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– ¿La reconoce? -preguntó.

– Me parece que se llamaba Irene Sabino, creo. Era una actriz de cierta fama en los teatros del Paralelo. Hace ya mucho de eso. Antes de que tú nacieses.

– Pues mire esto.

Isabella me tendió una fotografía en que Irene Sabino aparecía apoyada contra una ventana que no me costó identificar como la de mi estudio en lo alto de la torre.

– ¿Interesante, verdad? -preguntó Isabella-. ¿Cree que vivía aquí?

Me encogí de hombros.

– A lo mejor era la amante del tal Diego Marlasca…

– En cualquier caso no creo que sea asunto nuestro.

– Qué soso que es a veces.

Isabella guardó las fotografías en la caja. Al hacerlo le resbaló una de las manos. La imagen quedó a mis pies. La recogí y la examiné. En ella, Irene Sabino, con un deslumbrante vestido negro, posaba con un grupo de gentes trajeadas de fiesta en lo que me pareció reconocer como el gran salón del Círculo Ecuestre. Era una simple imagen de fiesta que no me hubiese llamado la atención de no ser porque, en segundo término, casi borroso, se distinguía a un caballero de cabello blanco en lo alto de la escalinata. Andreas Corelli.

– Se ha puesto usted pálido -dijo Isabella.

Tomó la fotografía de mis manos y la examinó sin decir nada. Me incorporé e hice una señal a Isabella para que saliese de la habitación.

– No quiero que vuelvas a entrar aquí -dije sin fuerzas.

– ¿Por qué?

Esperé a que Isabella saliese de la habitación y cerré la puerta. Isabella me miraba como si no estuviese del todo cuerdo.

– Mañana avisarás a las hermanas de la caridad y les dirás que pasen a buscar todo esto. Que se lo lleven todo, y lo que no quieran, que lo tiren.

– Pero…

– No me discutas.

No quise afrontar su mirada y me dirigí hacia la escalera que ascendía al estudio. Isabella me contemplaba desde el corredor.

– ¿Quién es ese hombre, señor Martín?

– Nadie -murmuré-. Nadie.

Subí al estudio. Era noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo. Abrí las ventanas de par en par y me asomé a contemplar la ciudad en sombras. Apenas corría un soplo de brisa y el sudor mordía la piel. Me senté sobre el alféizar y prendí el segundo de los puros que Isabella había dejado sobre mi escritorio días atrás a esperar un hálito de viento fresco o una idea algo más presentable que toda aquella colección de tópicos con que acometer el encargo del patrón. Escuché entonces el sonido de los postigos del dormitorio de Isabella abriéndose en el piso inferior. Un rectángulo de luz cayó sobre el patio y vi el perfil de su silueta recortarse en él. Isabella se acercó a la ventana y miró hacia las sombras sin advertir mi presencia. La contemplé desnudarse despacio. La vi aproximarse al espejo del armario y examinar su cuerpo, acariciándose el vientre con la yema de los dedos y recorriendo los cortes que se había hecho en la cara interna de los muslos y los brazos. Se contempló largamente, sin más prenda que una mirada derrotada, y luego apagó la luz.

Volví al escritorio y me senté frente a la pila de anotaciones y apuntes que había ido recopilando para el libro del patrón. Repasé aquellos esbozos de historias repletas de revelaciones místicas y profetas que sobrevivían a tremendas pruebas y regresaban con la verdad revelada, de infantes mesiánicos abandonados a las puertas de familias humildes y puras de alma perseguidos por imperios laicos y maléficos, de paraísos prometidos en otras dimensiones a quienes aceptasen su sino y las reglas del juego con espíritu deportivo y de deidades ociosas y antropomórficas sin nada mejor que hacer que mantener una vigilancia telepática sobre la conciencia de millones de frágiles primates que habían aprendido a pensar justo a tiempo de descubrirse abandonados a su suerte en un remoto rincón del universo y cuya vanidad, o desesperación, los llevaba a creer a pies juntillas que cielo e infierno se desvivían por sus triviales y mezquinos pecadülos. Me pregunté si era aquello lo que el patrón había visto en mí, una mente mercenaria y sin reparo en urdir un cuento narcótico capaz de enviar a los niños a dormir o de convencer a un pobre diablo sin esperanza de asesinar a su vecino a cambio de la gratitud eterna de deidades suscritas a la ética del pistolerismo. Días atrás había llegado otra de aquellas misivas citándome con el patrón para comentar el progreso de mi trabajo. Cansado de mis propios escrúpulos, me dije que apenas quedaban veinticuatro horas para la cita y al paso que llevaba iba a presentarme con las manos vacías y la cabeza llena de dudas y sospechas. Sin más alternativa, hice lo que había hecho durante tantos años en situaciones similares. Puse un folio en la Underwood y, con las manos sobre el teclado como un pianista a la espera de compás, empecé a exprimir el cerebro, a ver qué salía.

