.

– Todo se lo quedaron los bancos, señor Martín. Todo menos esta casa, que gracias a los consejos del señor Valera, el padre, puso a mi nombre. Lo demás se lo llevaron los carroñeros…

– Me refería a la casa de la torre, en la calle Flassaders.

La viuda suspiró. Calculé que debía de rondar los sesenta o sesenta y cinco años. El eco de la que tenía que haber sido una belleza deslumbrante apenas se había evaporado.

– Olvídese usted de esa casa. Es un lugar maldito.

– Lamentablemente no puedo hacerlo. Vivo en ella.

La señora Marlasca frunció el entrecejo.

– Creí que nadie quería vivir allí. Estuvo vacía muchos años.

– La alquilé hace ya un tiempo. La razón de mi visita es que, en el transcurso de unas obras de remodelación, he encontrado una serie de efectos personales que creo pertenecían a su difunto marido y, supongo, a usted.

– No hay nada mío en esa casa. Lo que haya encontrado será de esa mujer…

– ¿Irene Sabino?

Alicia Marlasca sonrió con amargura.

– ¿Qué es lo que quiere usted saber en realidad, señor Martín? Dígame la verdad. No ha venido usted hasta aquí para devolverme las cosas viejas de mi difunto marido.

Nos miramos en silencio y supe que no podía ni quería mentir a aquella mujer, a ningún precio.

– Estoy intentando averiguar qué le sucedió a su marido, señora Marlasca.

– ¿Por qué?

– Porque creo que a mí me está sucediendo lo mismo.

Casa Marlasca tenía esa atmósfera de panteón abandonado de las grandes casas que viven de la ausencia y la carencia. Lejos de sus días de fortuna y gloria, de tiempos en que un ejército de sirvientes la mantenían prístina y llena de esplendor, la casa era ahora una ruina. La pintura de las paredes, desprendida; las losas del suelo, sueltas; los muebles, carcomidos por la humedad y el frío; los techos, caídos, y las grandes alfombras, raídas y descoloridas. Ayudé a la viuda a sentarse en su silla de ruedas y siguiendo sus indicaciones la guié hasta un salón de lectura en que apenas quedaban ya libros ni cuadros.

– Tuve que vender la mayoría de las cosas para sobrevivir -explicó la viuda-. De no ser por el abogado Valera, que sigue enviándome cada mes una pequeña pensión a cargo del despacho, no hubiera sabido adonde ir.

– ¿Vive usted sola aquí?

La viuda asintió.

– Ésta es mi casa. El único sitio donde he sido feliz, aunque de eso ya haga tantos años. He vivido siempre aquí y moriré aquí. Disculpe que no le haya ofrecido nada. Hace tiempo que no tengo visitas y ya no sé cómo tratar a los invitados. ¿Le apetece café o té?

– Estoy bien, gracias.

La señora Marlasca sonrió y señaló la butaca en la que estaba sentado.

– Ésa era la favorita de mi esposo. Solía sentarse ahí a leer hasta muy tarde, frente al fuego. Yo a veces me sentaba aquí, a su lado, y le escuchaba. A él le gustaba contarme cosas, al menos entonces. Fuimos muy felices en esta casa…

– ¿Qué pasó?

La viuda se encogió de hombros, la mirada perdida en las cenizas del hogar.

– ¿Está seguro de querer oír esa historia?

– Por favor.

A decir verdad, no sé muy bien cuándo fue que mi esposo Diego la conoció. Sólo recuerdo que un día empezó a mencionarla, de pasada, y que pronto no había día en que no le oyese pronunciar su nombre: Irene Sabino. Me dijo que se la había presentado un hombre llamado Damián Roures, que organizaba sesiones de espiritismo en un local de la calle Elisabets. Diego era un estudioso de las religiones, y había asistido a varias de ellas como observador. En aquellos días, Irene Sabino era una de las actrices más populares del Paralelo. Era una belleza, eso no se lo negaré. Aparte de eso, no creo que fuera capaz de contar más allá de diez. Se decía que había nacido entre las cabanas de la playa del Bogatell, que su madre la había abandonado en el Somorrostro y había crecido entre mendigos y gentes que acudían allí a ocultarse. Empezó a bailar en cabarés y locales del Raval y el Paralelo a los catorce años. Lo de bailar es un decir. Supongo que empezó a prostituirse antes de aprender a leer, si es que aprendió… Durante una época fue la gran estrella de la sala La Criolla, o eso decían. Luego pasó a otros locales de más categoría. Creo que fue en el Apolo donde conoció a un tal Juan Corbera, a quien todo el mundo llamaba Jaco. Jaco era su representante y probablemente su amante. Jaco fue quien inventó el nombre de Irene Sabino y la leyenda de que era la hija secreta de una gran vedette de París y un príncipe de la nobleza europea. No sé cuál era su verdadero nombre. No sé si llegó a tener uno. Jaco la introdujo en las sesiones de espiritismo, creo que a sugerencia de Roures, y ambos se repartían los beneficios de vender su supuesta virginidad a hombres adinerados y aburridos que acudían a aquellas farsas para matar la monotonía. Su especialidad eran las parejas, decían.

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