Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué fue del jesuita?

– Creo que tenía problemas disciplinarios con la orden. Era amigo de mosén Cinto Verdaguer y me parece que estuvo implicado en algunos de sus líos, ya sabe usted.

– Exorcismos.

– Habladurías.

– ¿Cómo se puede permitir un jesuita expulsado de la orden una casa así?

Valera se encogió de nuevo de hombros y supuse que había llegado al fondo del barril.

– Me gustaría poder ayudarle más, señor Martín, pero no sé cómo. Créame.

– Gracias por su tiempo, señor Valera.

El abogado asintió y presionó un timbre sobre el escritorio. La secretaria que me había recibido apareció en la puerta. Valera ofreció su mano y se la estreché.

– El señor Martín se marcha. Acompáñele, Margarita.

La secretaria asintió y me guió. Antes de salir del despacho me volví para mirar al abogado, que había caído abatido bajo el retrato de su padre. Seguí a Margarita hasta la puerta y justo cuando empezaba a cerrarme la puerta me volví y le brindé la más inocente de mis sonrisas.

– Disculpe. El abogado Valera me ha dado antes la dirección de la señora Marlasca, pero ahora que lo pienso no estoy seguro de recordar el número de la calle correctamente…

Margarita suspiró, ansiosa por desprenderse de mí.

– Es el trece. Carretera de Vallvidrera, número trece.

– Claro.

– Buenas tardes -dijo Margarita.

Antes de que pudiera corresponder a su despedida, la puerta se cerró en mis narices con la solemnidad y el empaque de un santo sepulcro.

Al volver a la casa de la torre aprendí a ver con otros ojos el que había sido mi hogar y mi cárcel durante demasiados años. Entré por el portal sintiendo que cruzaba las fauces de un ser de piedra y sombra. Ascendí la escalinata como si me adentrase en sus

entrañas y abrí la puerta del piso principal para encontrarme aquel largo corredor oscuro que se perdía en la penumbra y que, por primera vez, me pareció el vestíbulo de una mente recelosa y envenenada. Al fondo, recortada en el resplandor escarlata del crepúsculo que se filtraba desde la galería, distinguí la silueta de Isabella avanzando hacia mí. Cerré la puerta y prendí la luz del recibidor.

Isabella se había vestido de señorita fina, con el pelo recogido y unas líneas de maquillaje que la hacían parecer una mujer diez años mayor.

– Te veo muy guapa y elegante -dije fríamente.

– Casi como una chica de su edad, ¿verdad? ¿Le gusta el vestido?

– ¿De dónde lo has sacado?

– Estaba en uno de los baúles de la habitación del fondo. Creo que era de Irene Sabino. ¿Qué le parece? ¿A que me queda que ni pintado?

– Te dije que avisaras para que vinieran a llevárselo todo.

– Y lo he hecho. Esta mañana he ido a la parroquia a preguntar y me han dicho que ellos no pueden venir a recoger nada, que si queremos podemos llevarlo nosotros. La miré sin decir nada. -Es la verdad -dijo ella.

– Quítate eso y ponió donde lo encontraste. Y lávate la cara. Pareces…

– ¿Una cualquiera? -terminó Isabella. Negué, suspirando.

– No. Tú nunca podrías parecer una cualquiera, Isabella.

– Claro. Por eso es por lo que le gusto tan poco -murmuró dándose la vuelta y dirigiéndose a su habitación.

– Isabella -llamé. Me ignoró y entró en la habitación. -Isabella -repetí, levantando la voz. Me dirigió una mirada hostil y cerró de un portazo. Oí que empezaba a remover cosas en el dormitorio y me acerqué a la puerta. Llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Ni caso. Abrí la puerta y la encontré recogiendo las cuatro cosas que había traído consigo y metiéndolas en su bolsa.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté. -Me voy, eso es lo que hago. Me voy y le dejo en paz. O en guerra, porque con usted no se sabe. -¿Puedo preguntar adonde?

– ¿Y qué más le da? ¿Es ésa una pregunta retórica o irónica? A usted, claramente, todo le da lo mismo, pero como yo soy una imbécil no sé distinguir.

