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– No aprendas a buscar excusas para no escribir antes de aprender a escribir. Eso es privilegio de profesionales y hay que ganárselo.

– Yo creo que si soy su ayudante debo serlo para todo.

Sonreí mansamente.

– Ahora que lo dices, sí que hay algo que quería pedirte. No, no te asustes. Tiene que ver con Sempere. He sabido que va flojo de dinero y la librería peligra.

– No puede ser.

– Lamentablemente lo es, pero no pasa nada porque nosotros no vamos a permitir que la cosa vaya a más.

– Mire que el señor Sempere es muy orgulloso y no le va a dejar que… ¿Ya lo ha intentado usted, verdad?

Asentí.

– Por eso he pensado que tenemos que ser más astutos y recurrir a la heterodoxia y a las malas artes.

– Su especialidad.

Ignoré el tono reprobatorio y proseguí mi exposición. -He pensado lo siguiente: como quien no quiere la cosa, te dejas caer por la librería y le dices a Sempere que soy un ogro, que te tengo harta…

– Hasta ahí verosímil al cien por cien. -No me interrumpas. Le dices todo eso y también que lo que te pago por ser mi ayudante es una miseria. -Pero si no me paga un céntimo… Suspiré armándome de paciencia. -Cuando te diga que lo lamenta, que lo dirá, pones cara de damisela en peligro y le confiesas, a ser posible con alguna lagrimilla, que tu padre te ha desheredado y te quiere meter a monja y por eso has pensado que a lo mejor podías trabajar allí unas horas, de prueba, a cambio de un tres por ciento de comisión de lo que vendas para labrarte un futuro lejos del convento como mujer libertaria y entregada a la difusión de las letras. Isabella torció la mirada.

– ¿Tres por ciento? ¿Quiere ayudar a Sempere o desplumarle?

– Quiero que te pongas un vestido como el de la otra noche, te acicales como tú sabes y que le hagas la visita cuando su hijo esté en la librería, que es normalmente por la tarde.

– ¿Estamos hablando del guapo?

– ¿Cuántos hijos tiene el señor Sempere?

Isabella hizo números y cuando empezó a ver por dónde iban los tiros me lanzó una mirada sulfúrica.

– Si mi padre supiera la clase de mente perversa que tiene usted, se compraba la escopeta.

– Lo único que digo es que el hijo te vea. Y que el padre vea cómo el hijo te ve.

– Es usted todavía peor de lo que pensaba. Ahora se dedica a la trata de blancas.

– Es simple caridad cristiana. Además, tú has sido la primera en admitir que el hijo de Sempere es bien parecido.

– Bien parecido y un poco bobo.

– No exageremos. Sempere júniores simplemente un tanto tímido en presencia del género femenino, lo cual le honra. Es un ciudadano modelo que, pese a ser consciente del efecto persuasivo de su apostura y gallardía, ejerce autocontrol y ascetismo por respeto y devoción a la pureza sin mácula de la mujer barcelonesa. No me dirás que eso no le confiere una aura de nobleza y encanto que apela a tus instintos, el maternal y los periféricos.

– Aveces creo que le odio, señor Martín.

– Aférrate a ese sentimiento, pero no culpes al pobre benjamín Sempere de mis deficiencias como ser humano porque él es, en puridad, un santo varón.

– Quedamos en que no iba usted a buscarme novio. -Nadie ha hablado de noviazgos. Si me dejas terminar, te cuento el resto. -Prosiga, Rasputín.

– Cuando Sempere padre diga que sí, que lo dirá, quiero que cada día estés un par o tres de horas en el mostrador de la librería.

– ¿Vestida de qué? ¿De Mata Hari? -Vestida con el decoro y el buen gusto que te caracteriza. Mona, sugerente, pero sin dar la nota. Si hace falta rescatas uno de los vestidos de Irene Sabino, pero recatadito.

– Hay dos o tres que me quedan de muerte -apuntó

Isabella, relamiéndose por anticipado. -Pues te pones el que te tape más.

– Es usted un reaccionario. ¿Y qué hay de mi formación literaria?

– ¿Qué mejor aula que Sempere e Hijos para ampliarla? Allí estarás rodeada de obras maestras de las que aprender a granel.

