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– No habla, pero si se queda uno mirando el cuadro un rato parece que se vaya a poner a hacerlo en cualquier momento -dijo una voz a mi espalda.

No le había oído entrar. Sebastián Valera era un hornbre de andar discreto que parecía haber pasado la mayor parte de su vida intentando salir a rastras de debajo de la sombra de su padre y ahora, a los cincuenta y tantos años, ya estaba cansado de intentarlo. Tenía una mirada inteligente y penetrante que amparaba ese ademán exquisito que sólo disfrutan las princesas reales y los abogados realmente caros. Me tendió la mano y la estreché.

– Lamento la espera, pero no contaba con su visita -dijo, indicándome que tomase asiento.

– Al contrario. Le agradezco su amabilidad al recibirme.

Valera sonreía como sólo puede hacerlo quien sabe y fija el precio de cada minuto.

– Mi secretaria me dice que su nombre es David Martín. ¿David Martín, el escritor?

Mi cara de sorpresa debió de delatarme.

– Vengo de una familia de grandes lectores -explicó-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Quisiera consultarle respecto a la compraventa de una finca situada en…

– ¿La casa de la torre? -cortó el abogado, cortés.

– Sí.

– ¿La conoce usted? -inquirió.

– Vivo en ella.

Valera me miró largamente sin abandonar la sonrisa. Se enderezó en la silla y adoptó una postura tensa y cerrada.

– ¿Es usted el actual propietario?

– En realidad resido en la finca en régimen de alquiler.

– ¿Y qué desearía usted saber, señor Martín?

– Quisiera conocer, si es posible, los detalles de la adquisición del inmueble por parte del Banco Hispano Colonial y recabar algo de información sobre el antiguo propietario.

– Don Diego Marlasca -murmuró el abogado-. ¿Puedo preguntar la naturaleza de su interés?

– Casuística. Recientemente, en el curso de una remodelación de la finca, he encontrado una serie de artículos que creo le pertenecían.

El abogado frunció el entrecejo.

– ¿Artículos?

– Un libro. O, más propiamente dicho, un manuscrito.

– El señor Marlasca era un gran aficionado a la literatura. De hecho, era el autor de numerosos libros de derecho y también de historia y otros temas. Un gran erudito. Y un gran hombre, aunque al final de su vida hubiera quienes tratasen de empañar su reputación.

El abogado advirtió la extrañeza en mi rostro.

– Asumo que no está usted familiarizado con las circunstancias de la muerte del señor Marlasca.

– Me temo que no.

Valera suspiró como si debatiese si seguir hablando o no.

– ¿No va usted a escribir sobre esto, verdad, ni sobre Irene Sabino?

– No.

– ¿Tengo su palabra?

Asentí.

Valera se encogió de hombros.

– Tampoco podría decir nada que no se dijera en su día, supongo -dijo, más para sí mismo que para mí.

El abogado miró brevemente el retrato de su padre y luego posó sus ojos sobre mí.

– Diego Marlasca era el socio y mejor amigo de mi padre. Juntos fundaron este bufete. El señor Marlasca era un hombre muy brillante. Lamentablemente, era también un hombre complejo y afectado por largos períodos de melancolía. Llegó un punto en que mi padre y el señor Marlasca decidieron disolver su vínculo. El señor Marlasca dejó la abogacía para consagrarse a su primera vocación: la escritura. Dicen que casi todos los abogados desean secretamente dejar el ejercicio y convertirse en escritores…

– hasta que comparan el sueldo.

– El caso es que don Diego había entablado una relación de amistad con una actriz de cierta popularidad en la época, Irene Sabino, para quien quería escribir una comedia dramática. No había más. El señor Marlasca era un caballero y nunca fue infiel a su esposa, pero ya sabe usted cómo es la gente. Habladurías. Rumores y celos. El caso es que corrió el bulo de que don Diego estaba viviendo un romance ilícito con Irene Sabino. Su esposa nunca le perdonó por ello y el matrimonio se separó. El señor Marlasca, destrozado, adquirió la casa de la torre y se mudó allí. Por desgracia, apenas llevaba viviendo allí un año cuando murió en un desafortunado accidente.

