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– Diagonal, 442. Le queda^ a tiro de piedra de aquí, aunque ya son las dos y a estas horas los abogados de categoría sacan a comer a ricas viudas herederas o a fabricantes de telas y explosivos. Yo esperaría a las cuatro.

Guardé la dirección en el bolsillo de la chaqueta.

– Así lo haré. Muchísimas gracias por su ayuda.

– Para eso estamos. Vaya con Dios.

Me quedaban un par de horas que matar antes de hacerle una visita al abogado Valera, así que tomé un tranvía que bajaba hasta la Vía Layetana y me apeé a la altura de la calle Condal. La librería de Sempere e Hijos quedaba a un paso de allí y sabía por experiencia que el viejo librero, contraviniendo la praxis inmutable del comercio local, no cerraba al mediodía. Le encontré como siempre, a pie de mostrador, ordenando libros y atendiendo a un nutrido grupo de clientes que se paseaban por las mesas y estanterías a la caza de algún tesoro. Sonrió al verme y se acercó a saludarme. Estaba más flaco y pálido que la última vez que nos habíamos visto. Debió de leer la preocupación en mi mirada porque se encogió de hombros e hizo un gesto de quitarle importancia al asunto.

– Unos tanto y otros tan poco. Usted hecho una figura y yo una piltrafilla, ya lo ve -dijo.

– ¿Está usted bien?

– Yo, como una rosa. Es la maldita angina de pecho. Nada serio. ¿Qué le trae por aquí, amigo Martín?

– Había pensado en invitarle a comer.

– Se le agradece, pero no puedo dejar el timón. Mi hijo se ha ido a Sarria a tasar una colección y no están las cuentas como para ir cernndo cuando los clientes están en la calle.

– No me diga que tieren problemas de dinero.

– Esto es una librería, Martín, no un despacho de notaría. Aquí, la letra da lo jisto, y a veces ni eso.

– Si necesita ayuda…

Sempere me detuvo coi la mano en alto.

– Si me quiere ayudarcómpreme algún libro.

– Usted sabe que la dada que tengo con usted no se paga con dinero.

– Razón de más para [ue ni se le pase por la cabeza. No se preocupe por nosotos, Martín, que de aquí no nos sacarán como no sea en ina caja de pino. Pero si quiere puede compartir conmigcun suculento almuerzo de pan con pasas y queso fresco d Burgos. Con eso y el conde de Montecristo se puede sobevivir cien años.

Sempere apen”bó bocado. Sonreía con cansancio y fingía m› en mis comentarios, pero pude ver que a rato:ostaba respirar.

– Cuénteme, Mi, ¿en qué está trabajando?

– Difícil de expl Un libro de encargo.

– ¿Novela?

– No exactameNo sabría bien cómo definirlo.

– Lo importantque esté trabajando. Siempre he dicho que el ocio aUa el espíritu. Hay que mantener el cerebro ocupado no se tiene cerebro, al menos las manos.

– Pero a veces soaja más de la cuenta, señor Sempere. ¿No debería d tomarse un respiro? ¿Cuántos años lleva usted aqioie del cañón sin parar?

Sempere miró atdor.

– Este lugar es ida, Martín. ¿Adonde voy a ir? ¿A un banco del parqusol a darles de comer a las palomas y a quejarme duraa? Me moriría en diez minutos. Mi sitio está aquii hijo todavía no está preparado para tomar las nendunque lo piense.

– Pero es un b trabajador. Y una buena persona.

– Demasiado buena persona, entre nosotros. Aveces le miro y me pregunto qué va a ser de él el día que yo falte. Cómo se las va a arreglar…

– Todos los padres hacen eso, señor Sempere.

– ¿Lo hacía también el suyo? Perdone, no quería…

– No se preocupe. Mi padre tenía ya suficientes preocupaciones por su cuenta como para cargar encima con las que yo le causaba. Seguro que su hijo tiene más tablas de las que usted cree.

Sempere me miraba, dudando.

– ¿Sabe lo que creo yo que le falta?

– ¿Malicia?

– Una mujer.

– No le faltarán novias con todas las tortolitas que se apiñan en el escaparate para admirarlo.

– Yo hablo de una mujer de verdad, de las que le hacen a uno ser lo que tiene que ser.

– Es joven todavía. Déjele divertirse unos años.

