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– No hagas leña del árbol caído. El patrón no es mi amigo. Y no creo que haya dicho la verdad en su vida.

Isabella me miró con detenimiento.

– ¿Lo ve? Ya sabía yo que no se fiaba usted de él. Se lo vi en la cara desde el primer día.

Intenté recuperar algo de dignidad, pero tan sólo encontré sarcasmo.

– ¿Has añadido la lectura de caras a tu lista de talentos?

– Para leer la suya no hace falta talento alguno -rebatió Isabella-. Es como un cuento de Pulgarcito.

– ¿Y qué más lees en mi rostro, estimada pitonisa?

– Que tiene miedo.

Intenté reír sin ganas.

– No le dé vergüenza tener miedo. Tener miedo es señal de sentido común. Los únicos que no tienen miedo de nada son los tontos de remate. Lo leí en un libro.

– ¿El manual del cobardica?

– No hace falta que lo admita si eso pone en peligro su sentimiento de masculinidad. Ya sé que ustedes los hombres creen que el tamaño de su tozudez se corresponde con el de sus vergüenzas.

– ¿Eso también lo leíste en ese libro?

– No, eso es de cosecha propia.

Dejé caer las manos, rendido ante la evidencia.

– Está bien. Sí, admito que siento una vaga inquietud.

– Usted sí que es vago. Está muerto de miedo. Confiese.

– No saquemos las cosas de quicio. Digamos que tengo ciertas dudas respecto a mi relación con mi editor, lo cual, dada mi experiencia, es comprensible. Por lo que sé, Corelli es un perfecto caballero y nuestra relación profesional será fructífera y positiva para ambas partes.

– Por eso le hacen ruido las tripas cada vez que sale su nombre a relucir.

Suspiré, sin más fuelle para el debate.

– ¿Qué quieres que te diga, Isabella?

– Que no va a trabajar más para él. -No puedo hacer esc.

– ¿Y por qué no? ¿No puede devolverle su dinero y enviarle a paseo?

– No es tan sencillo.

– ¿Por qué no? ¿Está usted metido en algún lío?

– Creo que sí.

– ¿De qué clase?

– Es lo que estoy intentando averiguar. En cualquier caso, yo soy el único responsable y el que lo tiene que resolver. No es nada que deba preocuparte.

Isabella me miró, resignada por el momento pero no convencida.

– Es usted un completo desastre de persona, ¿sabe?

– Voy haciéndome a la idea.

– Si quiere que me quede, las reglas, aquí, tienen que cambiar.

– Soy todo oídos.

– Se acabó el despotismo ilustrado. A partir de hoy, esta casa es una democracia.

– Libertad, igualdad y fraternidad.

– Vigile con lo de la fraternidad. Pero no más mando y ordeno, ni más numeritos a lo misterRochester.

– Lo que usted diga, miss Eyre.

– Y no se haga ilusiones, porque no me voy a casar con usted aunque se quede ciego.

Le tendí la mano para sellar nuestro pacto. La estrechó, dudando, y luego me abrazó. Me dejé envolver en sus brazos y apoyé el rostro sobre su pelo. Su tacto era paz y bienvenida, la luz de vida de una muchacha de diecisiete años que quise creer debía de parecerse al abrazo que mi madre nunca tuvo tiempo de darme.

– ¿Amigos? -murmuré.

– Hasta que la muerte nos separe.

Las nuevas reglas del reinado isabelino entraron en vigor a las nueve horas del día siguiente, cuando mi ayudante se personó en la cocina y, sin más pamplinas, me informó de cómo iban a ser las cosas a partir de entonces.

– He pensado que necesita usted una rutina en su vida. Si no, se despista y actúa de forma disoluta.

– ¿De dónde has sacado esa expresión?

– De uno de sus libros. Disoluta. Suena bien.

– Y rima de miedo.

– No me cambie de tema.

