Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Eso es una simplificación, pero veo por dónde va, Martín.

– Lo sé. Pero teniendo en cuenta esas líneas generales me pregunté por qué no ir directo al grano y establecer una mitología en torno a ese mesías guerrero, de sangre y de rabia, que salva a su pueblo, a sus genes, a sus hembras y a sus ancianos garantes del dogma político y racial de sus enemigos, es decir, de todos aquellos que no aceptan o se someten a su doctrina. -¿Qué hay de los adultos?

– Al adulto llegaremos apelando a su frustración. A medida que avanza la vida y se tiene que renunciar a las ilusiones, a los sueños y a los deseos de lajuventud, crece la sensación de sentirse víctima del mundo y de los demás. Siempre encontramos a alguien culpable de nuestro infortunio o fracaso, a alguien a quien queremos excluir. Abrazar una doctrina que positive ese rencor y ese victimismo reconforta y da fuerzas. El adulto se siente así parte del grupo y sublima sus deseos y anhelos perdidos a través de la comunidad.

– Tal vez -concedió Corelli-. ¿Y toda esa iconografía de la muerte y de banderas y escudos? ¿No le parece contraproducente?

– No. Me parece esencial. El hábito hace al monje, pero, sobre todo, al feligrés.

– ¿Y qué me dice de las mujeres, de la otra mitad? Lo lamento, pero me cuesta ver a una parte sustancial de las mujeres de una sociedad creyendo en banderines y escudos. La psicología del boy-scout es cosa de niños.

– Toda religión organizada, con escasas excepciones, tiene como pilar básico la subyugación, represión y anulación de la mujer en el grupo. La mujer debe aceptar el rol de presencia etérea, pasiva y maternal, nunca de autoridad o de independencia, o paga las consecuencias. Puede tener su lugar de honor entre los símbolos, pero no en la jerarquía. La religión y la guerra son negocios masculinos. Y, en cualquier caso, la mujer acaba a veces por convertirse en cómplice y ejecutora de su propia subyugación.

– ¿Y los viejos?

– La vejez es la vaselina de la credulidad. Cuando la muerte llama a la puerta, el escepticismo salta por la ventana. Un buen susto cardiovascular y uno cree hasta en Caperucita Roja.

Corelli rió.

– Cuidado, Martín, me parece que se está usted volviendo más cínico que yo.

Le miré como si fuese un alumno dócil y ansioso por obtener la aprobación de un maestro difícil y exigente. Corelli me palmeó la rodilla, asintiendo complacido.

– Me gusta. Me gusta el perfume de todo eso. Quiero que le vaya usted dando vueltas y encontrándole forma. Le voy a dar más tiempo. Nos encontraremos de aquí a dos o tres semanas, ya le avisaré con unos días de antelación.

– ¿Tiene que salir de la ciudad?

– Asuntos de la editorial me reclaman y me temo que tengo por delante algunos días de viajes. Pero me voy contento. Ha hecho usted un buen trabajo. Ya sabía yo que había encontrado a mi candidato ideal.

El patrón se incorporó y me tendió la mano. Sequé en la pernera del pantalón el sudor que empapaba la palma de mi mano y se la estreché.

– Se le echará en falta -improvisé.

– No se pase, Martín, que iba usted muy bien.

Le vi partir en las tinieblas del umbráculo, el eco de sus pasos desvaneciéndose en la sombra. Me quedé allí un buen rato, preguntándome si el patrón habría picado el anzuelo y se habría tragado aquella pila de patrañas que acababa de colocarle. Tenía la certeza de que le había contado exactamente lo que quería oír. Confiaba en que así fuese y que, con aquella sarta de barbaridades, hubiese quedado satisfecho por el momento y convencido de que su servidor, el infeliz novelista fracasado, se había convertido al movimiento. Me dije que cualquier cosa que me pudiese comprar algo de tiempo para averiguar dónde me había metido merecía el intento. Cuando me levanté y salí del umbráculo, aún me temblaban las manos.