– Esa es buena. Si al menos se divirtiese. Yo, a su edad, de haber tenido ese coro de mozas, habría pecado como un cardenal.

– Dios le da pan a quien no tiene dientes.

– Eso le hace falta: dientes. Y ganas de morder.

Me pareció que algo le rondaba por la cabeza al librero. Me miraba y se sonreía.

– A lo mejor le puede ayudar usted…

– ¿Yo?

– Usted es hombre de mundo, Martín. Y no me ponga esa cara. Seguro que si se aplica le encuentra una buena muchacha a mi hijo. La cara bonita ya la tiene. El resto se lo enseña usted.

Me quedé sin palabras.

– ¿No quería ayudarme? -preguntó el librero-. Ahí lo tiene.

– Yo hablaba de dinero.

– Y yo hablo de mi hijo, del futuro de esta casa. De mi vida entera.

Suspiré. Sempere me tomó la mano y apretó con la poca fuerza que le quedaba.

– Prométame que no dejará que me vaya de este mundo sin ver a mi hijo colocado con una mujer de esas por las que vale la pena morirse. Y que me dé un nieto.

– Si lo llego a saber, me quedo a comer en el café Novedades.

Sempere sonrió.

– A veces pienso que tendría usted que haber sido hijo mío, Martín.

Miré al librero, más frágil y viejo que nunca, apenas una sombra del hombre fuerte e imponente que recordaba de mis años de niñez entre aquellas paredes, y sentí que se me caía el mundo a los pies. Me acerqué a él y, antes de darme cuenta, hice lo que nunca había hecho en todos los años que le había conocido. Le di un beso en aquella frente picada de manchas y tocada de cuatro pelos grises.

– ¿Me lo promete?

– Se lo prometo -le dije, camino de la salida.

El despacho del abogado Valera ocupaba el ático de un extravagante edificio modernista encajado en el número 442 de la avenida Diagonal, a un paso de la esquina con el paseo de Gracia. La finca, a falta de mejores palabras, parecía un cruce entre un gigantesco reloj de carillón y un buque pirata, tocado de grandiosos ventanales y un tejado de mansardas verdes. En cualquier otro lugar del mundo, aquella estructura barroca y bizantina hubiese sido proclamada una de las siete maravillas del mundo o un engendro diabólico obra de algún loco artista poseído por espíritus del más allá. En el Ensanche de Barcelona, donde piezas similares brotaban por doquier como tréboles tras la lluvia, apenas conseguía levantar una ceja.

Me adentré en el vestíbulo para encontrar un ascensor que me hizo pensar en lo que hubiese dejado a su paso una gran araña que tejiese catedrales en lugar de redes. El portero me abrió la cabina y me encarceló en aquella extraña cápsula que empezó a ascender por el tracto central de la escalinata. Una secretaria de semblante adusto me abrió la puerta de roble labrado y me indicó que pasara. Le di mi nombre e indiqué que no tenía cita previa concertada, pero que me traía un asunto relacionado con la compraventa de un inmueble del barrio de la Ribera. Algo cambió en su mirada imperturbable.

– ¿La casa de la torre? -preguntó la secretaria.

Asentí. La secretaria me guió hasta un despacho vacío y me indicó que pasara. Intuí que aquélla no era la sala de espera oficial.

– Espere un momento, por favor, señor Martín. Avisaré al abogado de que está usted aquí.

Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos en aquel despacho, rodeado de estanterías repletas de tomos del tamaño de losas funerarias con inscripciones en los lomos del tipo de “1888-1889, B.C.A. Sección primera. Título segundo” que invitaban a la lectura compulsiva. El despacho disponía de un amplio ventanal suspendido sobre la Diagonal desde el que podía contemplarse toda la ciudad. Los muebles olían a madera noble envejecida y macerada en dinero. Alfombras y butacones de piel sugerían una atmósfera de club británico. Traté de levantar una de las lámparas que dominaban el escritorio y calculé que debía de pesar no menos de treinta kilos. Un gran óleo que reposaba sobre un hogar por estrenar mostraba la oronda y expansiva presencia de quien no podía ser otro que el inefable don Soponcio Valera y Menacho. El titánico letrado lucía patillas y bigotes que semejaban la melena de un viejo león y sus ojos, de fuego y acero, dominaban cada rincón de la estancia desde el más allá con una gravedad de sentencia de muerte.

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