Durante lajornada, ambos trabajaríamos en nuestros respectivos manuscritos. Cenaríamos juntos y luego ella me mostraría las páginas del día y las comentaríamos. Yo juraba ser sincero y darle las indicaciones oportunas, no simple pábulo para mantenerla contenta. Los domingos serían festivos y yo la llevaría al cinematógrafo, al teatro o de paseo. Ella me ayudaría a buscar documentación en bibliotecas y archivos y se encargaría de que la despensa estuviese surtida merced a la conexión con el emporio familiar. Yo haría el desayuno y ella la cena. La comida la prepararía quien estuviese libre en ese momento. Nos dividiríamos las tareas de limpieza de la casa y yo me cornprometía a aceptar el hecho incontestable de que la casa necesitaba ser limpiada con regularidad. Yo no intentaría encontrarle novio bajo ninguna circunstancia y ella se abstendría de cuestionar mis motivos para trabajar para el patrón o de manifestar su opinión a este respecto a menos que yo se lo solicitase. Lo demás, lo improvisaríamos sobre la marcha.

Alcé mi taza de café y brindamos por mi derrota y rendición incondicional.

En apenas un par de días me entregué a la paz y serenidad del vasallo. Isabella tenía un despertar lento y espeso, y para cuando emergía de su cuarto con los ojos semicerrados y arrastrando unas zapatillas mías de las que le sobraba medio pie, yo tenía ya listo el desayuno, el café y un periódico de la mañana, uno diferente cada día.

La rutina es el ama de llaves de la inspiración. Apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la instauración del nuevo régimen cuando descubrí que empezaba a recuperar la disciplina de mis años más productivos. Las horas de encierro en el estudio cristalizaron rápidamente en páginas y páginas en las que, no sin cierta inquietud, empecé a reconocer que el trabajo había alcanzado ese punto de consistencia en que deja de ser una idea y se transforma en una realidad.

El texto fluía, brillante y eléctrico. Se dejaba leer corno si se tratase de una leyenda, una saga mitológica de prodigios y penurias poblada por personajes y escenarios anudados en torno a una profecía de esperanza para la raza. La narración preparaba el camino para la llegada de un salvador guerrero que habría de liberar a la nación de todo dolor y agravio para devolverle su gloria y orgullo, arrebatados por taimados enemigos que habían conspirado por siempre y desde siempre contra el pueblo, el que fuese. El mecanismo era impecable y funcionaba por igual aplicado a cualquier credo, raza o tribu. Banderas, dioses y proclamas eran comodines en una baraja que siempre entregaba las mismas cartas. Dada la naturaleza del trabajo, había optado por emplear uno de los artificios más complejos y difíciles de ejecutar en cualquier texto literario: la aparente ausencia de artificio alguno. El lengua] e resonaba llano y sencillo, la voz honesta y limpia de una conciencia que no narra, simplemente revela. Aveces me detenía a releer lo escrito hasta el momento y me embargaba la vanidad ciega de sentir que la maquinaria que estaba armando funcionaba con una precisión impecable. Me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, pasaba horas enteras sin pensar en Cristina o en Pedro Vidal. Las cosas, me dije, iban a mejor. Quizá por eso, porque parecía que por fin iba a salir del atolladero, hice lo que he hecho siempre cada vez que mi vida ha quedado encarrilada en un buen camino: echarlo todo a perder.

Una mañana, después del desayuno, me coloqué uno de mis trajes de ciudadano respetable. Me acerqué a la galería para despedirme de Isabella y la vi inclinada sobre su escritorio, releyendo páginas del día anterior.

– ¿Hoy no escribe? -preguntó sin levantar la vista.

– Jornada de reflexión.

Advertí que tenía el juego de plumines y el tintero de las musas dispuesto junto a su cuaderno.

– Creí que te parecía una cursilada -dije.

– Y me lo parece, pero soy una joven de diecisiete años y tengo todo el derecho del mundo a que me gusten las cursiladas. Es como lo suyo con los habanos.

El olor a colonia la alcanzó y me lanzó una mirada intrigada. Al ver que me había vestido para salir frunció el entrecejo.

– ¿Va a hacer de detective otra vez? -preguntó.

– Un poco.

– ¿No necesita guardaespaldas? ¿Una doctora Watson? ¿Alguien con sentido común?

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