– ¿Qué clase de accidente?

– El señor Marlasca murió ahogado. Una tragedia.

Valera había bajado los ojos y hablaba en un suspiro.

– ¿Y el escándalo?

– Digamos que hubo lenguas viperinas que quisieron hacer creer que el señor Marlasca se había suicidado tras sufrir un desengaño amoroso con Irene Sabino.

– ¿Y fue así?

Valera se quitó los lentes y se frotó los ojos.

– Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Ni lo sé ni me importa. Lo pasado, pasado está.

– ¿Y qué fue de Irene Sabino?

Valera se colocó los lentes de nuevo.

– Creí que su interés se limitaba al señor Marlasca y a los aspectos de la compraventa.

– Es simple curiosidad. Entre los efectos personales del señor Marlasca encontré numerosas fotografías de Irene Sabino, así como cartas suyas dirigidas al señor Marlasca…

– ¿Adonde quiere llegar con todo esto? -espetó Valera-. ¿Es dinero lo que quiere?

– No.

– Lo celebro, porque nadie se lo va a dar. A nadie le importa ya el asunto. ¿Me entiende?

– Perfectamente, señor Valera. No pretendía importunarle ni hacer insinuaciones fuera de lugar. Lamento haberle ofendido con mis preguntas.

El abogado sonrió y dejó escapar un suspiro gentil, como si la conversación hubiese ya terminado.

– No tiene importancia. Discúlpeme usted a mí.

Aprovechando aquella vena conciliadora en el abogado adopté mi más dulce expresión.

– Tal vez doña Alicia Marlasca, su viuda…

Valera se encogió en la butaca, visiblemente incómodo.

– Señor Martín, no quisiera que me malinterpretase, pero parte de mi deber como abogado de la familia es preservar su intimidad. Por obvios motivos. Ha pasado mucho tiempo, pero no quisiera ahora que se abriesen viejas heridas que no conducen a ninguna parte. -Me hago cargo.

El abogado me observaba, tenso.

– ¿Y dice usted que encontró un libro? -preguntó.

– Sí… un manuscrito. Probablemente no tenga importancia.

– Probablemente no. ¿Sobre qué trataba la obra?

– Teología, diría yo.

Valera asintió.

– ¿Le sorprende? -pregunté.

– No. Al contrario. Don Diego era una autoridad en la historia de las religiones. Un hombre sabio. En esta casa aún se le recuerda con gran cariño. Dígame, ¿qué aspectos concretos de la compraventa deseaba usted conocer?

– Creo que ya me ha ayudado usted mucho, señor Valera. No quisiera robarle más tiempo.

El abogado asintió, aliviado.

– ¿Es la casa, verdad? -preguntó.

– Es un lugar extraño, sí -convine.

– Recuerdo haber estado allí de joven una vez, al poco de comprarla don Diego.

– ¿Sabe por qué la compró?

– Dijo que había estado fascinado por ella desde que era joven y que siempre pensó que le gustaría vivir allí. Don Diego tenía esas cosas. A veces era como un muchacho capaz de entregarlo todo a cambio de una simple ilusión.

No dije nada.

– ¿Se encuentra usted bien?

– Perfectamente. ¿Sabe usted algo del propietario al que se la compró el señor Marlasca? ¿Un tal Bernabé Massot?

– Un indiano. Nunca pasó más de una hora en ella.

La compró a su regreso de Cuba y la tuvo vacía durante años. No dijo por qué. Él vivía en un caserón que se hizo construir en Arenys de Mar. La vendió por dos reales. No quería saber nada de ella.

– ¿Y antes de él?

– Creo que vivía allí un sacerdote. Un jesuita. No estoy seguro. Mi padre era quien llevaba los asuntos de don Diego y, a la muerte de éste, destruyó todos los archivos.

– ¿Por qué haría algo así?

– Por todo lo que le he contado. Para evitar rumores y preservar la memoria de su amigo, supongo. La verdad es que nunca me lo dijo. Mi padre no era hombre dado a ofrecer explicaciones de sus actos. Tendría sus razones. Buenas razones, sin duda alguna. Don Diego había sido un gran amigo, amén de socio, y todo aquello fue muy doloroso para mi padre.

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