Interesante -pronunció el patrón al finalizar la décima y última página-. Extraño, pero interesante. Nos encontrábamos sentados en un banco en la tiniebla dorada del umbráculo del Parque de la Cindadela. Una bóveda de láminas filtraba la luz hasta reducirla a polvo de oro y un jardín de plantas esculpía las sombras y claros de aquella extraña penumbra luminosa que nos rodeaba. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo ascender de mis dedos en volutas azules.

– Viniendo de usted, extraño es un adjetivo inquietante -apunté.

– Me refería a extraño en oposición a vulgar -precisó Corelli.

– ¿Pero?

– No hay peros, amigo Martín. Creo que ha encontrado usted una vía interesante y con muchas posibilidades.

Para un novelista, cuando alguien le dice que alguna de sus páginas es interesante y tiene posibilidades es señal de que las cosas no van bien. Corelli pareció leer mi inquietud.

– Le ha dado usted la vuelta a la cuestión. En vez de ir a las referencias mitológicas ha empezado por las fuentes más prosaicas. ¿Puedo preguntarle de dónde sacó la idea de un mesías guerrero en vez de pacífico?

– Usted mencionó la biología.

– Todo cuanto necesitamos saber está escrito en el gran libro de la naturaleza. Basta con tener la valentía y la claridad de mente y espíritu para leerlo -convino Corelli.

– Uno de los libros que consulté explicaba que en el ser humano el varón alcanza su punto álgido de fertilidad a los diecisiete años de edad. La mujer lo alcanza más adelante, y lo mantiene, y de algún modo actúa como selector y juez de los genes que acepta reproducir y de los que rechaza. El varón, en cambio, simplemente propone y se consume mucho más rápido. La edad en que alcanza su máxima potencia reproductiva es cuando su espíritu combativo está en su punto álgido. Un muchacho es el soldado perfecto. Tiene un gran potencial de agresividad y un escaso o nulo nivel crítico para analizarlo y para juzgar cómo canalizarlo. A lo largo de la historia, numerosas sociedades han encontrado el modo de emplear ese capital de agresión y han hecho de sus adolescentes soldados, carne de cañón con la que conquistar a sus vecinos o defenderse de sus agresiones. Algo me decía que nuestro protagonista era un enviado de los cielos, pero un enviado que en su primera juventud se alzaba en armas y liberaba la verdad a golpe de hierro.

– ¿Ha decidido usted mezclar la historia con la biología, Martín?

– De sus palabras creí entender que eran una sola cosa.

Corelli sonrió. No sé si se daba cuenta, pero cuando lo hacía parecía un lobo hambriento. Tragué saliva e ignoré aquel semblante que ponía la piel de gallina.

– Estuve pensando y me di cuenta de que la mayoría de las grandes religiones se habían originado o habían alcanzado sus puntos álgidos de expansión e influencia en los momentos de la historia en que las sociedades que las adoptaban tenían una base demográfica más joven y empobrecida. Sociedades en las que el setenta por ciento de la población tenía menos de dieciocho años, la mitad de ellos adolescentes varones con las venas ardiendo de agresividad e impulsos fértiles, eran campos abonados para la aceptación y el auge de la fe.

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