– ¿Y qué hago? ¿Respiro hondo, a ver si se me pega algo?

– Sólo son unas horas al día. Luego puedes seguir con tu trabajo aquí, como hasta ahora, y recibir mis consejos, que no tienen precio y que harán de ti una nueva Jane Austen.

– ¿Y dónde está el truco?

– El truco es que cada día yo te daré unas pesetas y cada vez que cobres a los clientes y abras la caja las metes allí con discreción.

– Conque ése es el plan…

– Ése es el plan que, como puedes ver, no tiene nada de perverso.

Isabella frunció el entrecejo.

– No funcionará. Se dará cuenta de que hay algo raro. El señor Sempere es más listo que el hambre.

– Funcionará. Y si Sempere se extraña le dices que los clientes, cuando ven a unajoven guapa y simpática tras el mostrador, relajan el bolsillo y se muestran más desprendidos.

– Eso será en los tugurios de baja estofa que usted frecuenta, no en una librería.

– Difiero. Yo entro en una librería y me encuentro con una dependienta tan encantadora como tú y soy capaz de comprarle hasta el último premio nacional de literatura.

– Eso es porque usted tiene la mente más sucia que el palo de un gallinero.

– También tengo, o debería decir tenemos, una deuda de gratitud con Sempere.

– Eso es un golpe bajo.

– Entonces no me hagas apuntar todavía más bajo.

Toda maniobra de persuasión que se precie apela primero a la curiosidad, luego a la vanidad y, por último, a la bondad o el remordimiento. Isabella bajó la mirada y asintió lentamente.

– ¿Y cuándo pretendería usted poner en marcha su plan de la ninfa con el pan bajo el brazo?

– No dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy.

– ¿Hoy?

– Esta tarde.

– Dígame la verdad. ¿Es esto una estratagema para blanquear el dinero que le paga el patrón y purgar su conciencia o lo que sea que tiene usted donde debería tenerla?

– Ya sabes que mis motivos son siempre egoístas.

– ¿Y qué pasa si el señor Sempere dice que no?

– Tú asegúrate de que el hijo esté allí y de ir vestida de domingo, pero no de misa.

– Es un plan degradante y ofensivo.

– Y te encanta.

Isabella sonrió al fin, felina.

– ¿Y si al hijo le da una subida de arrestos y decide sobrepasarse?

– Te garantizo que el heredero no se atreverá a ponerte un dedo encima si no es en presencia de un cura y con un certificado de la diócesis en la mano.

– Unos tanto y otros tan poco.

– ¿Lo harás?

– ¿Por usted?

– Por la literatura.

Al salir a la calle me sorprendió una brisa fría y cortante que barría las calles con impaciencia y supe que el otoño entraba de puntillas en Barcelona. En la plaza Palacio abordé un tranvía que esperaba vacío como una gran ratonera de hierro forjado. Tomé un asiento junto a la ventana y le pagué un billete al revisor.

– ¿Llega hasta Sarria? -pregunté.

– Hasta la plaza.

Apoyé la cabeza contra la ventana y al poco el tranvía arrancó de una sacudida. Cerré los ojos y me abandoné a una de esas cabezadas que sólo pueden disfrutarse a bordo de algún engendro mecánico, el sueño del hombre moderno. Soñé que viajaba en un tren forjado de huesos negros y vagones en forma de ataúd que atravesaba una Barcelona desierta y sembrada de ropas abandonadas, como si los cuerpos que las habían ocupado se hubiesen evaporado. Una tundra de sombreros y vestidos, trajes y zapatos abandonados cubría las calles embrujadas de silencio. La locomotora desprendía un rastro de humo escarlata que se esparcía sobre el cielo como pintura derramada. El patrón, sonriente, viajaba a mi lado. Iba vestido de blanco y llevaba guantes. Algo oscuro y gelatinoso goteaba de la punta de sus dedos.

– ¿Qué ha pasado con la gente?

– Tenga fe, Martín. Tenga fe.

Cuando desperté, el tranvía se deslizaba lentamente en la entrada de la plaza de Sarria. Me apeé antes de que se hubiese detenido del todo y enfilé la cuesta de la calle Mayor de Sarria. Quince minutos más tarde llegaba a mi destino.

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