– Isabella, espera un momento y…

– No se preocupe por el vestido, que ahora me lo quito. Y los plumines puede usted devolverlos, porque ni los he usado ni me gustan. Son una cursilada de niña de párvulos.

Me aproximé a ella y le puse una mano en el hombro. Se apartó de un salto, como si la hubiese tocado una serpiente.

– No me toque.

Me retiré hasta el umbral de la puerta, en silencio. A Isabella le temblaban las manos y los labios.

– Isabella, perdóname. Por favor. No quería ofenderte.

Me miró con lágrimas en los ojos y una sonrisa amarga.

– Si no ha hecho otra cosa. Desde que estoy aquí. No ha hecho otra cosa más que insultarme y tratarme como si fuese una pobre idiota que no entiende nada.

– Perdona -repetí-. Deja las cosas. No te vayas.

– ¿Por qué no?

– Porque te lo pido por favor.

– Si quiero lástima y caridad, la puedo encontrar en otro sitio.

– No es lástima, ni caridad, a menos que la sientas tú por mí. Te pido que te quedes porque el idiota soy yo, y no quiero estar solo. No puedo estar solo.

– Qué bonito. Siempre pensando en los demás. Cómprese un perro.

Dejó caer la bolsa sobre la cama y se me encaró, secándose las lágrimas y sacando la rabia que llevaba acumulada. Tragué saliva.

– Pues ya que estamos jugando a decir las verdades, déjeme que le diga que usted estará solo siempre. Estará solo porque no sabe querer ni compartir. Es usted como esta casa, que me pone los pelos de punta. No me extraña que su señorita de blanco le dejase plantado ni que todos le dejen. Ni quiere ni se deja querer.

La contemplé abatido, como si acabasen de darme una paliza y no supiese de dónde habían caído los golpes. Busqué palabras y sólo encontré balbuceos.

– ¿De verdad no te gusta el juego de plumines? -conseguí articular al fin.

Isabella puso los ojos en blanco, exhausta.

– No ponga cara de perro apaleado, porque seré idiota, pero no tanto.

Me quedé en silencio, apoyado en el marco de la puerta. Isabella me observaba entre el recelo y la cornpasión.

– No quería decir eso de su amiga, la de las fotos. Disculpe -murmuró.

– No te disculpes. Es la verdad.

Bajé la mirada y salí de la habitación. Me refugié en el estudio a contemplar la ciudad oscura y enterrada en la neblina. Al rato oí sus pasos en la escalera, dudando.

– ¿Está usted ahí arriba? -llamó.

– Sí.

Isabella entró en la sala. Se había cambiado de ropa y se había lavado el llanto de la cara. Me sonrió y le correspondí.

– ¿Por qué es usted así? -preguntó.

Me encogí de hombros. Isabella se aproximó y se sentó en el alféizar, a mi lado. Disfrutamos del espectáculo de silencios y sombras sobre los tejados de la ciudad vieja sin necesidad de decir nada. Al rato, Isabella sonrió y me miró.

– ¿Y si encendemos uno de esos puros que le regala mi padre y nos lo fumamos a medias?

– Ni hablar.

Isabella se sumió en uno de sus largos silencios. A veces me miraba brevemente y sonreía. Yo la observaba de reojo y me daba cuenta de que sólo con mirarla se me hacía menos difícil creer que tal vez quedaba algo bueno y decente en este perro mundo y, con suerte, en mí mismo.

– ¿Te quedas? -pregunté.

– Déme una buena razón. Una razón sincera, o sea, en su caso, egoísta. Y más le vale que no sea un cuento chino o me largo ahora mismo.

Se parapetó tras una mirada defensiva, esperando alguna de mis lisonjas, y por un instante me pareció la única persona en el mundo a la que no quería ni podía mentir. Bajé la mirada y por una vez dije la verdad, aunque sólo fuera para oírla yo mismo en voz alta.

– Porque eres la única amiga que me queda.

La dureza de su expresión se desvaneció y, antes de reconocer lástima en sus ojos, aparté la vista.

– ¿Qué hay del señor Sempere y de ese otro tan pedante, Barceló?

– Eres la única que me queda que se atreve a decirme la verdad.

– ¿Y su amigo el patrón, no le dice él la verdad?

56
{"b":"100566","o":1}