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– ¿Pudo averiguar algo acerca del editor?

– ¿Corelli? Por lo que entendí, la editorial cerró cuando él decidió retirarse, aunque no debía de tener todavía ni cincuenta años. Creo que se trasladó a una villa del sur de Francia, en el Luberon, y que murió al poco tiempo. Picadura de serpiente, dijeron. Una víbora. Retírese usted a la Provenza para eso.

– ¿Está seguro de que murió?

– Pére Coligny, un antiguo competidor, me enseñó su esquela, que atesoraba enmarcada como si se tratase de un trofeo. Dijo que la miraba cada día para recordarse que aquel maldito bastardo estaba muerto y enterrado. Sus palabras exactas, aunque en francés sonaba mucho más bonito y musical.

– ¿Mencionó Coligny si el editor tenía algún hijo?

– Tuve la impresión de que el tal Corelli no era su tema favorito y, tan pronto pudo, Coligny se me escabulló. Al parecer, hubo un escándalo en el que Corelli le robó a uno de sus autores, un tal Lambert.

– ¿Qué sucedió?

– Lo más divertido del asunto es que Coligny ni siquiera había llegado a ver nunca a Corelli. Todo su contacto se reducía a correspondencia comercial. La madre del cordero, diría yo, era que, al parecer, monsieur Lambert suscribió un contrato para escribir un libro para Éditions de la Lumiére a espaldas de Coligny, para quien trabajaba en exclusiva. Lambert era un adicto terminal al opio y arrastraba suficientes deudas como para pavimentar la ruede Rivoli de punta a punta. Coligny sospechaba que Corelli le ofreció una suma astronómica y el pobre, que se estaba muriendo, aceptó porque quería dejar situados a sus hijos.

– ¿Qué clase de libro?

– Algo de contenido religioso. Coligny mencionó el título, un latinajo al uso que ahora no me viene a la memoria. Ya sabe que todos los misales suenan por un estilo. Pax Gloria Mundi o algo así.

– ¿Qué pasó con el libro y con Lambert?

– Ahí se complica el asunto. Al parecer, el pobre Lambert, en un acceso de locura, quiso quemar el mamücrito y se prendió fuego con él en la misma editorial. Muchos creyeron que el opio había acabado por freírle los sesos, pero Coligny sospechó que era Corelli quien le había impulsado a suicidarse.

– ¿Por qué iba a hacer eso?

– ¿Quién sabe? Quizá no quería satisfacer la suma que le había prometido. Quizá todo fuesen fantasías de Coligny, que yo diría era aficionado al Beauj oláis los doce meses del año. Sin ir más lejos, me dijo que Corelli había intentado matarle para liberar a Lambert de su contrato y que sólo le dejó en paz cuando decidió rescindir su contrato con el escritor y dejarle marchar.

– ¿No decía que no le había visto nunca?

– Más a mi favor. Yo creo que Coligny deliraba. Cuando le visité en su piso vi más crucifijos, vírgenes y figuras de santos que en una tienda de belenes. Tuve la impresión de que no estaba del todo fino de la cabeza. Al despedirme me dijo que me mantuviese alejado de Corelli.

– Pero ¿no dijo que había muerto?

– Ecco qua.

Me quedé callado. Barceló me miraba, intrigado.

– Tengo la impresión de que mis averiguaciones no le han causado una gran sorpresa.

Esbocé una sonrisa despreocupada, quitando importancia al asunto.

– Al contrario. Le agradezco que se tomase el tiempo de hacer las pesquisas.

– No se merecen. Ir de chismes por París me resulta un placer en sí mismo, ya me conoce.

Barceló arrancó de su libreta la página con los datos que había anotado y me la tendió.

– Para lo que pueda servirle. Aquí está todo cuanto pude averiguar.

Me incorporé y le estreché la mano. Me acompañó hasta la salida, donde Dalmau me tenía preparado el paquete.

– Si quiere alguna estampita del Niño Jesús de esas en las que abre y cierra los ojos según se miran, también tengo. Y otra con la Virgen rodeada de corderitos que, si se gira, se convierten en querubines mofletudos. Un prodigio de la tecnología estereoscópica.

– De momento tengo suficiente con la palabra revelada.

– Así sea.