Años de experiencia escribiendo intrigas policíacas proporcionan una serie de principios básicos por los que empezar una investigación. Uno de ellos es que casi cualquier intriga de mediana solidez, incluidas las pasionales, nace y muere con olor a dinero y propiedad inmobiliaria. Saliendo del umbráculo me dirigí a la oficina del Registro de la Propiedad en la calle del Consejo de Ciento y solicité consultar los volúmenes en los que se hacía referencia a la compra, venta y propiedad de mi casa. Los tomos de la biblioteca del Registro contienen casi tanta información esencial sobre las realidades de la vida como las obras completas de los más atildados filósofos, o quizá más.

Empecé por consultar la sección que recogía el proceso de alquiler por mi parte del inmueble ubicado en el número 30 de la calle Flassaders. Allí encontré las indicaciones necesarias para rastrear la historia del inmueble previa a la asunción de su propiedad por parte del Banco Hispano Colonial en 1911 como parte de un proceso de embargo a la familia Marlasca, que al parecer había heredado el inmueble al fallecer el propietario. Allí se mencionaba a un abogado llamado S. Valera, que había actuado como representante de la familia durante el pleito. Un nuevo salto al pasado me permitió encontrar los datos correspondientes a la compra de la finca por parte de don Diego Marlasca Pongiluppi en 1902 a un tal Bernabé Massot y Caballé. Anoté en hoja aparte todos los datos, desde el nombre del abogado y los participantes en las transacciones hasta las fechas correspondientes. Uno de los encargados avisó en voz alta de que quedaban quince minutos para el cierre del registro y me dispuse a irme, pero antes de hacerlo me apresuré a consultar el estado de la propiedad de la residencia de Andreas Corelli junto al Park Güell. Transcurridos los quince minutos, y sin éxito en mi pesquisa, levanté la vista del volumen de registros para encontrar la mirada cenicienta del secretario. Era un tipo consumido y reluciente de gomina desde el bigote hasta los cabellos que destilaba esa desidia beligerante de quienes hacen de su empleo una tribuna con la que obstaculizar la vida de los demás.

– Disculpe. No consigo encontrar una propiedad -dije.

– Pues eso será porque no existe o porque no sabe usted buscar. Hoy ya hemos cerrado.

Correspondí al alarde de amabilidad y eficiencia con la mejor de mis sonrisas.

– A lo mejor la encuentro con su experta ayuda -sugerí.

Me dedicó una mirada de náusea y me arrebató el tomo de las manos.

– Vuelva usted mañana.

Mi siguiente parada fue el ceremonioso edificio del Colegio de Abogados en la calle Mallorca, a sólo unas travesías de allí. Ascendí las escalinatas custodiadas por arañas de cristal y lo que me pareció una escultura de la justicia con busto y maneras de estrella del Paralelo. Un hornbrecillo de aspecto ratonil me recibió en secretaría con una sonrisa afable y me preguntó en qué podía ayudarme.

– Busco a un abogado.

– Ha dado con el lugar idóneo. Aquí no sabemos ya cómo quitárnoslos de encima. Cada día hay más. Se reproducen como conejos.

– Es el mundo moderno. El que yo busco se llama, o se llamaba, Valera. S. Valera. Con uve.

El hombrecillo se perdió en un laberinto de archivadores, murmurando por lo bajo. Esperé apoyado en el mostrador, paseando los ojos por aquel decorado que olía al contundente peso de la ley. A los cinco minutos, el hombrecillo regresó con una carpeta.

– Me salen diez Valeras. Dos con ese. Sebastián y Soponcio.

– ¿Soponcio?

– Usted es muy joven, pero años ha ése era un nombre con caché e idóneo para el ejercicio de la profesión legal. Luego vino el charlestón y lo arruinó todo.

– ¿Vive don Soponcio?

– Según el archivo y su baja en la cuota del Colegio, Soponcio Valera y Menacho fue recibido en la gloria de Nuestro Señor en el año 1919. Memento morí. Sebastián es el hijo.

– ¿En ejercicio?

– Constante y pleno. Intuyo que deseará usted la dirección.

– Si no es mucha la molestia.

El hombrecillo me la anotó en un pequeño papel y me la tendió.

53
{"b":"100566","o":1}