Agradecí los esfuerzos del librero por animarme, pero a medida que me alejaba de allí empezó a invadirme una fría inquietud y tuve la impresión de que las calles y mi destino estaban pavimentados sobre arenas movedizas.

Camino de casa me detuve frente al escaparate de una papelería de la calle Argentería. Sobre un pliego de paños relucía un estuche que contenía unos plumines y una empuñadura de marfil a juego con un tintero blanco grabado con lo que parecían musas o hadas. El conjunto tenía cierto aire de melodrama y parecía robado del escritorio de algún novelista ruso de los que se desangraban de mil en mil páginas. Isabella tenía una caligrafía de ballet que yo envidiaba, pura y limpia como su conciencia, y me pareció que aquel juego de plumines llevaba su nombre. Entré y le pedí al encargado que me lo mostrase. Los plumines estaban chapados en oro y la broma costaba una pequeña fortuna, pero decidí que no estaría de más corresponder a la amabilidad y paciencia que mi joven ayudante me dedicaba con algún detalle de cortesía. Pedí que me lo envolviese en un papel púrpura brillante y un lazo del tamaño de una carroza.

Al llegar a casa me dispuse a disfrutar de esa satisfacción egoísta que da el presentarse con un obsequio en la mano. Me disponía a llamar a Isabella como si fuese una mascota fiel sin más quehacer que esperar con devoción el regreso de su amo, pero lo que vi al abrir la puerta me dejó mudo. El pasillo estaba oscuro como un túnel. La puerta de la habitación del fondo estaba abierta y proyectaba una lámina de luz amarillenta y parpadeante sobre el suelo.

– ¿Isabella? -llamé, la boca seca.

– Estoy aquí.

La voz provenía del interior de la habitación. Dejé el paquete sobre la mesa del recibidor y me dirigí hacia allí. Me detuve en el umbral y miré dentro. Isabella estaba sentada en el suelo de la estancia. Había colocado una vela dentro de un vaso largo y estaba dedicada con afán a su segunda vocación después de la literatura: poner orden y concierto en inmuebles ajenos.

– ¿Cómo has entrado aquí?

Me miró sonriente y se encogió de hombros.

– Estaba en la galería y he oído un ruido. He pensado que sería usted, que había vuelto, y al salir al pasillo he visto que la puerta de la habitación estaba abierta. Pensaba que había dicho usted que la tenía cerrada.

– Sal de aquí. No me gusta que entres en esta habitación. Es muy húmeda.

– Menuda tontería. Con la de trabajo que hay aquí. Mire, venga. Mire todo lo que he encontrado.

Dudé.

– Entre, vamos.

Entré en la habitación y me arrodillé a su lado. Isabella había separado los artículos y las cajas por clases: libros, juguetes, fotografías, prendas, zapatos, lentes. Miré todos Hquellos objetos con aprensión. Isabella parecía encantada, como si hubiese dado con las minas del rey Salomón.

– ¿Todo esto es suyo?

Negué.

– Es del antiguo propietario.

– ¿Lo conocía usted?

– No. Todo eso llevaba aquí años cuando me mudé.

Isabella sostenía un paquete de correspondencia y me lo mostró como si se tratase de una prueba de sumario.

– Pues yo creo que he averiguado cómo se llamaba.

– No me digas.

Isabella sonrió, claramente encantada con sus afanes detectivescos.

– Marlasca -dictaminó-. Se llamaba Diego Marlasca. ¿No le parece curioso?

– ¿El qué?

– Que las iniciales sean las mismas que las suyas: D. M.

– Es una simple coincidencia. Decenas de miles de personas en esta ciudad tienen esas mismas iniciales.

Isabella me guiñó un ojo. Estaba disfrutando como nunca.

– Mire lo que he encontrado.

Isabella había rescatado una caja de latón repleta de viejas fotografías. Eran imágenes de otro tiempo, viejas postales de la Barcelona antigua, de los palacios derribados en el Parque de la Ciudadela tras la Exposición Universal de 1888, de grandes caserones derruidos y avenidas sembradas de gentes vestidas al uso ceremonioso de la época, de carruajes y memorias que tenían el color de mi niñez. En ellas, rostros y miradas perdidas me contemplaban a treinta años de distancia. En varias de aquellas fotografías me pareció reconocer el rostro de una actriz que había sido popular en mis años mozos y que había caído en el olvido hacía mucho tiempo. Isabella me observaba, silenciosa.

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